Remedios Zafra obtuvo el premio Anagrama de ensayo en su versión 45. Aquí está un fragmento de su conferencia Hadas dictada en la Universidad Nacional de Colombia y cordialmente invitados a leer el ensayo Habitares reversibles (mujeres, arte e internet) publicado en Revista Corónica.
Correspondencia abierta

QUERIDO HUMBERTO
Heme aquí, querido Humberto, poseído por tu rostro y por tus libros, como cuando nos hermanaba la literatura y pensábamos que podíamos hacer con nuestros escritos un mejor país.
Parece que lo hicimos mal, Humbertico, porque este país cada día está peor. Claro que él es quien se lo pierde, porque nos ha leído muy poco o no nos ha leído. Y así es imposible imaginar que en algo o en alguien hayamos influido para que este sea el país que soñamos, más culto, más libre, más tolerante, más feliz.
Bueno, a decir verdad, tú sí lo hiciste bien porque dejaste un retrato certero de nuestra sociedad agraria, lo mejor que se ha escrito en este sentido en y sobre nuestra región. A la manera de Rulfo, como te lo dijo Manuel Zapata Olivella cuando descubrió que vivías en Neiva, tan provinciano como los bizcochos de achira. Tan real como la Violencia. Y no te lo recuerdo para alabarte, sobre todo a estas alturas, sino para ser justo con tu obra.
Tú biografía reza: Humberto Tafur Charry nació en Fortalecillas, corregimiento de Neiva, el 14 de marzo de 1935. Y yo agrego que acababas de cumplir 50 años cuando la adversidad te entregó el tiquete de partida el 8 de septiembre de 1985. Hace la bobadita de treinta y dos años.
Apenas cincuenta años de vida, Humbertico. Se me ocurre especular cuántos libros hubieras publicado si hubieras gastado los años que he gastado yo, veinte más que tú. A lo mejor ninguno, como me ha pasado a mí. Porque, fíjate, después del infarto que me golpeó a finales del 2009, pensé en que la vida me había dado una segunda oportunidad y tenía la obligación moral de escribir cuantos libros tenía todavía en la cabeza. No los hice, Humbertico, me dediqué a celebrar la vida de otra forma y un poco a descreer de la literatura, con todo lo que nos ha dado, y a pensar que he perdido el tiempo escribiendo tonterías para que nadie las lea.
Depresiones literarias, tal vez, que tú no alcanzaste a sentir, poseído por la fuerza de la palabra y la convicción absoluta en tu trabajo como la única herencia que podías dejarlo al mundo.
Debo reconocer que, con toda seguridad, tu sí los hubieras escrito por que tu disciplina, tu fortaleza y tu amor por la literatura eran inquebrantables. Si hasta me entregaste poco antes de morir la versión final de tus cuentos en un legajo de hojas, fotocopias borrosas, algunas ilegibles, y una novela en las mismas circunstancias. No pude hacer nada con ellos, tú sabes por qué.
Nunca olvidaré cuando recibí de tus manos tu primer libro de cuentos, “La paz de los carteles”. Era una modesta edición, pero yo sentí el mismo orgullo que sentiste tú al verte en letras de molde en un pequeño libro publicado por la Imprenta Departamental del Huila. Nos emborrachamos en la discoteca del Hotel Plaza, ¿lo recuerdas?
Tu oficio de escritor y tu afán de buscar lo mejor lo noté en la publicación de tu segundo libro de cuentos, “Los cazadores”, conformado por unos pocos nuevos, la mayoría revisión de los de tu primer libro. Lo publicó Pijao Editores en Ibagué porque Carlos Orlando Pardo, como yo, siempre creyó en ti.
Mejorar, siempre mejorar, era tu consigna. Porque hay que machacar, Humbertico, hasta lograr la perfección. Y tú lo hacías con tesón, si hasta cambiaste títulos y trocaste otros para lograr el equilibrio que fortaleciera tu convicción sobre una literatura contundente. Eso me enseñaste y de eso te estoy agradecido.
