Pablo Di
Marco
Tantas veces me han pedido mi opinión
sobre temas de los que no tengo la menor idea, tantas veces me han pedido que
escriba artículos sobre cuestiones inverosímiles… Hoy podré darle un respiro a mi inutilidad.
¿Por qué? Porque los amigos de Revista Corónica quieren saber cuáles son mis
cinco poemas favoritos que giren en torno a Buenos Aires. No se me ocurre
trabajo más sencillo y grato. Podría nombrar cincuenta. Buenos Aires transpira
literatura. En cada esquina, farol y empedrado se esconde la huella de algún
poema, cuento o novela. No nombraré a los mejores, nombraré a los más queridos,
a esos que viajan siempre conmigo, esos que recito y tarareo sin siquiera
pensarlo.
“Setenta balcones y ninguna flor” de Baldomero
Fernández Moreno
Este
poema eclipsó al resto de la obra de Baldomero Fernández. ¿Cuál es su secreto? Intuyo
que una irresistible alquimia de encanto, inocencia y sencillez. A lo que
debemos sumarle el eterno debate en torno a qué edificio es destinatario del
poema (¿el que ocupa toda la esquina de Corrientes y Pueyrredón, tal vez?).
Como fuere, tras su publicación jamás hubo balcón de Buenos Aires al que se le
perdone el pecado de la desnudez.
Setenta balcones hay en esta casa,
setenta balcones y ninguna flor.
¿A sus habitantes, Señor, qué les pasa?
¿Odian el perfume, odian el color?
La piedra desnuda de tristeza
¡dan una tristeza los negros balcones!
¿No hay en esta casa una niña novia?
¿No hay algún poeta lleno de ilusiones?
¿Ninguno desea ver tras los cristales
una diminuta copia de jardín?
¿En la piedra blanca trepar los rosales,
en los hierros negros abrirse un jazmín?
Si no aman las plantas no amarán el ave,
no sabrán de música, de rimas, de amor.
Nunca se oirá un beso, jamás se oirá un clave...
¡Setenta balcones y ninguna flor!
setenta balcones y ninguna flor.
¿A sus habitantes, Señor, qué les pasa?
¿Odian el perfume, odian el color?
La piedra desnuda de tristeza
¡dan una tristeza los negros balcones!
¿No hay en esta casa una niña novia?
¿No hay algún poeta lleno de ilusiones?
¿Ninguno desea ver tras los cristales
una diminuta copia de jardín?
¿En la piedra blanca trepar los rosales,
en los hierros negros abrirse un jazmín?
Si no aman las plantas no amarán el ave,
no sabrán de música, de rimas, de amor.
Nunca se oirá un beso, jamás se oirá un clave...
¡Setenta balcones y ninguna flor!
Jorge Luis Borges, “Fundación mítica de
Buenos Aires”
Borges, Borges, Borges… ¿Podemos obviar a Borges? No, no podemos; y
tampoco queremos. Los versos y cuentos de Borges no dejaron esquina de Buenos
Aires sin atravesar, al punto que aun quienes jamás se interesaron por su obra
reconocen aquellos versos que dicen que “… a mí se me hace
cuento que empezó Buenos Aires: La
juzgo tan eterna como el agua y el aire”.
¿Y fue por este río de sueñera y de barro
que las proas vinieron a fundarme la patria?
Irían a los tumbos los barquitos pintados
entre los camalotes de la corriente zaina.
Pensando bien la cosa, supondremos que el río
era azulejo entonces como oriundo del cielo
con su estrellita roja para marcar el sitio
en que ayunó Juan Díaz y los indios comieron.
Lo cierto es que mil hombres y otros mil arribaron
por un mar que tenía cinco lunas de anchura
y aún estaba poblado de sirenas y endriagos
y de piedras imanes que enloquecen la brújula.
Prendieron unos ranchos trémulos en la costa,
durmieron extrañados. Dicen que en el Riachuelo,
pero son embelecos fraguados en la Boca.
Fue una manzana entera y en mi barrio: en Palermo.
Una manzana entera pero en mitá del campo
presenciada de auroras y lluvias y sudestadas.
La manzana pareja que persiste en mi barrio:
Guatemala, Serrano, Paraguay, Gurruchaga.
