Por Marco Tulio Aguilera Garramuño
A William Ospina lo he visto pocas veces en mi vida. Una, en el DF en un encuentro de escritores colombianos organizado por la UNAM (con Tomás González, tan serio y silencioso; Darío Ruiz Gómez, que de la pura borrachera cayó dormido o desmayado en plena mesa de bebidas; Rafael Humberto Moreno-Durán, siempre jactancioso y divertido, que fue llevado a la cárcel por escandalizar en Tlaxcala; Óscar Collazos, siempre en su papel de supermacho: cuando tomé del brazo a su mujer para ayudarla a subir una escalera, Óscar apartó mi mano y me dijo: “c’est moi qui monte” o algo así): otra vez vi fugazmente a William en Medellín (allí se portó esquivo y yo supuse que se había molestado porque se creyó la entrevista ficticia que (no) le hice a García Márquez y que no quise revelarle que me la había inventado) y la tercera ocasión fue hace tres días en Xalapa, en el Hay Festival.
-No me desagradó la entrevista ficticia a García Márquez. Me pareció divertida. Las entrevistas ficticias ya son un género literario aparte –dijo William.
Recuerdo que fue William quien me dijo que mi cuento del Amazonas había sido finalista en el Concurso de Radio Francia Internacional en el que él fue miembro del jurado.
Me une con Ospina la obsesión por el Amazonas, escenario de mi novela Agua clara en el Alto Amazonas, y espacio en el que se desarrollan las tres novelas de William ya conocidas, Ursúa, El país de la canela y La serpiente sin ojos.
También me unía y me une a William la admiración a Adolfo Montaño-Vivas, el frenáptero caleño, lo más parecido que pueda haber al gran hombre renacentista, sabio y artista universal.
-A propósito –le dije- ¿comiste hongos alucinógenos con Adolfo?
-No, le tengo miedo a mi subconsciente. Temo salirme de mis límites. Recorrí con Adolfo el Valle de los Hongos pero no me atreví a comer hongos.
-Sobre Adolfo, siguiéndolo con libreta en mano, y a apuntando sus palabras, fue que escribí Los placeres perdidos. ¿Lo leíste?
-Sí.
-¿Leíste El ruido de las cosas al caer, Premio Alfaguara?
-No pude terminar de leerlo.
-A mí me pasó lo mismo – le dije-. Me pareció superficial, flojo, saqueador de la actualidad colombiana, con una prosa débil, sin poesía, inverosímil.
-Lo mejor de Juan Gabriel Vázquez es su primera novela.
-¿De qué vives? ¿Tienes algún trabajo aparte de escribir?
-No, yo vivo de lo que escribo, de mis conferencias, vivo modestamente en un apartamento.
-Me gustaría –le dije- que leyeras Carita sonriente, una novela que escribí hace años y sobre la que tengo algunas reservas.
Le conté más o menos el argumento, le pinté el personaje. Trata de la relación de un mujeriego con una mujer muy extraña, sonámbula, que guarda muchos misterios.
-No soy buen lector, me cuesta trabajo comentar los libros que me dan a leer –se disculpó.
Y yo me pregunté: entonces por qué García Márquez confió en él. Por qué le entregó Vivir para contarla y atendió sus consejos.
-Pero tengo un amigo que es el mejor lector del mundo, a él le doy todo lo que escribo.
Le pedí que le diera el manuscrito de mi novela.
-Siempre que te he visto veo que usas una chamarra negra. ¿Es una especie de uniforme o una obsesión? ¿Por qué?
-Es lo que uso en mis viajes. Se ensucia menos. Me gusta viajar con pocas cosas. Las esenciales.
Recuerdo que durante la lectura en el Hay Festival en un salón en el que hacía un calor infernal, no se quitó la misma chamarra. Supongo que la chamarra negra lo hace sentirse seguro, es como su caparazón de tortuga.