Luego vinieron tus novelas. “Tres puntos en la tierra” que casi tuvo su propio Encuentro Nacional de Escritores en Neiva para ver la luz en 1973. De nuevo tu insatisfacción. Revisaste el mamotreto, que se descuadernaba al abrir el libro, y lo convertiste en “La última noticia”, que publicó después Plaza y Janés en Bogotá, en 1979.
Luego “El séptimo hombre”, que es la única novela que contiene un prólogo en el cual se habla mal de la novela. Qué suerte, Humbertico. Tu mejor novela. A mi juicio, claro está, que a la hora de la verdad no importa para nada.
Pero en ella volcaste tu vida, en un momento en que escribir sobre sí mismo no era moda, eso que llaman la autoficción, y en ella volcaste los oficios que desempeñaste como todero por los pueblos del Huila, ya obrero del ferrocarril, ya agricultor comprometido con los desposeídos, ya diputado en la Asamblea, ya vendedor de seguros y de libros. Porque los conociste a fondo.
Así tu vida. Ahora heme aquí, Humbertico, recordándote, porque es septiembre, porque tu ejemplo me ha guiado siempre, porque espero que tu voz vuelva a orientarme por la senda correcta y renazca con la disciplina y la fortaleza que fueran tu faro permanente.
Recibe mi abrazo, Humbertico, y mi solicitud para que les jales las cobijas a quienes dirigen la cultura y después del espanto tus libros se reediten y te lean, porque es el mejor homenaje que se te puede hacer, treinta años después de que discutiéramos sobre personajes y novelas porque la literatura era el pan cotidiano en nuestras vidas.
Tu hermano de siempre:
Benhur Sánchez Suárez
Ibagué, Altos de Piedrapintada, 2017
Correspondencia abierta
Apreciado señor Golding:
El Señor de las Moscas describe casi exactamente el lugar en el que vivo. No el geográfico, aunque mi fría ciudad queda, por extraño que suene, en el Trópico al que se refiere su libro. De lo que hablo es de ese mundo bipolar que usted construye: Un mundo hostil y amarmolado lleno de vestidos almidonados que se van desliendo hasta dejar al desnudo la vulnerabilidad y las almas caníbales. Esa es la atmósfera que he percibido a mi alrededor desde que tengo memoria.
Me reconozco también a mí misma en sus personajes y en su inocencia fracturada. Primero logré verme en un niño que descubre la majestad de ese mundo paradisíaco de libertad ilimitada y que corre con los pies desnudos sobre la arena, con la modesta alegría de existir. Luego me veo en el temeroso. Ese de gafas gruesas que no está seguro, pero que sabe cómo habitar ese mundo porque lo ha visto diseccionado en las enciclopedias, se lo han contado en los estrictos salones de clase, se lo inyectaron en la sabiduría prestada que lo ha vuelto adulto sin serlo. Luego me veo a los ojos del tercero, el más temible por ser el más humano. El muchacho arrogante que mira desde su pedestal de perfección escolar al resto de la humanidad. El que no dudará en desgarrar su santurronería de coro juvenil para dejar salir al animal más cruel y hambriento que lleva dentro. Ese que escondemos todos, pero que alejamos blandiendo una rama ardiente para que no nos obligue a matar a quien nos empuja en Transmilenio. Y también soy cada niño descorazonado que, teniendo la libertad absoluta de vivir en una isla desierta, se sienta a esperar, anegado en llanto, a que alguno de esos tres chicos mayores le diga cómo hacer para no extrañar todo lo que ha perdido.
Vi al carismático líder bienintencionado, a la miedosa razón y al egocentrismo salvaje atacarse con lanzas, tratar de aplastarse con piedras descomunales, hostigarse a dentelladas con odio e hincarse ante el Señor de las Moscas: una cabeza de cerdo que representa la creencia oscura de que anular al otro, borrarlo, es la única garantía de poder sobrevivir. Su libro describe con una precisión espeluznante lo más primitivo y perverso que palpita en el fondo de la civilización y que, en las condiciones adecuadas, logra destrozar cualquier dejo de compasión posible. A través de sus palabras descubrí que la partícula de cualquier guerra está incrustada en el corazón de cada ser humano. Su inoculación termina en el momento en que los ojos de la ingenuidad dejan de ver el mundo y el miedo reemplaza a la sorpresa.
