Foto y texto: Jesús Daniel Ovallos
El escritor, que acaba de presentar su más reciente obra en la Feria Internacional del Libro de Bogotá, formará por segundo año
consecutivo a los miembros del proyecto de Escuela Juvenil de Escritores, en Ocaña, Norte de Santander.
Carlos Castillo
Quintero nació en Miraflores, Boyacá,
en 1966. A la fecha ha publicado una extensa obra
que abarca narrativa y poesía, muy fructífera
en cuanto a premios
y reconocimientos. Sus libros están llenos de píldoras de cultura pop, con ambientes kafkianos y
personajes que parecen predestinados a la fatalidad,
inmersos en la melancolía y la autorreflexión. Gente rara en el balcón, su última novela publicada, transporta al
lector a lugares cotidianos que han sido transformados en ambientes lúgubres
por su maestría lírica y enriquecidos por referencias musicales y cinematográficas.
Vida temprana y desgracias
afortunadas
Su infancia estuvo enmarcada en un contexto poético. Vivía con
sus padres en una antigua casona de arquitectura colonial, sin luz eléctrica,
de cinco niveles, desde cuyas ventanas se podía apreciar el Cementerio local.
El padre de Carlos había tomado en arriendo esa casa en la que había
habitaciones clausuradas (no incluidas en el contrato) que le daban un aura de
misterio. El dueño de la vivienda falleció y ellos vivieron allí por más de
quince años, hasta que apareció un heredero. En el pueblo se decía que esa casona
estaba “embrujada”, hasta el punto de que ninguno de sus amigos quería
visitarlo por los rumores de que allá las puertas se abrían solas, los niños
aparecían con marcas negras en sus brazos, las escaleras chirriaban sin motivo
alguno, se veían luces raras a medianoche... Para Carlos todo eso era normal,
pensaba incluso que aquellas situaciones extrañas eran propias de cualquier
hogar. Que el mundo era así. Este ambiente se abonaba cada noche con las
historias de terror que su madre les narraba: El toro de Miralindo, El guando, La ciudad sumergida en la Laguna del
Morro..., alumbrando las palabras con una vela. Todo aquello generó en el
niño que después sería escritor una habituación a lo fantástico, elemento vital
en sus obras.
Para comprender la vocación
de escritor de Castillo Quintero, es necesario remontarse a su infancia. Hijo de un bicicletero de la antigua Provincia del Lengupá, pasó su
niñez rodeado de bicicletas, viendo a su padre y a su hermano mayor competir
en carreras locales. Era cuestión de
tiempo para que se sintiera animado a recorrer
los caminos en un caballito
de acero. Disciplinado, se levantaba a las 4:00 de la mañana para entrenar tres horas diarias
en un circuito improvisado en las calles de su pueblo natal. Puede decirse que
su afición al ciclismo, y la fatalidad, fueron determinantes en su carrera
como escritor. En un entrenamiento, sufrió un grave accidente por el cual terminó con una piedra
incrustada en su rodilla; esa herida causó que se
derramara el líquido sinovial
durante casi una hora. Esta lesión, a los trece años, le impidió
mover su pierna izquierda durante ocho meses, tiempo en el que no pudo ir al
colegio, ni mucho menos practicar deportes. Su escapatoria a la inactividad fue la lectura, hasta el punto de agotar la literatura disponible en su natal
Miraflores. No le bastaron los libros que había en su casa, sino que tomó prestados los de las casas de sus amigos,
los de la Biblioteca María Morales, y los demás que pudo conseguir, sin
distinguir entre cuentos de hadas, novelas de Eduardo
Caballero Calderón, La metamorfosis
de Kafka, novelas de Agatha Christie, cuentos de Tintín, la colección completa
del Tesoro de la Juventud, etc. Cuando le sanó la rodilla Carlos ya se había
convertido en un muchacho retraído, tímido, que vivía en un mundo de ficción.
Movido por su afán
intelectual, tomó la decisión de abandonar su pueblo natal para buscar una
mejor educación en la ciudad de Tunja. Se puede decir que la ayuda que recibió
de sus padres en esa nueva empresa se limitó a una recomendación de su papá a
un paisano para que le diera un trabajo. Así se convirtió en uno de los
cobradores del peaje en la Terminal de Transportes de Tunja. El otro era Luis
Ernesto Araque, con quien aún hoy son amigos, y quien por entonces tenía una
novia a la que le escribía poemas. Carlos, en una temprana vocación de
corrector de estilo, se encargaba de revisar y mejorar esos textos. A partir de
ese ejercicio, que durante algunos meses se convirtió en rutina diaria, se
demostró a sí mismo que era capaz de hacer poesía de calidad. Puede decirse que
es allí, a los diecisiete años, cuando Carlos Castillo Quintero inicia su
fructífera carrera literaria, llena de reconocimientos tanto en la poesía como
en la prosa.
La madurez literaria
Durante su etapa universitaria, influenciado por los movimientos
estudiantiles de tendencia izquierdista de la época, intentó hacer poesía con
temática social. En ese entonces conoció a Víctor López Rache, un reconocido
poeta del entorno universitario quien vivía en las residencias estudiantiles de
la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia. Carlos le enseñó algunos
de sus escritos a lo que Víctor respondió prestándole un ejemplar de “Poeta en
Nueva York” libro de Federico García Lorca: “Si usted quiere hacer poesía con
sentido social, léase primero esto y luego hablamos de su trabajo” le dijo.
Esta obra de Lorca representa un cambio definitivo en la carrera de Carlos,
siendo Federico García Lorca una de sus grandes influencias en esta primera etapa.
A partir de “Poeta en Nueva York”, comienza a hacer una poesía auténtica,
alejada de pretensiones sociales o políticas,
centrada en la calidad literaria.
En su periplo como escritor, ha sido ganador de diversos galardones, entre los que se destacan: Premio de Novela del Consejo
Editorial de Autores
Boyacenses CEAB (2015),
Premio Bienal de Novela Corta de
la Universidad Javeriana
(2012) y, en dos ocasiones (2011 y 2012), el Premio Nacional de Cuento
del Ministerio de Cultura, dirigido a los directores de la Red de escritura
creativa “Relata”; en el campo de la poesía ha recibido
reconocimientos como el Premio Libro de Poemas del CEAB (2007) y el
Premio Nacional de Poesía Universidad Metropolitana de Barranquilla (2002).
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