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La indiscreta máscara travesti del Carnaval

Texto y fotos: John Better Armella*



La presencia travesti en el Carnaval de Barranquilla no es algo nuevo e irrelevante como algunos conocedores del tema pretenden hacerlo ver. Desde las Farotas de Talaigua que arriban oficialmente al Carnaval en 1985,  hasta el hombre Caribe  que se traviste cada carnestolenda con las prendas de vestir de su compañera, trazan un recorrido donde la transgresión de género ha bailado su propia cumbia.

El hombre-mujer que vemos “disfrazado”-muñeca en mano- contoneándose por las calles, tirando besos o sentado en las piernas de otros hombres a cambio de una moneda o un trago de ron, es tal vez el origen de lo que con el trascurrir del tiempo se conocería como Carnaval Gay de Barranquilla, cuyos actores  hoy en día ya han traspasado el cerco de la exclusión y han logrado mimetizarse en los eventos oficiales del considerado patrimonio oral e inmaterial de la humanidad.

-La primera vez que vi a mi padre vestido como mujer, me pareció algo chistoso, un hombre tan rústico como él rechinaba en aquella ropa-, comenta Shadya Marcela Ariza, su nombre jurídico solía ser Hernán José Ariza.

Es sábado de Carnaval de 2016. La casa está ubicada en el barrio Santuario. Shadya y yo estamos en uno de los cuatro cuartos con que cuenta el lugar. Más que una casa, es una pensión para chicas trans. Casi todas trabajan en el negocio de los videos-chat sexuales, es más, este lugar es su centro de operaciones. Parece que el negocio de la belleza ya no es rentable en estos tiempos según ella:

-Ya ninguna “marica” quiere ser peluquera. Este trabajo les puede representar hasta cuatro millones de pesos al mes-, cuenta mientras con un crispador de pestañas riza las suyas. Luego recoge su pelo con un gancho mariposa, se queja un poco del calor que hace y  añade:

-Me formé como artista en decoraciones desde los 16 años. Me di a conocer por mí trabajo en carrozas y montajes de escenarios en distintas fiestas de Carnaval, organizadas por clubes. Soy asistente notarial en la Notaria 71 en la ciudad de Bogotá.  Allí hago parte del grupo de apoyo transgénero en donde formamos e implementamos nuevos proyectos en torno a la vida trans y sus problemáticas, también fui escogida mujer “T” de la localidad de Teusaquillo donde soy ejemplo  por los trabajos sociales hacia la comunidad  LGBTI. ¿Soy todo un kumis, no crees? Pregunta Shadya Marcela.

Ademas de lo dicho,  Shadya  es morena y delgada. Su rostro es anguloso, lleva las cejas fuertemente marcadas de lápiz negro, parecen las alas de un ave de rapiña. Su nariz combada le da un aire de pájaro a su rostro. Pero su voz es dulce,  a veces demasiado, da la impresión de que le hablara a un perrito a un recién nacido.

-Este era mi papá- dice, pasándome una vieja foto de carné.

El hombre es una copia de la hija transgénero: dos gotas de agua oscura. En palabras de su hija; “un carnavalero de esos de antaño”. Un obrero de la construcción que a punta de “pico y pala” había levantado a 5 hermanos y una esmerada mujer que nunca se quejó de nada.

-“Pello” fue un hombre tranquilo, algo mal hablado, y solo en Carnavales se tomaba sus tragos-, dice Shadya  acerca de Pedro, su padre.

De la calle llega la música de mil “picós” encendidos en los alrededores: cumbias, merengues, puyas y bullerengues se funden en un indescifrable ritmo que no da tregua. Shadya menea sus hombros como dos maracas enloquecidas. Se levanta de su silla y manda a una de las chicas del videochat a comprar una botella de aguardiente.

-Espero no llegar ebria a La Gran Parada-. Luego retoma su sitio frente al espejo y toma una brocha entre el centenar que reposan sobre el improvisado tocador.

El desfile gay fue solo hace una semana. Allí brilló con todas su galas. Allí bailo, bebió, se tomó miles de fotos. También decoró algunas carrozas.