Una vez la maquinaria del odio se pone en marcha, detenerla es imposible. Va encendiendo alarmas y paranoias en las personas que encuentra a su paso. Va arrasando con la esperanza, incendiando las creencias (por más absurdas e infantiles que sean), fabricando enemigos, acelerando la muerte. Ni siquiera después de detenerse se detiene, porque sus cicatrices son indisolubles. Ese es el mundo en el que el miedo me dice que vivo, señor Golding. Pero algo me dice que puede llegar la marina inglesa.
Con temeroso afecto,
Liliana Guzmán
Better desnuda un pájaro para Raúl
Ey loco, hace rato no te me apareces en sueños, tal vez porque no estoy durmiendo mucho. La última vez que pude hacerlo plácidamente, te vi lanzando pepas de mango maduro a los pájaros que volaban bajo por las riberas del Sinú. Recuerdas que te hablé del chico aquel que me recitaba tus poemas al oído, bueno, ya no está, lo maté, no existe más. Ahora es un pájaro que se llevó consigo la paja que rellenaba mi cabeza de chico espantapájaros. Espero que en el próximo sueño sigas allí sentado, devorando mangos y le atines en el momento justo un pepazo fulminante directo al cogote, luego nos hacemos un pequeño abanico con sus livianas plumas.
Raúl, es septiembre y estoy fracturado: me la paso leyendo tus poemas casi todas las noches. A veces te busco en Youtube, elijo algún video donde aparezcas hablando, y tu voz hace que la fisura que me atraviesa se extienda. Y tu voz profética me paraliza: nunca es tarde para hablar de ellos, para recordarles que tú no eras el tonto, para revivir algo que el arte siempre le ha tenido a la bruta vida: ¡ODIO!
No vale la pena hablarte de YouTube, es una alcantarilla donde se puede encontrar desde películas de Fellini hasta mojones parlantes llamados Youtubers.
No duermo nada, loco, me levanto muy temprano, prendo un cigarrillo mientras contemplo los cerros de esta helada ciudad, tomo un té amargo, leo tus poemas, fumo nuevamente, busco tu cara en la web, paso foto tras foto que encuentro y me quedo mirándote por largos ratos, luego las copio y las pego en una plantilla de Word, escribo como pie de página alguna frase tonta: “Raúl, el poeta de Cereté, me mira desde esta plantilla”. “Raúl en una foto de su infancia”, dice la última en mis archivos.
Soy un jodido enamorado, un esquizoide, un enfermo como tú. No me acostumbró a los cuchillos de la poesía, por eso tengo la piel tajeada. Cortaduras recientes atraviesan mi cara, un vidrio clavado en mi costado izquierdo espera ser extraído. Cada esquina de mi cuerpo está enconada, dolorosos retoños revientan desde lo más hondo de mis nervios. Trato de calmarme con algún verso tuyo:
Vives en este libro aunque te tengo miedo
Aunque apenas si hemos hablado
Pero te amo tanto como siempre
Tanto como puedas imaginar
Y estamos lejos
Como el sol del mar.
No hay mucho que debas saber de esta orilla cenagosa. Te han vuelto ensayo, antología, mártir, demonio. Eres el tormento de un ahumado poeta de apellido Roca cuyos versos no atraviesan una piedra pómex. En los más nefastos recitales se cuentan anécdotas alrededor tuyo: el que alguna vez te dio una moneda en la calle le brilla su diente de oro al contarlo, los que pusieron un plato de comida en tus manos presumen de su caridad aunque hoy se llenen los bolsillos con los presupuestos a la cultura, a la que le levantaste la casa a peñones todavía tiene blindada sus ventanas.
Me empiezo a sentir pesado, parece que el sueño quiere arrullarme un poco, después de todo no soy tan malo.