Un almacén rosado como revés de naipe
brilló y en la trastienda conversaron un truco;
el almacén rosado floreció en un compadre,
ya patrón de la esquina, ya resentido y duro.
El primer organito salvaba el horizonte
con su achacoso porte, su habanera y su gringo.
El corralón seguro ya opinaba Yrigoyen,
algún piano mandaba tangos de Saborido.
que las proas vinieron a fundarme la patria?
Irían a los tumbos los barquitos pintados
entre los camalotes de la corriente zaina.
Pensando bien la cosa, supondremos que el río
era azulejo entonces como oriundo del cielo
con su estrellita roja para marcar el sitio
en que ayunó Juan Díaz y los indios comieron.
Lo cierto es que mil hombres y otros mil arribaron
por un mar que tenía cinco lunas de anchura
y aún estaba poblado de sirenas y endriagos
y de piedras imanes que enloquecen la brújula.
Prendieron unos ranchos trémulos en la costa,
durmieron extrañados. Dicen que en el Riachuelo,
pero son embelecos fraguados en la Boca.
Fue una manzana entera y en mi barrio: en Palermo.
Una manzana entera pero en mitá del campo
presenciada de auroras y lluvias y sudestadas.
La manzana pareja que persiste en mi barrio:
Guatemala, Serrano, Paraguay, Gurruchaga.
Un almacén rosado como revés de naipe
brilló y en la trastienda conversaron un truco;
el almacén rosado floreció en un compadre,
ya patrón de la esquina, ya resentido y duro.
El primer organito salvaba el horizonte
con su achacoso porte, su habanera y su gringo.
El corralón seguro ya opinaba Yrigoyen,
algún piano mandaba tangos de Saborido.
Una cigarrería sahumó como una rosa
el desierto. La tarde se había ahondado en ayeres,
los hombres compartieron un pasado ilusorio.
Sólo faltó una cosa: la vereda de enfrente.
A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires:
La juzgo tan eterna como el agua y el aire.
el desierto. La tarde se había ahondado en ayeres,
los hombres compartieron un pasado ilusorio.
Sólo faltó una cosa: la vereda de enfrente.
A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires:
La juzgo tan eterna como el agua y el aire.
“Sur” de Homero Manzi
Son muchos los grandes poetas que han escrito letras de tango. El mayor
de ellos tal vez sea Homero Manzi, y su obra cumbre es “Sur”, un recorrido
melancólico por una Buenos Aires que ya no existe. Una ciudad de ferrocarriles,
almacenes, herrerías y zanjones que Manzi describe como escenario de una
historia de amor veinteañero que no termina de revelarse.
Un último agregado que marca la grandeza de este tango: alguna vez Ernesto
Sábato confesó que entregaría toda su obra a cambio de poder ser el autor de
“Sur”.
San Juan y Boedo antiguo y todo el
cielo,
Pompeya y, más allá, la inundación,
tu melena de novia en el recuerdo,
y tu nombre flotando en el adiós...
La esquina del herrero barro y pampa,
tu casa, tu vereda y el zanjón
y un perfume de yuyos y de alfalfa
que me llena de nuevo el corazón.
Sur... paredón y después...
Sur... una luz de almacén...
Ya nunca me veras como me vieras,
recostado en la vidriera
y esperándote,
ya nunca alumbraré con las estrellas
nuestra marcha sin querellas
por las noches de Pompeya.
Las calles y las lunas suburbanas
y mi amor en tu ventana
todo ha muerto, ya lo sé.
San Juan y Boedo antiguo, cielo perdido,
Pompeya y, al llegar al terraplén,
tus veinte años temblando de cariño
bajo el beso que entonces te robé.
Nostalgia de las cosas que han pasado,
arena que la vida se llevó,
pesadumbre del barrio que ha cambiado
y amargura del sueño que murió.
Sur... paredón y después...
Sur... una luz de almacén...
Pompeya y, más allá, la inundación,
tu melena de novia en el recuerdo,
y tu nombre flotando en el adiós...
La esquina del herrero barro y pampa,
tu casa, tu vereda y el zanjón
y un perfume de yuyos y de alfalfa
que me llena de nuevo el corazón.
Sur... paredón y después...
Sur... una luz de almacén...