Tocamos el tema del poeta Harold Alvarado, que escribe tremendas diatribas contra todo lo que le desagrada en el mundo cultural colombiano. Pocos se han salvado de su pluma, que sido comparada con la de Saint-Beuve, el feroz crítico francés que descalificaba a la mayoría de sus contemporáneos. Harold ha escrito contra William Ospina, contra la ministra de cultura de Colombia, contra la plana mayor de los que considera lagartos y oportunistas, contra los Díaz Granados, contra María Mercedes Carranza, contra Pilar Bonet, contra Darío Jaramillo y Jotamario, en general personajes que tienen gran presencia mediática en Colombia. Hasta ahora, que yo sepa, no ha escrito contra Vallejo, García Márquez o MT. Una de las mejores reseñas que se hizo sobre El amor y la muerte la hizo Harold.
Dijo William:
-Harold es un buen poeta, un magnífico ensayista, gran persona, pero en los últimos tiempos se le ha dado por descalificar a todos.
-Me parece que el problema de Harold es que siente que se le está yendo la vida y que no han reconocido su justo valor. Siempre recuerdo sus poemas. Su erudición es asombrosa. Actualmente tiene una presencia casi abrumadora en las redes sociales.
-Como tú –dijo William.
-Como yo –acepté-. Para mí las redes son una forma de estar en el mundo sin salir de mi mundo provincial, municipal, casi mezquino, en Xalapa. Gracias a las redes he podido viajar a España, Costa Rica, tener columnas en revistas de España, ver reproducidos mis artículos en Colombia, he establecido vínculos con editoriales francesas, suecas. Las redes me mantienen vivo en el mundo. Mi blog Descabezadero es leído en casi todo el mundo.
Recuerdo que la anécdota más sonada de Harold fue que Borges mismo firmó el prólogo a uno de sus libros. Cuando se le preguntó a Borges si ese prólogo lo había escrito él, no lo negó. Dijo algo como “si no escribí ese prólogo, pude haberlo escrito, reconozco mi estilo”.
El diálogo se iba llevando a cabo mientras yo conducía mi auto rumbo a Veracruz. Antes de entrar al puerto le propuse a William que visitáramos la Casa de Hernán Cortés en La Antigua y después hiciéramos un viaje en lancha hasta la desembocadura del río en el Atlántico, más precisamente en Boca del Río. Aceptó.
Cuando llegamos, tras un viaje en lancha de una hora (300 pesos) al sitio donde se junta el gran río con el mar me eché un clavado y nadé un rato, apenas el suficiente para guardarlo en mi memoria y anotarlo en mi currículum de quizás 50 o 100 ríos que he disfrutado en este país (llegué incluso a nadar en el río más contaminado del mundo: el Coatzacoalcos: salí cubierto por una capa de grasa que parecía plástico.Fue difícil quitarme esa especie de armadura bajo la ducha).
Lo cruel del asunto del clavado en el río es que se me olvidó quitarme los anteojos antes y naturalmente los perdí, de modo que el resto del viaje tuve que conducir el auto sin ellos.
Durante la plática que William dio en el Hay Festival habló sobre los orígenes de sus libros sobre el Amazonas: Ursúa, El país de la canela y La serpiente sin ojos, las tres muy legibles; las dos primeras, novelas extraordinarias, de lo mejor que se ha escrito en Colombia en los últimos tiempos; la tercera, con menos tensión narrativa, con algunos rellenos. Rellenos que le hice notar. Me parece que William cedió a la presión: soltó la novela antes de que estuviera madura.
Hace poco me escribió un email la señora Ingrid Galster, académica alemana, protestando por los elogios que hago a las novelas de William, en las que, según ella, falsea la historia para adornar la ficción. Afirma: “En la serpiente sin ojos hay una nota al final donde dice el autor (pág. 316): " [...] todos los hechos que se cuentan ocurrieron realmente [...]." Y concluye Galster: “La novela histórica como género puede servir mucho a la historia, pero no praticando el puro capricho. Si no, escudándonos en la ficción podríamos llegar a decir que Hitler era filosemita)”. Y yo pienso lo siguiente: si un novelista lograra convencernos de que Hitler en realidad era pro semita, tendría que ser un gran novelista. Yo sí pienso que el novelista puede dar versiones alternativas de la Historia. Caso de La carroza de Bolívar, novela de Rosero (que he de confesarlo, me pareció paradójicamente tendenciosa y parcial: como que en lugar de consultar varias fuentes, se basó sólo en una: la que mostraba a Bolívar como un monstruo genocida. Dio una imagen maniquea del Libertador.)
