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Cinco poemas para un regreso


Por Carlos Alberto Castrillón*

Me piden que escoja los cinco poemas de autores quindianos que más me gustan. De inmediato la mente se activa y permanece alerta por un buen rato. Regresan las viejas lecturas y los momentos gratos que la poesía favorece. La memoria se pone en “modo taxonómico”, pero al poco tiempo las jerarquías entran en crisis.

Debo incluir un poema de El libro de los fantasmas, de Luis Vidales, poemario un tanto menospreciado ante el brillo de Suenan timbres; el poema ha estado marcado en ese libro desde hace 30 años. Es obligatorio agregar la poderosa «Canción del amor fugaz», de Carmelina Soto, que considero un ejemplo perfecto de su poética rebelde y autónoma. Un poema de Ricardo Cuéllar es indispensable para recordar una poesía densa y perdurable con la que conecté sin dificultades cuando la conocí tardíamente. Para el balance de tono, ya escogí uno de Omar García Ramírez, que ofrece el contraste perfecto, con la lucidez y el descreimiento que admiro en su poesía. Con «A la larga se trata de ser cangrejo o liebre», de Nelson Osorio Marín, un poema que quedó en la historia personal, tengo lo que me piden: cinco poemas diversos y siempre actuales por el arte que los motiva; cinco poemas con los que podemos dialogar y demostrar el valor de lo que escriben los poetas nacidos en estas breves tierras.

Luego vienen las dudas. El límite es muy angosto para tanta poesía. Cinco ahora resulta un número fatal, propicio para la injusticia. ¿Acaso un soneto de Lotos, el libro inicial de Baudilio Montoya? Hay varios que podrían ponerse al lado de «Despertar», el ejemplo perfecto de Noel Estrada Roldán. Argumento entonces que esos poetas me interesan más como investigador que como lector. ¿Cómo olvidar «Para el fuego», de Juan Restrepo, el poeta que me sedujo desde la primera vez que lo vi leyendo sus poemas, como ensalmos de un predicador hermético? ¿Y Umberto Senegal, que me acompañó en el descubrimiento de un amplio mundo para la poesía? ¿Y Gustavo Rubio Guerrero, de cuyos versos desapacibles he dicho y escrito palabras elogiosas?  Entonces barajo de nuevo, pero no es elegante quitar y poner cuando los poetas nos observan desde la admiración o desde los afectos.

La memoria viene en mi ayuda para hacerle trampa a la consigna. El nombre de Juan Restrepo me recuerda una época feliz, entre 1985 y 1990, cuando la poesía emergía con regularidad en recintos de Armenia y Calarcá. Además del maestro, con voces distintas pero igualmente memorables, se escuchaban los poemas de Elías Mejía, Jorge Julio Echeverri, Guillermo Gavilán, Fabio Osorio Montoya, Martha Lucía Usaquén, Juan Aurelio García, Fabio Hugo Ortiz, entre otros. Era la tropa entusiasta y provocadora que dominaba el escenario. Yo, que en ese entonces sólo atendía sin pretensiones de entrar en el coro, admiraba a unos más que a otros, pero los seguía con igual deleite por lo que la poesía me mostraba en el camino de la palabra.

Como un homenaje a esos momentos de la memoria, estos son los cinco poemas que me piden. No son los mejores entre los poetas del Quindío ni los mejores de cada poeta. Los cito aquí porque son los que viven como imágenes nítidas de un periodo de la vida.

El primero es de Juan Restrepo, «Yo no recuerdo dónde». La forma como el poeta lo leía, con palabra lenta y marcando el estribillo, ocultaba bajo el ritmo del verso una tragedia recuperada por el retorno rápido y difuso a la infancia: la violencia y la muerte en nuestros campos. Cuando uno leía el poema, después de escucharlo, se daba cuenta de la infamia que se enmascara en las imágenes alucinantes, las mismas que en sus libros posteriores se harían crípticas en la sintaxis personal:

Yo no recuerdo dónde

Yo no recuerdo dónde pero era tan pequeño,
un grano de destino fluyendo por la tierra,
mi madre un beso blanco de pie por mis mejillas,
ancho abrazo mi padre.

Yo no recuerdo dónde pero era tan pequeño,
mis manos se alargaban hasta la miel
y mi hombro corría por sus colinas;
yo tenía el horizonte al pie de mis rodillas,
a dos zancadas iba, mi pecho sonreía.

Una mañana limpia vi dos maderos negros
bajar por mis pupilas, quebrarse el bosque entero,
acurrucarse el llanto mientras la leña ardía.

Abismos de la lumbre, hogaza de los días,
yo no recuerdo dónde, casi un eco recuerdo:
dos montes, dos hachazos, dos maderos callados
de mis ojos caían.

Tomó mi mano el tiempo y fui, troté en sus horas
por otros dulces sueños,
pero siempre en el alba, en mi temprano niño,
bajaban a mi encuentro dos maderos, dos sombras,
dos fosas del recuerdo.