Ya nunca me veras como me vieras,
recostado en la vidriera
y esperándote,
ya nunca alumbraré con las estrellas
nuestra marcha sin querellas
por las noches de Pompeya.
Las calles y las lunas suburbanas
y mi amor en tu ventana
todo ha muerto, ya lo sé.
San Juan y Boedo antiguo, cielo perdido,
Pompeya y, al llegar al terraplén,
tus veinte años temblando de cariño
bajo el beso que entonces te robé.
Nostalgia de las cosas que han pasado,
arena que la vida se llevó,
pesadumbre del barrio que ha cambiado
y amargura del sueño que murió.
Sur... paredón y después...
Sur... una luz de almacén...
Los invito a redondear la lectura de semejantes versos escuchando el
tango. Cierren los ojos y trasládense a un cabaret de los tantos que
engalanaban las noches de la Buenos Aires de 1948. Con letra de Homero Manzi,
música de Pichuco Troilo y voz de Edmundo Rivero… “Sur”.
“El café de San Telmo” de Fermina Ponce
La historia de amor que une a los artistas extranjeros con Buenos Aires
pareciera ser eterna como el agua y el aire. Es como si nuestra ciudad
adorase vestirse con sus mejores luces a la hora de seducir a todo poeta que la
visite. Había pensado en los versos de “Con la frente marchita” de Joaquín
Sabina pero a último momento opté por el homenaje que la colombiana Fermina
Ponce le dedicó al barrio de San Telmo y a su mítico Bar Dorrego, esa esquina
de pisos ajedrezados que Borges y Sábato escogieron para sus recordados
diálogos.
En la Plaza Coronel Manuel Dorrego,
el domingo en plena feria,
en una taza gruesa y blanca,
me bebí las mejores palabras, saboreé
los más dulces silencios,
y aún tengo impregnado el aroma
del profundo Río de la Plata.
Cinco abanicos giraban en el techo,
pisos de ajedrez rallado imperfecto,
luces amarillas cansadas iluminaban
todos y cada recuerdo,
de las voces y líneas
de Gardel, Sábato y Borges.
Las botellas de coñac, vino y ginebra
se estremecían sobre estantes del
tiempo,
mientras esa voz profunda y porteña me
sonaba
a tango,
a milonga…
Era una historia llena de secretos,
de hombres con sombrero,
traje y tacón,
en su espacio clandestino,
acompañados por los quejidos
de un bandoneón.
Las mesas de madera desgastada,
nombres,
juramentos
y adioses
sostenían dignamente las copas y tazas;
con secretos, confesiones de amores
e historias
impresos en ese salón.
Las sillas musicales por los años
bailaban a destiempo con achaques,
y aunque no entendía su ritmo,
las adoraba por su aroma y color.
¡Cómo no extrañar ese café en San
Telmo!,
si aún me sabe a historia con gritos de
jóvenes;
a poesía escrita a pulso y a besos;
por los que bailaron solos,
cantaron acompañados con todo lo que
tenían
y se fueron sin avisar.
“Balada para un loco” de Horacio Ferrer
Si hablamos de poesía y Buenos Aires no puedo evitar tararear melodías
de decenas de tangos. Y entre tantos tangos que enaltecen a la Reina del Plata hay
muy pocos que me enamoren tanto como los versos de “Balada para un loco” de
Horacio Ferrer. Versos a los que la música de Astor Piazzola y la voz de
Roberto Goyeneche elevaron a himno informal (e inmortal) de una Buenos Aires de
locos, gorriones y lunas que ruedan por cualquier esquina. Versos que, cuando
estoy en el extranjero, me recuerdan que a pesar de mucho andar yo no soy otra
cosa más que porteño, que yo no pertenezco a otro lugar que no sean las calles
de Buenos Aires que tienen ese… qué se yo, ¿viste?
Las tardecitas de Buenos Aires tienen ese
qué sé yo, ¿viste?
Salgo de casa por Arenales, lo de siempre en la calle y en mí,
cuando de repente, detrás de ese árbol, se aparece él,
mezcla rara de penúltimo linyera y de primer polizonte
en el viaje a Venus. Medio melón en la cabeza,
las rayas de la camisa pintadas en la piel,
dos medias suelas clavadas en los pies,
y una banderita de taxi libre en cada mano...