El cuarto desde donde te escribo tiene un hermoso techo traslucido: puedo ver caer la lluvia a diario. Y veo también aviones y pájaros volando, y pienso en ti, y en él.
Tal vez el avión se venga abajo en el próximo meridiano, tal vez el pájaro se quede suspendido en el aire en este instante en que creo ya estar dormido. Raúl, este es el momento, ¡Derríbalo¡
John Better
Correspondencia abierta (VI)
Bogotá, 07 de septiembre de 2017.
Señor Graham Greene:
Tal vez usted no lo sabe, pero sus obras literarias me acompañan desde que yo era un adolescente. Lo mismo me pasó con Mark Twain, pero la diferencia entre usted y Twain, es que a él lo abandoné por mucho tiempo, y con usted he estado firme durante todos estos años. Por eso hoy me atrevo a escribirle esta carta, para contarle una anécdota especial con el primer libro suyo que leí. Monseñor Quijote.
Llegué a ese libro porque mi padre, tal vez viéndome perder entre las revistas de moda en los años 90 o en la televisión que solo emitía dos canales, decidió prestarme esa novela suya: una edición de Emecé que ya tenía los años inscritos en el color amarillo-tiempo de sus hojas, y en la portada que estaba a punto de caerse del libro, como la hoja seca de un árbol. Decidí leerla porque la vi corta, con pocas páginas en su interior, pero antes, con cinta y pegante organicé la portada y le volví a dar vida, para que encabezara de nuevo la historia que empezaría a leer.
Entonces, cuando tomé su novela, no la volví a soltar hasta el otro día, al llegar a la contraportada que también sufría por los avances del tiempo. Y con usted, me di cuenta de que el humor, como el de Guareschi que lo leí después, es una manera especial de hacer literatura. En ese libro suyo, encontré la magia que usted le puso a las palabras que logran crear imágenes y humor en una sola línea. Recuerdo mis risas y mis sonrisas todo el tiempo, sosteniendo la novela con suavidad, para que no sufriera más con mis manos que la tocaban.
Luego de terminar el libro, le agradecí a mi padre y se lo devolví. Él me dijo que me quedara con su obra, señor Greene, pero yo insistí en que no, le dije que esa joya era mejor que quedara en sus manos. Así que él tomó el libro y lo volvió a acomodar en su biblioteca.
Y usted siguió acompañándome en mi vida, por mis ojos pasaron Nuestro hombre en la Habana, El décimo hombre, El agente confidencial y El americano impasible. Por supuesto, he dejado reposar su obra, porque, como con una buena cena, se disfruta al máximo cada bocado antes de que se acabe…
Después de muchos años, tal vez 20, en el 2008, cuando mi padre murió, de las primeras cosas que hice fue buscar su Quijote, señor Greene, en la biblioteca de mi papá, pero no lo encontré. Lo había visto tanto tiempo en el mismo lugar, que puse mis ojos allí mismo, pero encontré otro título que ahora no recuerdo. Y lo busqué por toda la biblioteca, por todo el cuarto desolado de mi viejo, por la sala, por las demás alcobas, inclusive revisé la mía, pensando que tal vez el libro había vuelto a mí, como un regalo póstumo de mi padre, volando por toda la casa hasta posarse en mi biblioteca, así como en las navidades, cuando imaginaba que los regalos volaban por encima del pesebre para posarse al pie de mi cama la mañana del 25 de diciembre. Pero no encontré nada, y me puse triste. Pensé que estaba mal que esa obra suya tan especial se fuera sin avisar, como mi papá.
Eran dos perdidas. La de mi padre y la suya, señor Greene.
