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Correspondencia abierta (V)



Señor Lem:

Usted es un tipo inteligente: en su autobiografía escribió que su coeficiente intelectual es de 180. A los 15 años, en 1937, usted era uno de los jóvenes más brillantes de toda Polonia, pero no necesitaba ser un genio para saber que ninguna distinción le serviría a un descendiente de judíos en los albores de la Segunda Guerra Mundial. En ese momento, la inteligencia solo servía para burlar la muerte.

Tengo entendido que evadió a los nazis con papeles falsos, aunque varios de sus familiares fueron asesinados. De la remembranza de aquellos días surgieron novelas como Memorias encontradas en una bañera (1961), cuyo título evoca recuerdos hundidos en las lagunas de la mente. Sin embargo, se trata de una novela de ciencia ficción. Casi todas sus obras exploran el futuro.

El primer libro suyo que leí fue Golem XIV (1981), en diciembre de 2013, gracias a una persona que nunca supo el tremendo favor que me hizo. Golem XIV, esa supercomputadora que usted describe, me pareció fascinante por el hecho de haber sido creada con fines bélicos, pero con la suficiente autonomía para comprender que la guerra es una estupidez. Estos tiempos sombríos, señor Lem, guardan cierto parecido con los totalitarismos a los que usted sobrevivió, pues sigue siendo difícil discernir entre la verdad y la mentira. En vista de estas circunstancias, es conveniente recordar que la inteligencia es la capacidad para resolver problemas, y que crear conceptos para definir la mentira es una aberración más propia de la vanidad que del intelecto. Golem XIV es un libro denso, diría que un ensayo disfrazado de novela, que fue revelador para mí por que yo creo, como usted, que el hombre no es la cima de nada y que la inteligencia es esclava de la comunicación.

Al mes siguiente leí La investigación (1959), en una edición de Bruguera que compré de segunda en la librería Merlín, en Bogotá. Caí en la trampa de pensar que se trataba de una novela policiaca en la que un detective investiga el robo de cadáveres de la morgue de un cementerio, hasta que usted sugirió que esos cadáveres se levantaban solos de la fría mesa de la morgue y caminaban por un buen rato hasta desplomarse otra vez. Por más que el detective use el método científico y se apoye en estadísticas, no hay manera de solucionar el misterio hasta que usted, al final, lo revela: “El orden matemático del mundo es nuestra oración a la pirámide del caos”. Resolver un misterio apelando a una metáfora no es muy común en el género policiaco, e incluso a los puristas les parecería decepcionante; para mí significó la confirmación de que eso que llamamos realidad es una cosa inestable, constantemente sometida a prueba por situaciones que no podemos explicar. Lo mismo podría decir de La fiebre del heno (1976) y algunos cuentos que están en la antología Máscara (2003).

Luego leí Solaris (1961), Ciberíada (1967) y Congreso de Futurología (1971). Salvo si son incluidos en esa gran categoría llamada ciencia ficción, no veo que guarden parecido entre ellos, aunque sí continuidad. Supongo que eso tiene que ver con su idea de variar cada tanto el método de creación de una obra, y que iniciar una historia no puede depender exclusivamente de la espontaneidad. En Microworlds (1984), usted tuvo a bien dejarnos un resumen de su método de escritura, así como su obsesión por usar nombres sugestivos o rimbombantes para las máquinas, las personas o los planetas. Recuerdo términos como solarística y personajes como Honest Annie (la última palabra es una abreviatura de annihilator, que traduce aniquilador), o aquellos robots constructores con Diploma de Omnipotencia Perpetua con nota sobresaliente.

Por supuesto, usted sabe que ningún proceso de creación es del todo eficiente. A sus ojos, Solaris es un buen libro, mientras que Retorno de las estrellas (1961) es regular a pesar de estar escrito con el mismo sistema. Aún no leo Retorno de las estrellas, pero Solaris me parece su mejor obra. En ella, usted lleva al límite sus postulados sobre la inteligencia, extendiéndola a un planeta totalmente cubierto por un océano de plasma. La novela nos recuerda lo que ya se intuía en La investigación: no puede haber comunicación con seres de otros mundos si ni siquiera nos comprendernos entre nosotros. El personaje de Snaut lo resume bien cuando dice que los seres humanos “no tenemos necesidad de otros mundos. Lo que necesitamos son espejos. No sabemos qué hacer con otros mundos”.

Lo último que leí de usted, señor Lem, no fue una novela, ni un cuento o una fábula. Antes de escribir esta carta tenía pensado hacer un artículo sobre su obra, pero mi disciplina no se parece en nada a la suya, me entretuve escribiendo otras cosas y apenas logré completar algunos párrafos. Pues bien: mientras buscaba información, vi una foto de su tumba en Cracovia. Sobre la lápida hay pequeños faroles multicolores, dejados por los visitantes que llegan para mostrar sus respetos. También hay un círculo hecho de pequeñas piedras negras, con una línea en la mitad que recuerda al planeta Saturno. La línea se cruza con las últimas letras del epitafio labrado en el mármol: Feci quod potui, faciant meliora potentes. La frase traduce que usted en vida hizo lo que pudo, e invita a los que vienen a hacer cosas mejores.

Quiero creer que mientras exploraba el futuro, señor Lem, usted fue dejándole al mundo una que otra plegaria.

Con afecto:

Fabián Buelvas

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