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Correspondencia abierta


(J.K. Toole)

Admiro tu debilidad. Si es cierto que el motivo de tu suicidio fue la imposibilidad de ver Dunces publicado, admiro esa debilidad porque en ella no veo más que un aterrador y descarnado grado de compromiso. Alguna vez le oí decir a un editor que un escritor no podía llamarse a sí mismo escritor a menos de que estuviera publicado. Y me pregunto qué replicaría quien dijo esto al ejemplo de tu vida y de tu muerte. Porque a tan arrogante y superficial afirmación podría sumársele la de que un escritor no puede considerarse a sí mismo escritor hasta que no vive de la venta de sus libros. Mientras escribías Dunces, tú estuviste en parte en el ejército, y en parte desempeñándote como maestro en una universidad católica; ambos panoramas siempre se me han antojado disonantes y casi surreales, teniendo en cuenta la visión del mundo que plasmaste en tu escritura. Yo no vivo en el mundo que tú vivías, John, ni tampoco gozo de un talento tan grande como el tuyo en cuanto a la capacidad, no de desentrañar, sino de desollar vivo el mundo al describirlo. Siempre me he preguntado cómo es posible que existan novelistas capaces de llenar un refrigerador con las regalías de las ventas de sus libros. Por no hablar de criar una familia o pagar un techo. Contigo me voy a ahorrar las matemáticas.

Hoy, quizás más que en tu época (la cual acepto que tiendo a romantizar), el mundo entero se encuentra más envenenado que nunca por su maquinal obsesión con los márgenes de ganancia. Los cuadros de excel destruyen libros y amordazan autores. Las editoriales de mayor alcance no tienen más opción que publicar toneladas de basura que yo jamás me atrevería a llamar literatura, para así poder darse el lujo de perder unos pesos cuando publican escritores de verdad, y por escritores de verdad me refiero a autores que se niegan a alimentarse de los valores y las definiciones que su época trata de regurgitarles gaznate abajo. De modo que, patrocinado por las utilidades generadas de la venta de libros de autoayuda y política y yo qué se cuánta más basura, es como cada libro de verdadera literatura puede ver la luz.

Aunque es cierto que tiendo a romantizar tu época, no puedo menos que admirar el modo en que Dunces sigue vigente hoy en día y es una perfecta respuesta a la futurística vanidad que domina nuestra sociedad. Hoy no existe un lugar al cual regresar tras la jornada; hoy el mundo se ha abierto paso a través de cables y ondas hacia el corazón de cada hogar, y su bulla estática, sus vacuas exigencias, su espuma de bilis vibra y estalla dentro de los bolsillos de las personas. Timbra bajo sus almohadas. Interrumpe sus cenas y pospone dolorosamente sus idas al baño. El circo ha llegado a casa y exige nuestra atención. No va a aceptar una negativa. Es tan fácil dar una opinión sobre cualquier asunto que la gente ya no tiene que formarse una antes de apretar el gatillo; de hecho, no sólo es fácil dar una opinión, sino que se ha vuelto mandatorio. Este es un mundo de clicks y tecleos rabiosos, de constante diálogo e interacción (pero el tipo de diálogo superpuesto que uno esperaría oír en un coctel y el tipo de interacción que se da entre dos amantes borrachos que se usan el uno al otro para exprimir mezquinas gotas de placer). El hombre creó una red y se quedó pegado a ella, y palabrea incesantemente mientras espera a la araña. Hay cables, literales cables invisibles entrando por los orificios corporales de la gente; las voces suenan cada vez más sordas y se convierten en arcadas y lamentos de dolor como los que uno esperaría oírle a un cerdo empalado vivo.

La imagen de ti, deteniéndote al borde de la carretera y conectando una manguera al exhosto de tu auto para morir en una caja de monóxido de carbono, siempre ha tenido a mis ojos la connotación de un crimen por resolver. Sería el principio perfecto para una novela policiaca de puta madre. El escritor paranoico, desaliñado por dentro y por fuera, alcoholizado, químicamente desbalanceado, acechado por fantasmas y aguijoneado por la sensación de fracaso, que se suicida tras recibir años de rechazos de publicar su novela. No lamento tu muerte, ni mucho menos, pues creo que semejante postura sería arrogante e irrespetuosa. Hoy, desde este futuro febril en el que estoy parado, muchísimos de los autores que resonaban en tu tiempo, aumentando tu náusea y tu dolor de panza, han sido olvidados por completo, mientras que no solo Dunces se reimprime constantemente en varios idiomas, sino también tu hija bastarda, Neon Bible. Admiro tu debilidad, porque en ella no veo más que un compromiso insondable, un corazón tan grande y apasionado que sólo logro adjetivarlo como infantil. Además, no descarto que las personas capaces de suicidarse tras una extenuante racha de negativas son las mismas que suelen colgarse del techo cuando se sienten hastiadas por la inesperada fama.

La primera vez que leí la anécdota sobre la tortura a la que el imbécil de Robert Gottlieb te sometió durante años con la promesa de publicar tu libro, sentí auténtica angustia. Por suerte no le hiciste caso cuando te pidió que reescribieras Dunces para "darle un sentido". Trazaste la raya, aún cuando pudiste intuir la asfixia que comenzaría apenas se cerrara la puerta de esa editorial. Eso no lo hace cualquiera.


Cada vez que veo la cara de un escritor (incluida la mía) en un periódico o una revista, me repito a mí mismo que todo lo bueno, lo duradero, lo valioso de la literatura universal sucede, ha sucedido y sucederá dentro de un cuarto, en la más aguda forma de soledad, cuando un hombre se enfrenta a un teclado y reclama su derecho a definir el mundo con sus propias palabras, así para hacerlo deba fabricar un lenguaje que no existe. Tu trabajo no era afuera, en las aceras ni en las oficinas de Simon & Schuster, tu trabajo no era meterle en el obtuso coco al subnormal de Gottlieb algo que nunca hubiera podido comprender de todas formas; tu trabajo era ante una hoja en blanco. Y ahí, donde realmente cuenta para nosotros, que tenemos las prioridades irremediablemente trastocadas, no dejaste títere con cabeza. A primera vista podría parecer que pagaste un precio demasiado alto, pero, ¿qué libro que valga la pena, cuál de esas flechas destinada a atravesar siglos no ha sido demencialmente cara? Me imagino que al suicidarte creíste que te estabas hundiendo con tu barco, como un buen capitán. Y cada vez que paso frente a una librería y la portada de Dunces atrapa mis ojos, recuerdo que tu muerte fue una tragedia de calibre shakespeareano, pero aún así, la sonrisa triunfal que el mundo te negó aparece en mis labios.

Juan Sebastián Gaviria



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