Por: Angélica Hoyos Guzmán
Es una tarea de canonistas escoger sólo cinco, sobre todo interpretando una definición de algo que aún se escapa de los más eruditos y sofisticados pensamientos ¿Qué es poesía? Me han pedido seleccionar cinco poemas del Magdalena colombiano y más allá de la filiación de esta tierra, me preocupa dejar por fuera algo o mucho dentro de mis preferencias. Por eso me remitiré al más común de todos los filtros, el de la publicación, o el más cercano que tengo, el de los libros que me han regalado y que son de poetas nacidos o adoptados por el Magdalena. Dejaré por fuera las fotos de Leo Matiz, aunque me parecen poesía pura; también se irá de este apartado “La piragua” que me lleva lugares de mi infancia y los más recónditos paisajes. Tendré que nombrar en lo que dejo a los decimeros del Departamento del Magdalena, quienes aún hoy cantan sus historias de la rivera. Es un acto de total injusticia escoger cinco poemas.
Pero aquí voy a poner orden a mis afectos, a veces es necesario, no puede ser de otro modo con la poesía. Sepan los lectores que esta elección es bien subjetiva y obedece a tal criterio que es el de la publicación y un poco el del interés personal y académico que tengo por los problemas sociales, por la geografía que ha sido marcada con una violencia arrasadora como: “una hojarasca revuelta, alborotada, formada por los desperdicios humanos y materiales de los otros pueblos; rastrojos de una guerra civil que cada vez parecía más remota e inverosímil. La hojarasca era implacable. Todo lo contaminaba de su revuelto olor multitudinario, olor de secreción a flor de piel y de recóndita muerte.” (García Márquez, La hojarasca).
Apelando a mis recuerdos, el primer poema del Magdalena que conocí fue a través del Taller Literario de la Universidad del Magdalena. Comenzando el primer semestre del pregrado el profesor Martiniano Acosta, también poeta y escritor, me invitó a participar de reuniones en el que llamábamos “El cuartico de la palabra”, un grupo de encuentro semanal donde compartíamos té, literatura y galletas. El taller llevaba el nombre del poeta “Gregorio Castañeda Aragón” (1884-1960) conocido también como “El poeta del mar”. Destaco su poema Mar, en este noto una apuesta poética adelantada a sus contemporáneos, donde se presentan imágenes vanguardistas, incluso algunos matices del realismo sucio, una poética que ya rompía con la tradicional poesía de su época, más que como el realismo mágico, con que siempre se lee todo lo escrito en la costa caribe colombiana.
Visitando los libros de mi biblioteca, me encontré entre los anaqueles a dos libros de Clemencia Tariffa (1959-2009), nacida en Codazzi, ciudadana Samaria desde muy temprana edad. Una poeta cuya escritura erótica es digna de los paisajes y escenarios en los cuentos de las “Mil y una noches.” Además de que es difícil escoger cinco poemas, me resulta más difícil aún escoger uno solo de cada autor, en el caso de la poeta propondría la lectura de su poema “Pluma”. La vida de Clemencia es conmovedora, su estigmatización y señalamiento a causa de una enfermedad mental merecen siempre una reflexión, pues incluso se la olvida dentro de las antologías cuando se habla de poesía colombiana. Por ello recomiendo también el trabajo de Hernán Vargas Carreño, otro poeta de Zapatoca-Santa marta- Bogotá, quien ha trabajado por hacer visible la poesía en y desde Santa Marta. Deben leer el libro “Difícil hablar de las sombras. -Poesía reunida- Clemencia Tariffa.” Bellamente editado por Ediciones Exilio.
El tercer poema es de una poeta contemporánea admirable, se trata de Annabell Manjarrés Freyle (1985). Ella, con su estética felina, es una gran escritora, su proyecto literario incluye la crónica periodística y la novela gráfica, una poeta creativa y muy amplia y generosa con su trabajo estético, recomiendo su poema “Noche para deambular”. De su obra me gustan más poemas, pero tengo que asumir la injusticia de escoger solo uno, además me gusta el cuento que le mereció el primer premio en el Concurso de Cuento El Túnel, el cual se titula “El hombre en su jaula”. Difícil quedarse en un género sin pensar en los desplazamientos que propone un autor en su obra.
Los dos últimos poemas que quiero resaltar hacen parte del registro de esa violencia colombiana en donde nuestro departamento ha tenido desafortunadamente una huella indeleble. Quiero destacar en esta línea el “Poema inicial” de Adolfo Ariza Navarro (1962), el cual pertenece a su libro “Regresemos a que nos maten amor”, un poemario que cuenta, a través del afecto intenso del dolor y la sobrevivencia, la forma en que fue desplazado el pueblo de “La Avianca” un municipio cercano a Fundación. Es difícil no pasar por este poema sin que pensemos en todos las historias de sus habitantes, sin que vivamos la experiencia de la guerra y nos condolamos, nos empaticemos con quienes la vivieron.