-Cómo han cambiado las cosas, antes en el desfile gay nos echaban la policía para hacernos desaparecer de las calles; hoy son ellos quienes nos cuidan a nosotras, hasta mis hermanos estuvieron allí apoyándome- dice Shadya.












Flaskback
Barranquilla, Carnavales de 1997

Pedro Ariza hace lo que cada Carnaval ha venido haciendo desde hace más de 15 años: “disfrazarse” de mujer. Mabel, su esposa, le acomoda la ropa sobre la cama: un vestido algo vulgar para su gusto y que nunca usó, un par de tacones sin tapita, un juego de collares de colores chillones, una vieja peluca, un carterón, una desarticulada muñeca que perteneció a Sandra, la hija mayor,  y quien se encargará de maquillarlo, rellenar el brassier con las medias con que “Pello” juega futbol los domingos, y acompañarlo junto a su madre hasta la puerta de la casa para despedirlo. En toda esta escena hay alguien que no se hace notar. Alguien que detrás de una cortina y en completo silencio observa: Hernán José, el hijo menor, al ver a su padre así vestido lo invade algo parecido al éxtasis, en más de una ocasión, esas mismas prendas que lleva su padre puestas ya él las ha usado en secreto.


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-Nunca sentí vergüenza de ver a Pello así vestido, te repito, era muy gracioso. Se le sentaba a otros hombres del barrio en las piernas, los besaba, los “mariquiaba”, mejor dicho. Regresaba después de las doce de la noche con una caja de pollo asado y el carterón lleno de monedas que repartía con toda la familia-, recuerda Shadya.

Por cada recuerdo se larga un trago de aguardiente:

-Solo vengo a Baranquilla en Carnavales, ni siquiera la navidad me mueve hacerlo como sí estas fechas. Ayer visité la tumba de Pello, como lo he venido haciendo en los últimos años.

-¿Te vio tu padre vestido así, quiero decir, ya hecha tu transición como mujer?

-No, pero creo que lo hubiese entendido. En cierto modo lo que soy ahora es como un homenaje a él, ¿no crees?

Pello murió en 2008, justo un día antes de que hubiesen iniciado las carnestolendas de ese año. Un infarto lo desplomó en medio de una construcción en la que trabajaba. Se planteó la posibilidad de enterrarlo con su tradicional disfraz, pero su mujer se opuso. Argumentó que así vestido Dios no lo reconocería. Con o sin disfraz, el entierro resultó un completo Carnaval: un congo, una marimonda, un monocuco y un torito llevaron su féretro hasta los interiores del cementerio Calan Cala.

La botella está casi vacía, Shadya interrumpe el llanto y se reprocha ser tan sensible:
-Voy a arruinarme el maquillaje. Cero llanto, mejor dime, ¿cómo me veo?

Un amigo taxista ha venido a recogerla, juntos entramos al interior del vehículo y nos enrumbamos hacia la vía 40. Allí se encontrará con otro grupo de la comunidad LGBTI para desfilar y bailar durante el recorrido de La Gran Parada.

-La gente cree que lo que hacemos las chicas trans en estos eventos es pura payasada, pero no, es todo un teatro del alma-, dice en tono melancólico, el aguardiente ha hecho su efecto.

Luego de hacernos campo en medio de la multitud, llegamos al punto acordado entre Shadya y sus amigas. Ella se despide con un beso sonoro y un guardia de policía les abre paso hasta el cumbiódromo. Muchos les gritan palabras fuertes que es mejor no reproducir. El millo que les acompaña empieza su retumbe cumbiambero y ella responden moviendo sus elásticos cuerpos.

-Adiós- le digo moviendo mi mano.


Pero no se percata. La cumbia ya la ha atrapado en su místico embrujo. Me abro paso entre gentes enigmáticas: una enmascarada que al pasar a su lado me llama por mi nombre, un gorila que exige con sus monerías guturales un billete, y la infaltable muerte con su guadaña que siempre parece decir: este podría ser tu último carnaval.

*Cronista y poeta barranquillero.

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