Amigos en crisis: les comparto este discurso de David Foster Wallace a una promoción de graduados de la universidad de Kenyon. En la biblioteca Ignoria [Enlace] está todo el texto. Pego el fragmento que quería compartiros [como dice el jilipoyas que lo tradujo] y donde Wallace advierte un par de cosas bastante estúpidas que componen la vida y que casi nadie se atreve a mencionar:
En los veinte años que han pasado desde que me gradué, yo sí he podido ir entendiendo gradualmente qué hay en juego, y también he podido ver que ese estereotipo de que las humanidades «te enseñan a pensar» era en realidad la versión breve de una verdad muy profunda e importante.
Lo de «aprender a pensar» en realidad quiere decir ejercer cierto control sobre cómo y qué piensa uno.
Quiere decir ser lo bastante consciente y estar lo bastante despierto como para elegir a qué prestas atención y para elegir cómo construyes el sentido a partir de la experiencia.
Porque si no podéis o no queréis llevar a cabo esa clase de elecciones en vuestra vida adulta, vais a estar jodidos del todo.
Pensad en ese viejo estereotipo que dice que la mente es «un siervo excelente pero un amo terrible».
Igual que tantos otros estereotipos, tan banal y pobre en la superficie, en realidad expresa una verdad grandiosa y terrible.
No es para nada una coincidencia el que los adultos que se suicidan con armas de fuego casi siempre se peguen un tiro en... la cabeza.
Y la verdad es que la mayoría de esos suicidas en realidad ya están muertos mucho antes de apretar el gatillo.
Y yo sostengo que esto es lo que va a acabar siendo el valor verdadero de vuestra educación de humanidades: cómo evitar vivir vuestras cómodas, prósperas y respetables vidas adultas estando muertos, siendo inconscientes, meros esclavos de vuestras cabezas y de vuestra configuración natural por defecto que os dice que estáis extraordinaria, completa e imperialmente solos, día tras día. Esto puede parecer una hipérbole, o una tontería abstracta.
Así que vayamos a lo concreto.
Lo que está claro es que al licenciaros de la universidad todavía no tenéis ni idea de qué quiere decir en realidad la expresión «día tras día».
Resulta que hay partes enormes de la vida adulta americana de las que nadie habla en los discursos de las ceremonias de graduación. Y una de esas partes incluye el aburrimiento, la rutina y las pequeñas frustraciones.
Los padres y la gente mayor que hay aquí sabe perfectamente de qué estoy hablando.
Para poner un ejemplo, digamos que hoy es un día normal de la vida adulta, y que tú te levantas por la mañana y te vas a tu nada fácil trabajo de oficina de persona con estudios universitarios, y allí trabajas duro durante nueve o diez horas, y estás estresado, y lo único que quieres es irte a casa y cenar bien y tal vez relajarte un par de horas y después irte a la cama temprano porque al día siguiente hay que levantarse y volver a hacerlo todo otra vez.
Pero entonces te acuerdas de que en casa no hay comida, de que esta semana no has tenido tiempo de hacer la compra por culpa de ese trabajo nada fácil, así que después del trabajo te tienes que meter en el coche e ir al supermercado.
Es la hora en que la gente vuelve del trabajo y hay mucho tráfico, así que tardas mucho más de lo que deberías en llegar al supermercado, y cuando por fin llegas, te encuentras el supermercado abarrotado de gente, ya que por supuesto es esa hora del día en que toda la demás gente que trabaja también intenta encontrar un momento para hacer la compra, y la tienda está iluminada con una luz fluorescente y repulsiva, y bañada en ese hilo musical que te mata el alma o en música pop corporativa, y viene a ser el último lugar donde te apetece estar, pero te resulta imposible entrar y salir deprisa.
Te ves obligado a pasearte por todos y cada uno de los pasillos abarrotados de la tienda enorme e inundada de luz para encontrar las cosas que quieres, y tienes que maniobrar con tu carro destartalado de la compra para esquivar a toda la demás gente cansada y apresurada que también empuja carros de la compra, y por supuesto están también los ancianos glaciarmente lentos y la gente que está en Babia y los niños con desorden de déficit de atención que obstruyen el pasillo, y tú te tienes que aguantar y tratar de ser educado cuando les pides que te dejen pasar, y por fin, de una santa vez, consigues todo lo que necesitas para la cena, pero ahora resulta que no hay las bastantes cajas registradoras abiertas pese al hecho de que es la hora punta del final del día, así que la cola para pagar en caja es increíblemente larga.