Parece que sólo yo lo veo, porque él pasa entre la gente
y los maniquíes me guiñan, los semáforos me dan tres luces celestes
y las naranjas del frutero de la esquina me tiran azahares,
y así, medio bailando, medio volando,
se saca el melón, me saluda, me regala una banderita
y me dice adiós.
Ya sé que estoy piantao, piantao, piantao,
no ves que va la luna rodando por Callao
y un coro de astronautas y niños con un vals
me baila alrededor...
Ya sé que estoy piantao, piantao, piantao,
yo miro a Buenos Aires del nido de un gorrión;
y a vos te vi tan triste; vení, volá, sentí,
el loco berretín que tengo para vos.
Loco, loco, loco, cuando anochezca en tu porteña soledad,
por la ribera de tu sábana vendré, con un poema
y un trombón, a desvelar tu corazón.
Loco, loco, loco, como un acróbata demente saltaré,
sobre el abismo de tu escote hasta sentir
que enloquecí tu corazón de libertad, ya vas a ver.
Y así el loco me convida a andar
en su ilusión súper-sport,
y vamos a correr por las cornisas
con una golondrina por motor.
De Vieytes nos aplauden: Viva, viva...
los locos que inventaron el amor;
y un ángel y un soldado y una niña
nos dan un valsecito bailador.
Nos sale a saludar la gente linda
y el loco, pero tuyo, qué sé yo, loco mío,
provoca campanarios con su risa
y al fin, me mira y canta a media voz:
Quereme así, piantao, piantao, piantao...
trepate a esta ternura de loco que hay en mí,
ponete esta peluca de alondra y volá, volá conmigo ya:
vení, quereme así piantao, piantao, piantao,
abrite los amores que vamos a intentar
la trágica locura total de revivir,
vení, volá, vení, tra...lala...lara...
Salgo de casa por Arenales, lo de siempre en la calle y en mí,
cuando de repente, detrás de ese árbol, se aparece él,
mezcla rara de penúltimo linyera y de primer polizonte
en el viaje a Venus. Medio melón en la cabeza,
las rayas de la camisa pintadas en la piel,
dos medias suelas clavadas en los pies,
y una banderita de taxi libre en cada mano...
Parece que sólo yo lo veo, porque él pasa entre la gente
y los maniquíes me guiñan, los semáforos me dan tres luces celestes
y las naranjas del frutero de la esquina me tiran azahares,
y así, medio bailando, medio volando,
se saca el melón, me saluda, me regala una banderita
y me dice adiós.
Ya sé que estoy piantao, piantao, piantao,
no ves que va la luna rodando por Callao
y un coro de astronautas y niños con un vals
me baila alrededor...
Ya sé que estoy piantao, piantao, piantao,
yo miro a Buenos Aires del nido de un gorrión;
y a vos te vi tan triste; vení, volá, sentí,
el loco berretín que tengo para vos.
Loco, loco, loco, cuando anochezca en tu porteña soledad,
por la ribera de tu sábana vendré, con un poema
y un trombón, a desvelar tu corazón.
Loco, loco, loco, como un acróbata demente saltaré,
sobre el abismo de tu escote hasta sentir
que enloquecí tu corazón de libertad, ya vas a ver.
Y así el loco me convida a andar
en su ilusión súper-sport,
y vamos a correr por las cornisas
con una golondrina por motor.
De Vieytes nos aplauden: Viva, viva...
los locos que inventaron el amor;
y un ángel y un soldado y una niña
nos dan un valsecito bailador.
Nos sale a saludar la gente linda
y el loco, pero tuyo, qué sé yo, loco mío,
provoca campanarios con su risa
y al fin, me mira y canta a media voz:
Quereme así, piantao, piantao, piantao...
trepate a esta ternura de loco que hay en mí,
ponete esta peluca de alondra y volá, volá conmigo ya:
vení, quereme así piantao, piantao, piantao,
abrite los amores que vamos a intentar
la trágica locura total de revivir,
vení, volá, vení, tra...lala...lara...
Y para quien quiera
terminar la lectura de este listado caprichoso escuchando la canción, acá dejo
el enlace, para así, medio bailando y
medio volando, volverse piantao, piantao.
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