Por último, más no es un cierre definitivo, pues se me quedan por fuera varios poemas y poetas, quiero destacar el poema “A la poesía” dedicado a la memoria de otro poeta asesinado durante la época más violenta del llamado conflicto armado colombiano, Julio Daniel Chaparro. El poema lo escribió Fernando Linero (1957), un samario en “La nevera”, como llamamos los costeños a Bogotá, quien desde allí se dedica a la música y a la poesía. Es necesaria esta mención en mi selección, no sólo por que logra cautivarme con su libro “La risa del saxo y otros poemas” sino porque muchas veces a los poetas provincianos nos corresponde el exilio precisamente para lograr mayor oportunidad de educación literaria, de trabajo, de otras cosas que nuestro Magdalena no nos puede dar por su eterna sumisión ante la pobreza, la desigualdad y la corrupción que deja todo en cenizas. Entonces hay que destacar que si bien no son pocos los poetas del Magdalena, destacar algunos de ellos, me ha hecho pensar en la dificultad de la escritura en esta tierra, en la rareza de quienes nos comprometemos con la palabra.
Agradezco esta solicitud, pues la poesía del Magdalena se pierde, se escurre, entre los nombres errantes que nacen en un lugar pero son de otros, o son de todos, en la impertenencia tal vez, en la necesidad de transitar, como somos los pajareros provincianos. Debo decir que se me quedan por fuera poemas de otros autores errantes como el de Teobaldo Noriega, el del gran escritor José Luis Díaz-Granados quienes también tienen un gran camino recorrido en la escritura y una obra a la que hay que volver, pero el corto e injusto espacio que se me ofrece para hablar de poetas del Magdalena no me permite incluir poemas suyos, sin embargo no puedo dejar de recomendar la lectura de sus obras. Así como se me escapan también muchos poetas jóvenes que hoy en día escriben desde el Magdalena, añorando los tiempos de la Biblioteca de Poesía que llevaba el nombre de uno de nuestros poetas “Oscar Delgado”. Así lo escuchan los muchachos de nosotros los que fuimos allí a la antigua Casa de la Cultura, hoy Centro Cultural San Juan de Nepomuceno, a disfrutar del raro oficio de lectores de poesía. Ojalá sirva esta nota también para contagiar a más lectores de la poesía magdalenense.
Mar
(Gregorio Castañeda Aragón)
Mar de vidrio, mar de vidrios rotos,
este mar
de esta costa.
Las gaviotas
se rompen las alas
en las botellas verdes,
rotas,
de la taberna
del mar.
Vidrios
del Cantábrico,
vidrios
del golfo de México,
catástrofe
de bar.
Pluma
(Clemencia Tariffa)
La plaza vieja
de hojas secas, campanas;
palomas y gorriones se aplacan
con el agua de la noche.
¡Hum! Qué lindo es mirarlo de madrugada.
Qué delicia en sus brazos
ser la pluma encarcelada.
Qué bello es despertar
y pensar inmediatamente
que volverá íntegro
de mi boca roja.
Noche para deambular
(Annabell Manjarés Freyle)
I
Óiganme ustedes
los seres detrás de la pared,
una coraza de tiempo y salitre
los imposibilita.
Acaricio la apariencia rasposa del ser pared
y acerco mi oído al colosal que conforma
esta calle sonámbula
donde los gatos maúllan
como hijos tristes,
donde un murmullo sobrenatural
hace temblar a la tierra.
Es que antes de ser arrancada
ya la arena gritaba,
y no ha habido piedra o moldura
que calme su sollozo.
Mi mano que acaricia
dialoga con los muros de hoteles restaurados.
Con este portón que esconde la sombra
y el helar de la noche,
y con esta ventana de alma colonial enjaulada
que solo desea desaparecer.
Aquello que fue arena de rio,
hoy es solo una moldura muerta.
Que en paz descanse con quienes
una vez la levantaron.
II
Seres detrás de la pared,
se han agrietado con el dolor del agua.
Se poblaron de vientos conocidos.
Un vaho extranjero les regaló la noche y el azar.
Se me vinieron encima las capas de pintura
que intentaron ocultar los murmullos
de paredes que no saben que murieron,
porque solo los vivos pueden irse
para siempre.