Pero la vida, a veces, tiene una manera especial de traer sorpresas. En diciembre del 2010 viajé a Argentina a acompañar a mi novia de esos días, a una serie de diligencias que tenía que hacer de la maestría que había hecho allí. Y uno de esos domingos del viaje fuimos al “mercado de las pulgas” a San Telmo, en Buenos Aires, y empecé a ver la mercancía que la gente ofrecía: vi gorras, bombillas, mate, imanes para la nevera, libros, discos, afiches, bufandas, vasijas de cobre… y volví a los libros y me dediqué a sacar unos que estaban acomodados en una caja blanca de plástico, encima de una mesa. Miraba uno a uno, sin mucho interés, hasta que encontré, casi al final, como un regalo que le esconde el novio a la novia detrás de la espalda, una versión vieja Emecé de Monseñor Quijote. No era la misma de mi padre, porque la portada estaba aún aferrada a las hojas. Pero era usted, señor Greene, que había vuelto a mí, en una especie de resurrección. En ese instante le conté la historia a mi novia, a la señora que me vendió el libro, y a mí mismo, porque ninguno de los tres creía lo que estaba pasando.
Regresamos a Colombia días después de Navidad, y entonces vi volar mi regalo por encima de las montañas de los Andes, y aterrizar a mi biblioteca, para que le hiciera compañía a los demás Graham Greene, señor Greene, que tengo aquí conmigo.
Se despide sin más que contarle, por ahora, un admirador y fiel lector suyo.
Jerónimo García Riaño
Literatura después de la guerra
Sara Zuluaga García
Hoy inicia el ciclo literario del X Encuentro Nacional de Escritores Luis Vidales, Juliana Gómez y Catherine Rendón, sus coordinadoras, expresaron la importancia del proceso literario en el municipio, y resaltaron los retos a los que se enfrentan los gestores culturales.
Como coordinadoras del Ciclo Literario del Encuentro Luis Vidales, ¿cuál ha sido el mayor reto este año?
El reto, como todos los años, ha sido pensar la programación para que tenga profundidad conceptual, es decir, crear lineas temáticas en dirección al tema central, tener diferentes miradas que le aporten a la temática y que construyen diálogo y reflexión. Uno de los retos fue buscar invitados que desde distintas formas de narrar (cine, poesía, novela, periodismo, historia, fotografía) pudieran aportar, en este caso, a la reflexión sobre la literatura después de la guerra.
Por otra parte, este año cumplimos 10 años y este no es un dato menor ya que nos hace preguntarnos por nuestro proceso. Por aquello que hemos aportado al departamento, pero, además, por eso que aún podemos aportar, y de qué forma podemos hacerlo mejor.
El Encuentro tiene un comité que en conjunto toma las decisiones. La temática se eligió pensando precisamente en hacer un aporte desde el Encuentro y desde la literatura a la construcción de paz, con la intención de establecer un diálogo con otras formas de pensar y otras formas de ver el mundo para hacer una reflexión sobre nuestro conflicto, nuestra historia, nuestro porvenir y sobre nuestra memoria. Evidentemente el contexto político que hoy atraviesa nuestro país influyó en la decisión sobre la temática del año. Ya que como agentes culturales comprendemos y asumimos nuestra responsabilidad en la construcción de una sociedad pacífica.
Diferentes miembros del equipo organizador han dicho en ocasiones que el evento es un encuentro de lectores, ¿quieren apostarle a la formación de público en el Quindío?
Por supuesto. Más allá de hacer un evento de una semana, el Encuentro es un proceso que tiene una programación de más de 4 meses. El ciclo pedagógico busca formar las nuevas generaciones de lectores y escritores en el departamento. Y por supuesto, educar al público para ver, escuchar y vivir nuevas experiencias desde la literatura. En el ciclo literario, por ejemplo, muchos de los escritores que vienen visitan los colegios y conversan con los estudiantes que hicieron parte del proceso pedagógico y eso, en cierta medida, es hacer de la literatura algo al alcance de todos.
¿Qué esperan que quede en los asistentes después del Encuentro?
Que con la temática, los invitados y los eventos, se genere ese diálogo y esa reflexión que buscamos en torno a la literatura pero también a la relación de esta con el contexto histórico y político. Y por supuesto, que nuestros asistentes queden con ganas de participar el año que viene en una próxima versión.
¿Qué invitados vienen este año al Encuentro?, ¿dónde serán los eventos?