Juan Restrepo

En el otro extremo, pero dentro de la misma línea, Jorge Julio Echeverri encantaba con sus poemas luminosos, respetuosos de la palabra, serenos en la ironía. Me llegaba su poesía como una voz solidaria para decir los anhelos colectivos, pero sin proclamas, en una actitud análoga a la del poeta ante la audiencia. En sus poemas la ciudad apenas se ve, pero domina todo, no como un espacio hosco y deleznable sino como despejado vecindario para enaltecer los contrastes. De varios que recuerdo, este es el que ahora se me impone:


Ejercicios matinales

Mi french poodle hace pis en las mañanas
mientras
la manicurista —meticulosa— lima las uñas a las aves de presa

Hay un hombre sombrío que madruga eternamente
a su trabajo clandestino, su fábrica de olvidos
Allí ensambla una vida miserable

Y otro que pasa por mi calle siempre solo
mira el polvo que pisa y se sonríe
(quizá piensa que pisa a otro y no le importa)

A esta hora duerme la ciudad
Sus bujías mortecinas embozan a las sombras
Y en la alborada,
cual un molusco enorme, tiende a orear su disecada piel

La primera luz descubre una pared con un graffiti:
La vida es una barca
Calderón de la mierda

Hoy parece un buen día
para llevar mi perra al peluquero
Incita a maldecir
y a madrugar...

—¡Adiós, señor alcalde!
—¡Adiós, hermano Abel!


Jorge Julio Echeverri

Por su misma presencia, Elías Mejía era el foco de atención. Con la perfecta dicción que lo caracteriza, leía «Contemporánea», enfatizando en el verso insistente: “¡Necesito tantas cosas en este invierno!”; seguía con «Quiso aprender a besar», saboreando las palabras y alargando las pausas. Luego venía una pieza que desempeñaba un papel menor en su acto: una pareja de policías enamorados que no podían andar tomados de la mano por las restricciones del protocolo. Este es el poema que quisiera compartir aquí, pero no quedó registro; tal vez el motivo lorquiano, mimetizado para la lúdica sobre el verde de los uniformes, hizo que el poeta no lo incluyera en sus libros. Terminaba Elías Mejía con su «Poema de dieciocho quilates»: se detenía en las imágenes, como si quisiera repetir los versos, mientras miraba a la audiencia para sopesar las reacciones:


Poema de dieciocho quilates

Era una mujer
comerciante de joyas.
Sonreía siempre al hablar
contando sus memorias.

Esa mujer tenía un pelo negro
que, sobre su cuello,
a veces recogía
en graciosos destellos.

Hablaba esa mujer
arrastrando la ese;
hablaba esa mujer...
...hablaba esa mujer...

Le gustaban los besos furtivos.
Era agradable al olfato,
al tacto, a la vista,
y para el oído su repiqueteo caminando
pretendía mensajes de amor.

Cuando dijo,
ebria de complacencia,
que deseaba un poema de dieciocho quilates,
el brillo de sus ojos
se acentuó de codicia.

Yo acepté
tan elegante desafío,
y aquí me tienen recordando
su noble orfebrería.

Aprisionó con esos labios
mi falo en la madrugada;
recogió sus faldas
para confesarme
el fetichismo de un liguero,
y al salir el sol
se esfumó
como una pompa de oro
en el aire.

Quiero volver a verla
para completar el poema
con el rubí
de su entrepierna,
con el ónix de su espalda
y con la perla violenta
de su cuerpo de seda.


Elías Mejía

Guillermo Gavilán acudía entonces a poner la poesía de nuevo en un plano terrenal, con un humor nítido para la inquietud personal y un verso que sólo se satisfacía con el hallazgo. Todos sus poemas tienen algo que los individualiza. El recuerdo pinta al poeta un poco lejano, elusivo para la contienda, con una voz sin preámbulos y con la palabra certera cuando leía, por ejemplo, este derroche de humanidad:


Tripulante

Empecé a mirar el mundo
desde un cajón de tablas sin pulir
por cuna,
en donde se leía:
Este lado arriba.
Frágil, trátese con cuidado.
Todavía necesito el letrero y,
sin embargo,
qué poco caso hace la gente
de advertencias escritas.
Me recuerdo empinado,
mis manos apretando los bordes ásperos del cajón,
viendo, como un marinero,
a la tierra alejarse desde mi nave inmóvil.
Hoy que mi armatoste
mide uno con setenta
el mismo niño mira al mundo alejarse
desde la escotilla de estos ojos ásperos.


Guillermo Gavilán

Juan Aurelio García era el más joven de la tropa. Leía los poemas que luego entrarían en su primer libro, Mi poema es más hermoso que el tuyo (1998). Con el deseo de poetizar todo, descubría belleza en lo que miraba y nos decía esa belleza en versos de trabajada naturalidad. Hablaba de las muchachas que pasan “como si la belleza las hiciera inocentes”, desgranaba el poema “donde el amenazado deshoja una margarita” y narraba el eterno funeral de un caballo. El poema que define esa época de su poesía es este:


Un ladrón alcanza el otro lado de la calle...

...ligero
como si no le pesara el cuerpo del delito

Limpio
como si no lo manchara el sentimiento
o la noción de una mala conciencia

Aéreo
cruzando, hecho de humo,
en medio de un veloz tropel de carros
que cualquiera puede jurar
fueron reales

Abstracto
como la evocación de un paisaje en la niebla

Fue una exhalación del aire
el robo más hermoso que estos ojos han visto

Juan Aurelio García

Ahí están los cinco poemas que me piden. Son los que más me gustan porque fueron escuchados en el mejor momento.

*Docente universitario y poeta. 

Este texto se reproduce con autorización de los editores de la revista Tricolor.

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