Bogotá, 07 de septiembre de 2017.
Señor Graham Greene:
Tal vez usted no lo sabe, pero sus obras literarias me acompañan desde que yo era un adolescente. Lo mismo me pasó con Mark Twain, pero la diferencia entre usted y Twain, es que a él lo abandoné por mucho tiempo, y con usted he estado firme durante todos estos años. Por eso hoy me atrevo a escribirle esta carta, para contarle una anécdota especial con el primer libro suyo que leí. Monseñor Quijote.
Llegué a ese libro porque mi padre, tal vez viéndome perder entre las revistas de moda en los años 90 o en la televisión que solo emitía dos canales, decidió prestarme esa novela suya: una edición de Emecé que ya tenía los años inscritos en el color amarillo-tiempo de sus hojas, y en la portada que estaba a punto de caerse del libro, como la hoja seca de un árbol. Decidí leerla porque la vi corta, con pocas páginas en su interior, pero antes, con cinta y pegante organicé la portada y le volví a dar vida, para que encabezara de nuevo la historia que empezaría a leer.
Entonces, cuando tomé su novela, no la volví a soltar hasta el otro día, al llegar a la contraportada que también sufría por los avances del tiempo. Y con usted, me di cuenta de que el humor, como el de Guareschi que lo leí después, es una manera especial de hacer literatura. En ese libro suyo, encontré la magia que usted le puso a las palabras que logran crear imágenes y humor en una sola línea. Recuerdo mis risas y mis sonrisas todo el tiempo, sosteniendo la novela con suavidad, para que no sufriera más con mis manos que la tocaban.
Luego de terminar el libro, le agradecí a mi padre y se lo devolví. Él me dijo que me quedara con su obra, señor Greene, pero yo insistí en que no, le dije que esa joya era mejor que quedara en sus manos. Así que él tomó el libro y lo volvió a acomodar en su biblioteca.
Y usted siguió acompañándome en mi vida, por mis ojos pasaron Nuestro hombre en la Habana, El décimo hombre, El agente confidencial y El americano impasible. Por supuesto, he dejado reposar su obra, porque, como con una buena cena, se disfruta al máximo cada bocado antes de que se acabe…
Después de muchos años, tal vez 20, en el 2008, cuando mi padre murió, de las primeras cosas que hice fue buscar su Quijote, señor Greene, en la biblioteca de mi papá, pero no lo encontré. Lo había visto tanto tiempo en el mismo lugar, que puse mis ojos allí mismo, pero encontré otro título que ahora no recuerdo. Y lo busqué por toda la biblioteca, por todo el cuarto desolado de mi viejo, por la sala, por las demás alcobas, inclusive revisé la mía, pensando que tal vez el libro había vuelto a mí, como un regalo póstumo de mi padre, volando por toda la casa hasta posarse en mi biblioteca, así como en las navidades, cuando imaginaba que los regalos volaban por encima del pesebre para posarse al pie de mi cama la mañana del 25 de diciembre. Pero no encontré nada, y me puse triste. Pensé que estaba mal que esa obra suya tan especial se fuera sin avisar, como mi papá.
Eran dos perdidas. La de mi padre y la suya, señor Greene.
Pero la vida, a veces, tiene una manera especial de traer sorpresas. En diciembre del 2010 viajé a Argentina a acompañar a mi novia de esos días, a una serie de diligencias que tenía que hacer de la maestría que había hecho allí. Y uno de esos domingos del viaje fuimos al “mercado de las pulgas” a San Telmo, en Buenos Aires, y empecé a ver la mercancía que la gente ofrecía: vi gorras, bombillas, mate, imanes para la nevera, libros, discos, afiches, bufandas, vasijas de cobre… y volví a los libros y me dediqué a sacar unos que estaban acomodados en una caja blanca de plástico, encima de una mesa. Miraba uno a uno, sin mucho interés, hasta que encontré, casi al final, como un regalo que le esconde el novio a la novia detrás de la espalda, una versión vieja Emecé de Monseñor Quijote. No era la misma de mi padre, porque la portada estaba aún aferrada a las hojas. Pero era usted, señor Greene, que había vuelto a mí, en una especie de resurrección. En ese instante le conté la historia a mi novia, a la señora que me vendió el libro, y a mí mismo, porque ninguno de los tres creía lo que estaba pasando.
Regresamos a Colombia días después de Navidad, y entonces vi volar mi regalo por encima de las montañas de los Andes, y aterrizar a mi biblioteca, para que le hiciera compañía a los demás Graham Greene, señor Greene, que tengo aquí conmigo.
Se despide sin más que contarle, por ahora, un admirador y fiel lector suyo.
Jerónimo García Riaño
Comparto de corazón estas lineas....Greene llego a mi gusto por mi abuelo..gran lector. Con el y otros tesoros se confirma un pensamiento de Borges...imagino también el paraiso como una especie de biblioteca.
ResponderEliminarUn abrazo, mi querida Valentina, gracias por leer este texto. Me alegra que también
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