Tenemos una lista de invitados buenísima. Apróximadamente 36 invitados entre ellos, 2 internacionales gracias al apoyo del Festival Luna de Locos de Pereira, 26 invitados nacionales y 8 invitados regionales. Por mencionar algunos: Santiago Gamboa, Pablo Montoya, Andrés Felipe Solano, Carolina Sanín, Patricia Nieto, María Paulina Baena, Martha Bello, Daniel Ferreira, Iván Gaona, Miguel Torres, etc. La lista es larga.
Los eventos se realizarán en la Casa de la Cultura de Calarcá, en la Universidad Gran Colombia y EAM, en las bibliotecas de La Tebaida y Quimbaya, En la Crónica del Quindío, en el Hogar del Anciano en Calarcá, en la Penitenciaría de Calarcá, en el Museo Quimbaya, en la escuela de fotografía Contacto y en otros espacios de Caicedonia y Pijao. Para quienes hacemos el Encuentro es muy importante vincular a otros municipios del departamento a la programación, así como, a diferentes sectores de la sociedad. Nuestra programación fue diseñada con ese objetivo, en esa medida es que hemos invitado a participar en el Encuentro a otros procesos culturales que se desarrollan en el Quindío como el de la Fundación Cultural Carteros de la Noche en Quimbaya, o el Festival de Cine en las Montañas en Salento.
Las cartas de la ficción
Yeni Zulena Millán
Hoyos, José. (2016). Hilo de Araña. Colección de escritores pereiranos. Pereira. Instituto municipal de cultura y fomento al turismo. 119 páginas
Un solo movimiento y la resonancia se extiende entre países disímiles; entre personas acaso escépticas que atienden, sin advertirlo, al llamado de alguna conjetura. O de algún miedo. O de algún genio libresco con potestad de resolver o desmembrar sus sueños.
Hilo de araña se asoma a los ojos del lector como una ruleta cabalística de trece cuentos. Al reverso de la baraja están los ejercicios epistolares entre personajes, los libros que revelan pasadizos ocultos a otras secciones de la realidad, la ironía para deshabituar la literatura de los olimpos pretenciosos de la academia y la seriedad: obliga a poner el oído de nuevo en tierra para descubrir el rumor de agua que alimenta silentemente la ocasión y la casualidad.
“Correspondencia telúrica” parece decir que aquello que más fervientemente buscamos quizá no está a la vuelta de la esquina, sino dos casas después de esta: “Cualquier cosa era más interesante que ese libro. Un misterioso anciano que estaba sentado en la mesa de enfrente se me hizo más interesante que cualquier cosa” (p. 7). “Mujer araña” un título de cómic, sugerencia de una doble naturaleza, pone en el tablero a Celina y a Juanjo, dejándose palabras al borde del rompimiento marital. Ambos reaparecerán con nuevos aires en otros relatos: “Reina con miedo”, donde la reina es una Celina pretendidamente fortalecida, con conciencia del mundo desajustado, que bien conocen las que “trabajamos boca arriba” (p. 34); Juanjo, en “Rojo pedazo de relámpago”, como el escritor que testimonia las últimas palabras de un muchacho que decide ponerse “admirablemente en el piso de la calle, como una hoja seca” (p. 29).
“El señor Pedraza no tiene perdón” deja a la vista que el enemigo de todo un pueblo no es más que un santo lapidario; un arrepentido que se conforma con el desprecio porque la conmiseración sería un infierno despejado. “Blanco sobre negro” se desliza como un hombre por el pasaje del pensamiento: “Martín está mudo porque cuando la muerte habla, uno calla” (p. 44); lo auténticamente irresoluble no es verse obligado a abandonar la vida que se pensaba, sino cesar la lucha de pensarse en una vida “El mundo moderno está enfermo. La peor enfermedad la padece la gente normal: está completamente loca” (p. 47). “Alivio para Sonia” suelta la bala en la recámara y la pone a girar con la pregunta: ¿La literatura es la cura o es la enfermedad?