Poema inicial
(Adolfo Ariza Navarro)
Ahora que Dios hace la siesta,
y los poetas están dormidos,
voy a iniciarme en un poema.
Hablaré un poco de la vida
la soledad, el recuerdo y el olvido,
los pequeños odios, las mínimas tristezas.
Obviaré a Bart Simpson, el Fondo Monetario,
Bojayá, Bagdad; la pequeña Maggi,
James Cameron, la franja de Gaza, Osama Bin Laden.
No diré nada del sur, de los inquilinos de palacio, las minas quiebrapatas, el gran puente, el
gran río, y sus riveras –foco indiscutible de plagiarios y plagiados-. ¡Al carajo la fiesta!, el
progreso cómodo, el buen vivir, la súbita algarabía: Les hablaré de los míos.
Empecemos por “Fabián”, el paramilitar que vigila, galil en mano, desde la torre de la
iglesia.
Abajo, en la cancha de fútbol, en medio de un sol abrasante, el pueblo inerme, desastrado:
Samuel Ortiz, Pablo Jiménez, el Flaco Arturo, “Burrito Guapo”, Leonor Martínez (la
cantinera), Juancho Arena (matarife y tendero), Álvaro José, Víctor Ternera, “Pata e`
hierro”…treinta y uno, treinta y dos, treinta y tres…treinta y seis personas reunidas,
alineadas en medio de la nada. Algunas de ellas hacen parte de la lista que traen consigo
los nuevos sepultureros. Estos, sin prisa, sin hacer caso del sol, la sofocación, afilan la
navaja. Preparan el acero.
Al flaco Arturo lo separan del grupo, le juntan las manos y le colocan las esposas. Nicolás
Orozco siente el calor, el sudor que desciende por los cuerpos; clama al cielo. A su tocayo
Nicolás Elías lo escogen para seguir leyendo la lista. Dice mi nombre, el de la Yija y el de
mi mujer.
¿Cuánto pesa una bala dentro del cuerpo?
Algunos en el grupo se lo preguntan.
Alcides extraña los viejos métodos:
El machetazo franco, el corte de franela,
la guillotina, la vieja horca.
Se escucha el primer disparo: la muerte con su presencia justa, puntual. El paramilitar que
se desgaja de la torre de la iglesia destroza con su cuerpo las láminas del techo y se
desparrama en el altar. Magali Peña lanza un alarido. Javier me abraza. Suenan otros
disparos. El desconcierto total.
Todos corren por el peladero de la cancha de fútbol. Nadie atina a adivinar de donde
vienen los disparos. Los paramilitares contestan el fuego. El flaco Arturo no sabe qué hacer. Le estorban las esposas. Busca a alguien que se las ayude a quitar. No hay
tiempo, todos le huyen, como si estuviera contagiado de una brutal enfermedad. Los
hombres armados gritan desconcertados. Hay una guerrillera que los conmina a luchar desde una de las puertas podridas de la cancha de fútbol, como si se dispusiera a tapar un tiro penal. Le disparan. Ella gira sobre sus talones. Se arroja al suelo. Hace un torniquete sobre su cuerpo. Vuelta un polvorín, que a su vez dispara contra los hombres, desaparece, se desvanece en el polvo y en el aire.
El pueblo se desboca por la calle principal. En la huída, Miromel tropieza con un
paramilitar. Ambos ruedan por el suelo. El paramilitar se levanta primero y lo coge a patadas por estorbar. Nadie se detiene. Saben a ciencia cierta una sola cosa. Hay que correr, correr, sólo correr.
Ahora pienso en la mañana del día siguiente y el aguacero de invierno. Las puertas
cerradas, los grandes candados. Los camiones cargados de cerdos, gallinas y chivos; leña seca, colchones rasgados, mujeres embarazadas y pequeños críos.
Nadie supo quién o a qué horas dieron la orden: había que desocupar el pueblo.
A la poesía
(Fernando Linero)
Para Julio Daniel Chaparro
Sostenido por la mano de las utopías,
a la sombra de los platanales
mi corazón florece a tu favor.
Con la tristeza del que sabe
la migaja de tiempo que le fue concedida
florece entre guijarros adustos.
Y a él se adhiere el olor de las tormentas
y para él enciende sus hogueras la mañana
y descubre sus veleros el estío todo en tu favor.
Porque dispones ante mí una mesa
que se llena de amigos.
Porque derramas el alba sobre mi cabeza
y dejas que la verdad hable en mi palabra.
Sostenido por la mano de las utopías
a orilla de los pastizales
mi corazón florece a tu favor.
Sólo tú lo rescatas un instante de la muerte.
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