Lo cual es estúpido y exasperante, y sin embargo uno no puede desahogar su furia con la señora que está trabajando frenéticamente en la caja registradora, que ya está trabajando más de lo que debe en un puesto cuyo tedio diario y cuya falta de sentido sobrepasan la imaginación de ninguno de los que estamos aquí en una universidad de prestigio... pero bueno, por fin llegas al frente de la cola de la caja registradora y pagas tu comida, y esperas a que una máquina compruebe la autenticidad de tu cheque o de tu tarjeta y a que te desee «Que tenga un buen día» con una voz que es sin lugar a dudas la misma voz de la muerte.
Y después tienes que meter esas bolsas de la compra repulsivas y endebles llenas de comida en ese carro con una rueda descoyuntada que no para de desviarse exasperantemente hacia la izquierda, cruzar todo el aparcamiento abarrotado, lleno de baches y de basura tirada por el suelo, y tratar de cargar las bolsas en el coche de manera que no se caiga todo de las bolsas y ruede por el maletero de camino a casa, y luego hay que hacer todo el trayecto en coche a casa en pleno tráfico de hora punta, lento, tortuoso y lleno de monovolúmenes, etcétera, etcétera.
Todos los presentes hemos hecho estas cosas, está claro; pero todavía no forman parte de la rutina real de las vidas de los que os estáis graduando hoy, día tras semana tras mes tras año.
Pero lo serán, y se les sumarán muchas más rutinas espantosas, irritantes y aparentemente absurdas... Pero esa no es la cuestión.
La cuestión es que es precisamente en esas chorradas nimias y frustrantes como la que os acabo de contar donde entra en juego la tarea de elegir.
Porque los atascos de tráfico y los pasillos abarrotados y las largas colas para llegar a la caja registradora me dan tiempo para pensar, y si no llevo a cabo una decisión consciente de cómo debo pensar y a qué debo prestar atención, voy a estar triste y cabreado cada vez que tenga que ir a comprar comida, porque mi configuración natural por defecto me dice que en esa clase de situaciones lo importante soy yo, mi hambre y mi cansancio y mis ganas de llegar de una vez a casa, y me va a dar toda la impresión de que todos los demás me estorban, ¿y quién coño es toda esa gente que me estorba?
Y mira lo repulsivos que son la mayoría y lo estúpidos que se ven en esa cola para pagar en caja, y parecidos a vacas, y no humanos, y lo muertas que se ven sus miradas, y lo irritante y maleducado que es que la gente se ponga a hablar a gritos por el móvil en medio de la cola, y mira qué profunda injusticia hay aquí: me he pasado el día entero trabajando como un esclavo y me muero de hambre y de cansancio y ni siquiera puedo llegar a mi casa para comer y relajarme por culpa de toda esta estúpida gente de los cojones.
O bien, por supuesto, si adopto una forma más socialmente considerada y humanística de mi configuración por defecto, puedo pasarme el rato en el atasco de tráfico del final de la jornada furioso y asqueado ante todos esos enormes y estúpidos monovolúmenes y cuatro por cuatros y camionetas V-12 que bloquean los carriles y consumen sus contaminantes y egoístas depósitos de gasolina de ciento cincuenta litros, y me puedo fijar en el hecho de que los adhesivos patrióticos o religiosos siempre están en los vehículos más grandes y asquerosamente egoístas, que son donde van los conductores más feos, desconsiderados y agresivos, que suelen ir hablando por el móvil mientras cortan el paso a la gente para poder avanzar cinco estúpidos metros en el atasco, y puedo pensar en que los hijos de nuestros hijos nos despreciarán por haber consumido todo el combustible del futuro y por habernos cargado probablemente el clima, y en cómo de consentidos estamos y en cómo de estúpidos y egoístas y asquerosos somos todos, y en que todo es una mierda, y un largo etcétera.