Le pregunté, un poco insidioso, si había leído las crónicas del descubrimiento del Amazonas escritas por fray Gaspar de Carvajal.
¡Touché!
-Me basé en ellas para escribir Ursúa -dijo.
-Ya lo sabía.
Yo le comenté que para escribir mi novela del Amazonas leí toda una biblioteca sobre el tema, le dije que había recorrido parte del Amazonas colombiano y caminado la selva.
Él me dijo que había hecho un viaje hasta Iquitos.
Me lo imaginé en un barco turístico, con aire acondicionado. Mi viaje fue en una lancha sencilla en la que podía tocar el agua con las manos. Y también en el Amazonas me lancé de picada en un afluente del Amazonas, pero no duré mucho nadando. Era consciente de que las pirañas no son mito.
William me invitó a almorzar en un bello restaurante levantado sobre tablones a la orilla del río La Antigua. Cuando insistió en pagar pensé que 500 pesos mexicanos era demasiado para la bolsa de un novelista colombiano, pero dejé que pagara. Luego, ya en el malecón de Veracruz, lo incité a que probara una gloria, un raspado con plátano y un montón de menjurjes dulces.
-Por fin tienes la gloria en las manos –le dije, y le tomé una foto.
Sonrió. Lo que me parece que no es habitual en su actual forma de ser taciturna. Recuerdo que hace quince años, en el encuentro de escritores colombianos, William era todo un espectáculo: cantaba las canciones de Edith Piaf, todos los corridos y rancheras imaginables, recitaba largas parrafadas de los poemas de Baudeleire. Los años han cambiado su carácter, pero sigue usando su chamarra negra y su coleta de hippie. Colombia maltrata a sus poetas, pensé. El que sale adelante es una especie de náufrago heróico.
Al despedirnos le dije:
-De esta larga conversación que tuve contigo escribiré una crónica, como escribí crónicas de mis encuentros con García Márquez.
-Me parece bien que hagas esa crónica. Espero no haber dicho muchas tonterías.
A William Ospina lo he visto pocas veces en mi vida. Una, en el DF en un encuentro de escritores colombianos organizado por la UNAM (con Tomás González, tan serio y silencioso; Darío Ruiz Gómez, que de la pura borrachera cayó dormido o desmayado en plena mesa de bebidas; Rafael Humberto Moreno-Durán, siempre jactancioso y divertido, que fue llevado a la cárcel por escandalizar en Tlaxcala; Óscar Collazos, siempre en su papel de supermacho: cuando tomé del brazo a su mujer para ayudarla a subir una escalera, Óscar apartó mi mano y me dijo: “c’est moi qui monte” o algo así): otra vez vi fugazmente a William en Medellín (allí se portó esquivo y yo supuse que se había molestado porque se creyó la entrevista ficticia que (no) le hice a García Márquez y que no quise revelarle que me la había inventado) y la tercera ocasión fue hace tres días en Xalapa, en el Hay Festival.
-No me desagradó la entrevista ficticia a García Márquez. Me pareció divertida. Las entrevistas ficticias ya son un género literario aparte –dijo William.
Recuerdo que fue William quien me dijo que mi cuento del Amazonas había sido finalista en el Concurso de Radio Francia Internacional en el que él fue miembro del jurado.
Me une con Ospina la obsesión por el Amazonas, escenario de mi novela Agua clara en el Alto Amazonas, y espacio en el que se desarrollan las tres novelas de William ya conocidas, Ursúa, El país de la canela y La serpiente sin ojos.
También me unía y me une a William la admiración a Adolfo Montaño-Vivas, el frenáptero caleño, lo más parecido que pueda haber al gran hombre renacentista, sabio y artista universal.
-A propósito –le dije- ¿comiste hongos alucinógenos con Adolfo?
-No, le tengo miedo a mi subconsciente. Temo salirme de mis límites. Recorrí con Adolfo el Valle de los Hongos pero no me atreví a comer hongos.
-Sobre Adolfo, siguiéndolo con libreta en mano, y a apuntando sus palabras, fue que escribí Los placeres perdidos. ¿Lo leíste?
