Gustavo Arango
Ahora que los
Estados Unidos pueden estar empezando a ser cosa del pasado, agradezco esta
oportuna invitación de Corónica a
mencionar mis cinco novelas estadounidenses favoritas.
Las aventuras de Tom Sawyer
Primero la primera. La recuerdo perfectamente porque fue la primera novela
que leí por decisión propia. Por allá, a comienzos de los setenta, mi padre
llegaba a casa cada viernes con un nuevo libro de la Biblioteca Básica Salvat.
Nunca me dijo que leyera. Ponía en el “multimueble” de la sala el nuevo libro y
esperaba con paciencia a que yo mordiera el anzuelo. Tardé poco en caer. Me
llamó la atención el libro de Mark Twain, tal vez porque tenía la palabra
“aventuras” en el título. Me atrapó desde la primera página. Admiré la astucia
del protagonista para que sus amigos hicieran su tarea de pintar la cerca. Fue
un privilegio entrar al mundo de la literatura de la mano de un autor fresco e
ingenioso. Fue una suerte que los protagonistas tuviera casi mi edad, porque
sentía que sus aventuras eran mías. Guardo como propia la aventura de la balsa
en el río. Siempre me pareció sobrenatural esa escena en que los chicos ven a
la gente del pueblo lamentarse porque los creen muertos. Becky Tatcher fue el
primer amor literario de mi vida.
Moby Dick
Nunca he dejado de leerla. Para Albert Camus, fue la primera novela de la
literatura del absurdo. El capitán Achab, con su obsesión por la ballena que le
arrancó una pierna, parece un enamorado al que le rompieron el corazón. Es un
libro monstruoso como el leviatán que palpita en su centro. Después de
consumirse escribiéndola, de la incomprensión de los lectores y del fracaso
comercial, Herman Melville perdió la razón. Su novela siguiente, Pierre o las ambigüedades no la ha entendido
nadie. Después de haber sido el autor de exitoso de libros de viajes en lugares
exóticos, Melville se fue hundiendo en el anonimato y se convirtió en un oscuro
funcionario de aduanas. Cuando murió pocos lo recordaban. Moby Dick tuvo que esperar otros cincuenta años para que la
redescubrieran. Ahora todos cabemos entre el pecho y la espalda de Ishmael (sin
olvidar que Starbucks es una celebridad). Se necesitaba la mentalidad
fracturada del siglo XX para entender el cambio constante de tono y de registro
que tiene la novela, sus reflexiones sobre el agua o las ballenas, su meditación
sobre los horrores del color blanco. Podría decirse, también, que es una
reflexión de cerca de mil páginas sobre el poder salvador de los ataúdes de
madera.
El guardián entre el centeno
La traducción al español es de Aurora Bernárdez. Tarea imposible y absurda.
The Catcher in the Rye tiene la mala
fama de consolar e inspirar desadaptados, entre los que se cuentan no pocos
asesinos. Uno creería que su publicación en 1951 marcaba el fin de la
literatura lineal y realista, pero el cuentecito convencional se las ha seguido
arreglando para ser el más popular. La historia de Holden Caulfield captura la
rabia, la sensibilidad, el frenesí verbal de un ser que no funciona en una
sociedad disfuncional. Hay mucho de luz en su oscuridad. Es el confuso alarido
de donde emanan las otras historias de Salinger y el largo silencio con que se
alejó de la fama y los mundillos literarios. El dolor de Holden Caulfield se
explica y encuentra sentido en las búsquedas místicas de Franny y Zooey. Nuevos
matices del personaje aún nos esperan en las novelas póstumas que dejó J. D.
Salinger.
Agapē Agape
William Gaddis intentó, y quizá logró, ser el James Joyce de la literatura
estadounidense. The Recognitions fue
su novela total y tardó más de veinte años en ser reconocida como una de las
obras maestras del siglo veinte. Gaddis no dejó de intentar dejar huella. Con
paso lento, publicó mamotreto tras mamotreto: J R (1975), Carpenter's
Gothic (1985), A Frolic of His Own
(1994). Pero quizá su mejor libro sea el más breve de todos. Gaddis
terminó de escribir Agapē Agape semanas antes de morir, en 1998. La novela sólo fue
publicada cuatro años después y explora con prosa depurada la obsesión de su
autor por la música y los muñecos autómatas. La obra previa de Gaddis parece
tan sólo un preámbulo, una ardua preparación para escribir Agapē Agape: un solo párrafo de 96 páginas de prosa leve y fluida
que se eleva hasta la altura de la mejor poesía.
The Last Novel
La última fue también la última de su autor.
Heredero de Gaddis y de Malcolm Lowry, David Markson tardó en encontrar una voz
y un estilo que aún esperan su reconocimiento y valoración. El principio fue de
tanteos y forcejeos: una parodia humorística de los relatos de vaqueros, una
versión ligera de Bajo el volcán,
algunas novelas de detectives que le dieron para vivir. Pero fue con Wittgestein’s Mistress (con su record de
54 rechazos) que Markson encontró su verdadera voz. Desde entonces se dedicó a publicar
novelas que difícilmente pueden llamarse novelas, hechas de parrafitos breves,
de anécdotas y trivialidades sobre la vida y las miserias de artistas
incomprendidos. En The Last Novel (La última novela, 2007) trenza entre las
anécdotas inconexas la historia de un viejo escritor que repite como una
letanía las palabras: ‘Viejo. Cansado. Enfermo. Solo. Arruinado”. Ese viejo
escritor considera la idea de subir a la azotea de su edificio y arrojarse al
vacío; pero le faltan resolución y fuerzas. Aquí también abundan las anécdotas
sobre artistas incomprendidos: se agudiza la obsesión con las circunstancias, las
fechas y lugares de sus muertes. Fue la última novela de Markson y él lo sabía.
Allí su puntillismo literario se encuentra depurado. El 4 de junio de 2010 los
vecinos alertaron a la policía por el mal olor que salía de su apartamento en
el bajo Manhattan. Nadie sabe la fecha exacta en que murió, ni sus últimas
palabras.
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