Mirad, si elijo pensar de esta manera, no pasa nada, lo hacemos muchos: pero es que pensar de esa manera suele ser tan fácil y automático que no hace falta que yo lo elija. Pensar de esa manera es mi configuración natural por defecto.
Es cuando experimento de forma automática e inconsciente las partes aburridas, frustrantes y abarrotadas de la vida adulta cuando estoy funcionando bajo la creencia automática e inconsciente de que yo soy el centro del mundo y de que mis necesidades y sentimientos inmediatos son lo que debería determinar las prioridades del mundo.
La cuestión es que hay maneras obviamente distintas de pensar en esa clase de situaciones.
En medio de todo ese tráfico, de todos esos vehículos atascados y marchando al ralentí que obstruyen mi avance: no es imposible que alguna de esa gente que va en los monovolúmenes haya sufrido accidentes espantosos en el pasado y ahora conducir les resulte tan traumático que su psiquiatra prácticamente les ha ordenado que se compren un monovolumen bien enorme y pesado para que puedan sentirse seguros conduciendo; o bien que el cuatro por cuatro que me acaba de cortar el paso tal vez tenga al volante a un padre cuyo hijito va herido o enfermo en el asiento de al lado, y que ahora esté intentando llegar cuanto antes al hospital, y tenga una prisa muchísimo mayor y más legítima que la mía: que en realidad sea yo quien le está obstruyendo el avance a él.
O bien puedo elegir obligarme a tener en cuenta que lo más probable es que toda la gente que hay conmigo en la cola para pagar en caja del supermercado se encuentre igual de aburrida y frustrada que yo, y que alguna de esa gente en realidad tenga unas vidas que en conjunto sean mucho más duras, más tediosas o más dolorosas que la mía. Etcétera.
Nuevamente, por favor, no penséis que os estoy dando consejo moral, ni que os estoy diciendo que así es como «tenéis» que pensar, ni que nadie espera que lo hagáis automáticamente, porque se trata de algo duro, que requiere voluntad y esfuerzo mental, y si sois como yo, habrá días en que no seréis capaces de hacerlo, o en que simplemente os negaréis de plano a hacerlo.
Pero la mayoría de los días, si sois lo bastante conscientes como para daros a vosotros mismos esa opción, podéis elegir mirar de forma distinta a esa señora gorda de mirada muerta y demasiado maquillada que le acaba de pegar un grito a su niño en la cola para pagar en caja; tal vez ella no sea así normalmente, tal vez lleve tres noches seguidas cogiendo la mano de su marido, que se está muriendo de cáncer de huesos, o tal vez esa señora no sea otra que la empleada mal pagada del departamento de tráfico que ayer mismo ayudó a vuestro marido o a vuestra mujer a resolver un problema pesadillesco de papeleo mediante un pequeño acto de amabilidad burocrática.
Por supuesto, nada de todo esto es probable, pero tampoco es imposible; simplemente depende de lo que vosotros queráis tomar en consideración.
Si estáis automáticamente seguros de que sabéis lo que es la realidad y de quién y qué es lo realmente importante, si queréis funcionar con vuestra configuración por defecto, entonces lo más probable es que vosotros, igual que yo, no queráis tomar en consideración posibilidades que no sean absurdas o irritantes.
Pero si de verdad habéis aprendido a pensar, y a prestar atención, entonces sabréis que tenéis otras opciones.
Tendréis el poder real de experimentar una situación masificada, calurosa y lenta del tipo infierno consumista como algo no solo lleno de sentido sino también sagrado, que arde con la misma fuerza que ilumina las estrellas: la compasión, el amor, la unidad de todas las cosas bajo su superficie.
Tampoco es que este rollo místico sea necesariamente cierto: lo único que es cierto con C mayúscula es que uno tiene la oportunidad de decidir cómo va a intentar ver las cosas.
Esta, sostengo, es la libertad que entraña la verdadera educación, el aprender a ser equilibrado: que puedes decidir conscientemente qué tiene sentido y qué no lo tiene. Puedes decidir a qué dioses adorar...
Porque he aquí otra cosa que es cierta.
En las trincheras del día a día de la vida adulta, el ateísmo no existe.
No existe el hecho de no adorar nada.
Todo el mundo adora algo.
La única elección que tenemos es qué adoramos.
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