-Sí.
-¿Leíste El ruido de las cosas al caer, Premio Alfaguara?
-No pude terminar de leerlo.
-A mí me pasó lo mismo – le dije-. Me pareció superficial, flojo, saqueador de la actualidad colombiana, con una prosa débil, sin poesía, inverosímil.
-Lo mejor de Juan Gabriel Vázquez es su primera novela.
-¿De qué vives? ¿Tienes algún trabajo aparte de escribir?
-No, yo vivo de lo que escribo, de mis conferencias, vivo modestamente en un apartamento.
-Me gustaría –le dije- que leyeras Carita sonriente, una novela que escribí hace años y sobre la que tengo algunas reservas.
Le conté más o menos el argumento, le pinté el personaje. Trata de la relación de un mujeriego con una mujer muy extraña, sonámbula, que guarda muchos misterios.
-No soy buen lector, me cuesta trabajo comentar los libros que me dan a leer –se disculpó.
Y yo me pregunté: entonces por qué García Márquez confió en él. Por qué le entregó Vivir para contarla y atendió sus consejos.
-Pero tengo un amigo que es el mejor lector del mundo, a él le doy todo lo que escribo.
Le pedí que le diera el manuscrito de mi novela.
-Siempre que te he visto veo que usas una chamarra negra. ¿Es una especie de uniforme o una obsesión? ¿Por qué?
-Es lo que uso en mis viajes. Se ensucia menos. Me gusta viajar con pocas cosas. Las esenciales.
Recuerdo que durante la lectura en el Hay Festival en un salón en el que hacía un calor infernal, no se quitó la misma chamarra. Supongo que la chamarra negra lo hace sentirse seguro, es como su caparazón de tortuga.
Tocamos el tema del poeta Harold Alvarado, que escribe tremendas diatribas contra todo lo que le desagrada en el mundo cultural colombiano. Pocos se han salvado de su pluma, que sido comparada con la de Saint-Beuve, el feroz crítico francés que descalificaba a la mayoría de sus contemporáneos. Harold ha escrito contra William Ospina, contra la ministra de cultura de Colombia, contra la plana mayor de los que considera lagartos y oportunistas, contra los Díaz Granados, contra María Mercedes Carranza, contra Pilar Bonet, contra Darío Jaramillo y Jotamario, en general personajes que tienen gran presencia mediática en Colombia. Hasta ahora, que yo sepa, no ha escrito contra Vallejo, García Márquez o MT. Una de las mejores reseñas que se hizo sobre El amor y la muerte la hizo Harold.
Dijo William:
-Harold es un buen poeta, un magnífico ensayista, gran persona, pero en los últimos tiempos se le ha dado por descalificar a todos.
-Me parece que el problema de Harold es que siente que se le está yendo la vida y que no han reconocido su justo valor. Siempre recuerdo sus poemas. Su erudición es asombrosa. Actualmente tiene una presencia casi abrumadora en las redes sociales.
-Como tú –dijo William.
-Como yo –acepté-. Para mí las redes son una forma de estar en el mundo sin salir de mi mundo provincial, municipal, casi mezquino, en Xalapa. Gracias a las redes he podido viajar a España, Costa Rica, tener columnas en revistas de España, ver reproducidos mis artículos en Colombia, he establecido vínculos con editoriales francesas, suecas. Las redes me mantienen vivo en el mundo. Mi blog Descabezadero es leído en casi todo el mundo.
Recuerdo que la anécdota más sonada de Harold fue que Borges mismo firmó el prólogo a uno de sus libros. Cuando se le preguntó a Borges si ese prólogo lo había escrito él, no lo negó. Dijo algo como “si no escribí ese prólogo, pude haberlo escrito, reconozco mi estilo”.
El diálogo se iba llevando a cabo mientras yo conducía mi auto rumbo a Veracruz. Antes de entrar al puerto le propuse a William que visitáramos la Casa de Hernán Cortés en La Antigua y después hiciéramos un viaje en lancha hasta la desembocadura del río en el Atlántico, más precisamente en Boca del Río. Aceptó.