“El club del cómic” ofrece una respuesta evasiva: es un circo, un patio de recreo. Hoyos parece sugerir que lo literario no es lo que se define, sino lo que sucede: un relámpago en la médula, no un sermón sobre títulos apilados. También es la oportunidad para presentar a la tallerista “una señora templada y elegante” (p. 59) –de cerca emparentada, podría ser, con la señora Forbes – que aparecerá en el siguiente cuento, “Luz del Atrato”. Doña Lourdes, la tallerista de la Biblioteca municipal, la insufrible señora de la casa donde trabaja Luz, empecinada en humillarla, no se dará cuenta sino hasta que ella haya huido, de que los ricos, lo de su tipo, “no saben qué es bueno y qué es malo, solo se preocupan por decir qué es arte y qué no” (p. 72); aún más esclarecedor: deberá resolver el interrogante con que Luz mina la carta que le deja “¿Habrá algún grado de parentesco para la esposa del papá de mi bebé?” (p. 75).
“Perdomo” prosigue la historia iniciada con Sonia jugando con la posibilidad de que la literatura sea una enfermedad que nos trae a la vida. “Terminación del hombrecito”, “Historia nodriza” e “Hilo de araña” cierran la lúdica de los nombres, de los contrarios encontrados, de las previsiones imposibles. Hay, sin embargo, una terraza momentánea donde los personajes se detienen para decir lo que tal vez al lector pudiera escapársele: “La poesía derriba cuando palpita en el puño del poeta” (p. 107), “Prefiero ser filoso que filósofo” (p. 108), “Un finísimo hilo de araña une todo lo que tenga vida” (p. 114).
Al garete de la noche, insectos revoloteando, merodeando las páginas apetecibles que deja tramposamente a la intemperie José Hoyos, acerquemos la vista para leer la invitación: “ahí tienes pues una historia hecha de historias lúcidamente absurdas hasta casi competirle a la realidad” (p. 109).
Correspondencia abierta (VI)
Santo Domingo XI – XXVI – MMXVI
Recordado A. M.: Estoy junto a Cuba y Fidel ha muerto. Mis padres duermen mi hermana ha muerto.
Desde esta isla habré de remontar el trayecto a Bogotá y de ahí a la Ciudad de México para continuar con mis juicios y mis empresas. Todos estos kilómetros en unas cuantas semanas, intacto el imaginario que hago de tu viaje entre Amberes y Buenaventura.
Imagino tu Tramp Steamer, que cruzó las aguas de tu pluma frente a Costa Rica, imagino mi avión cayendo a la cita con las memorias de ese barco, cuando entre meridianos y paralelos, la geografía nos dé encuentro.
Álvaro, debo decirte que parte de mi fracaso como escritor se lo endilgo a no haberte conocido. Y algo más: tengo diez años cargando este libro tuyo que he regalado igual número de veces y del cual nunca me atreví –hasta ahora–, a pasar de la página 200; no quería agotarlo, no quería quedarme sin este libro tuyo que ha sido un mapa, una almadía del alma mía. Una vez hace años en Bogotá, un hijo tuyo me dijo que tú decías “viajar es la única forma digna de vivir”, yo he viajado con tu libro, volviendo a él, como intentando allí una pequeña patria entre mi exilio.
Maqroll, ¿de dónde saca uno fuerzas, para avanzar en las empresas de leche amarga y sin sentido en que la vida nos empeña? ¿De la poesía tal vez? Tendré que preguntarle a tu amigo Álvaro Mutis.
Álvaro, yo he caminado por la Ciudad de México buscando tu casa, pero nadie me dice dónde queda y le he preguntado a un par de burócratas si saben dónde te enterraron o dónde están tus cenizas, nadie da razón de ti. A lo mejor no hubiera tenido el valor de tocar la puerta, o ahora de visitar la tumba. Y yo que también le hice el amor a Flor Estévez en uno de esos caminos cruzados entre la nada y lo mismo durante tantos años.