Cuando llegamos, tras un viaje en lancha de una hora (300 pesos) al sitio donde se junta el gran río con el mar me eché un clavado y nadé un rato, apenas el suficiente para guardarlo en mi memoria y anotarlo en mi currículum de quizás 50 o 100 ríos que he disfrutado en este país (llegué incluso a nadar en el río más contaminado del mundo: el Coatzacoalcos: salí cubierto por una capa de grasa que parecía plástico.Fue difícil quitarme esa especie de armadura bajo la ducha).
Lo cruel del asunto del clavado en el río es que se me olvidó quitarme los anteojos antes y naturalmente los perdí, de modo que el resto del viaje tuve que conducir el auto sin ellos.
Durante la plática que William dio en el Hay Festival habló sobre los orígenes de sus libros sobre el Amazonas: Ursúa, El país de la canela y La serpiente sin ojos, las tres muy legibles; las dos primeras, novelas extraordinarias, de lo mejor que se ha escrito en Colombia en los últimos tiempos; la tercera, con menos tensión narrativa, con algunos rellenos. Rellenos que le hice notar. Me parece que William cedió a la presión: soltó la novela antes de que estuviera madura.
Hace poco me escribió un email la señora Ingrid Galster, académica alemana, protestando por los elogios que hago a las novelas de William, en las que, según ella, falsea la historia para adornar la ficción. Afirma: “En la serpiente sin ojos hay una nota al final donde dice el autor (pág. 316): " [...] todos los hechos que se cuentan ocurrieron realmente [...]." Y concluye Galster: “La novela histórica como género puede servir mucho a la historia, pero no praticando el puro capricho. Si no, escudándonos en la ficción podríamos llegar a decir que Hitler era filosemita)”. Y yo pienso lo siguiente: si un novelista lograra convencernos de que Hitler en realidad era pro semita, tendría que ser un gran novelista. Yo sí pienso que el novelista puede dar versiones alternativas de la Historia. Caso de La carroza de Bolívar, novela de Rosero (que he de confesarlo, me pareció paradójicamente tendenciosa y parcial: como que en lugar de consultar varias fuentes, se basó sólo en una: la que mostraba a Bolívar como un monstruo genocida. Dio una imagen maniquea del Libertador.)
Le pregunté, un poco insidioso, si había leído las crónicas del descubrimiento del Amazonas escritas por fray Gaspar de Carvajal.
¡Touché!
-Me basé en ellas para escribir Ursúa -dijo.
-Ya lo sabía.
Yo le comenté que para escribir mi novela del Amazonas leí toda una biblioteca sobre el tema, le dije que había recorrido parte del Amazonas colombiano y caminado la selva.
Él me dijo que había hecho un viaje hasta Iquitos.
Me lo imaginé en un barco turístico, con aire acondicionado. Mi viaje fue en una lancha sencilla en la que podía tocar el agua con las manos. Y también en el Amazonas me lancé de picada en un afluente del Amazonas, pero no duré mucho nadando. Era consciente de que las pirañas no son mito.
William me invitó a almorzar en un bello restaurante levantado sobre tablones a la orilla del río La Antigua. Cuando insistió en pagar pensé que 500 pesos mexicanos era demasiado para la bolsa de un novelista colombiano, pero dejé que pagara. Luego, ya en el malecón de Veracruz, lo incité a que probara una gloria, un raspado con plátano y un montón de menjurjes dulces.
-Por fin tienes la gloria en las manos –le dije, y le tomé una foto.
Sonrió. Lo que me parece que no es habitual en su actual forma de ser taciturna. Recuerdo que hace quince años, en el encuentro de escritores colombianos, William era todo un espectáculo: cantaba las canciones de Edith Piaf, todos los corridos y rancheras imaginables, recitaba largas parrafadas de los poemas de Baudeleire. Los años han cambiado su carácter, pero sigue usando su chamarra negra y su coleta de hippie. Colombia maltrata a sus poetas, pensé. El que sale adelante es una especie de náufrago heróico.
Al despedirnos le dije:
-De esta larga conversación que tuve contigo escribiré una crónica, como escribí crónicas de mis encuentros con García Márquez.
-Me parece bien que hagas esa crónica. Espero no haber dicho muchas tonterías.
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