Adentro tus ojos Álvaro Mutis, adentro del paisaje, de los colores, de todo lo que se ha hecho olvido y que tú conviertes en materia precisa de la poesía; adentro tú en los días que nos tocan, que pasan como un leve viento que nada parece alterar, pero que todo lo cambia para siempre. La noticia de la muerte de tu padre, adentro tuyo, adentro de lo que crecía como fiera en tu interior, y tú encontrando un más allá, un más adentro, certificando que el lenguaje le hace un frágil mas bello dique a la angustia de estar vivos. El riel que soporta el paso de los hombres, el tren que no tiene pasado, y que, cuando detenido parece morir, sólo está aguardando un nuevo mundo, con las voces que retiene en el interior de todas sus habitaciones. Las hojas vejadas por las aristas del tren, las montañas que atestiguan el paso vacuo de los hombres, las montañas que nos ha provocado esta forma se ser y no ser al mismo tiempo, las montañas que emergieron desde la quintaesencia del planeta, para ampararnos en su contemplación, como las montañas que emulan ciertos cuerpos, sodomizados en la guardia de la muerte, las montañas colombianas, que extienden el agua como serpiente que habrá de lavar las sangre de otros cuerpos.
Una vez hace muchos años, cuando todavía a la capital de la república mexicana se le conocía como el D.F., en mi primera visita, no quise visitar los sitios de peregrinación que recomienda todo el mundo en esa ciudad de piedra que ambos conocemos. Mi primer, mi único destino allí fue el Palacio Negro de Lecumberri donde nació Maqroll, a quien va dirigida la mitad de esta misiva. Allá recordé de nuevo a tu hijo, quien décadas atrás te visitó allí y quien en Bogotá me habló de la similitud que tenía nuestra Imprenta Nacional, con ese edificio carcelario al cual asistió siendo niño. Allí te busqué entre los anaqueles de libros, de esa cárcel que ahora funge como el Archivo General y Público de la Nación, y repasé una por una las mazmorras, una por una las crujías de entonces, imaginando tus pasos por allí. Y solo encontré amargo silencio; las paredes blancas adornadas con fotos de La batalla de Puebla, no revelaron la angustia que viví al repasar tus diarios que no tus días, que no tus noches. Y más tarde en su casa, agoté las memorias que Elena Poniatowska tenía de aquellos meses en que tú voz retumbaba su nombre en las instalaciones del presidio.
Y de Manizales a la Romana, y de Amberes a Buenaventura y del lago Pátzcuaro a esos ranchos, donde disuadido del estudio en Bogotá, en tu adolescencia quisiste engañar a los mexicanos haciéndote pasar por pariente de Juárez con tu acento que se encubría de jarocho. Y desde tu solar, de los libros del Malraux a los de Jorge Eduardo Eieslson y a la casa de Juan Sánchez Peláez en Caracas y de aquí para allá y de allá hacia ningún lugar, y siempre el mismo, en una búsqueda Mutis de Maqroll y Álvaro de esa infancia irrecuperable en Coello.
Esta tarde en el Caribe, el sol gana la epidermis del mar y me ciñe la noche tibia, en tanto quedan menos páginas de la saga con cada vuelta de reloj, pero esta vez ya no puedo detenerme. Una herida se cierra al paso del libro, una herida se acerca al término del mismo y se agiganta, no es contradicción, es un mapa que el cuchillo distrae para sorprender de nuevo.
Como débil consuelo, en México me espera otro libro tuyo que esa ciudad me regaló, en una de sus calles, “una calle como tantas, con sus tiendas de postales y artículos para turistas…”, un libro impreso por Gonzalo García Barcha –el hijo de tu amigo el escritor–, el día 3 de noviembre de 1986. Esa copia ahora aguarda por mi entronada entre los trozos del “pozo cegado” de mi exilio.
En tanto me desplazo de regreso a México, por estas calles de antigua piedra y renovado placer, sé que he encontrado una esquina aquí en Santo Domingo, en la Primera Ciudad del Nuevo Mundo, donde me suspendo para acariciar tus memorias, desde aquí donde tengo una ventana al mar y otra a tu obra, amén de la desasosegada certeza de lo que cuesta Maqroll Mutis dar el próximo respiro cuando se acabe tu libro.
Larry Mejía
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