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Recuerdo de un diálogo virtual con Carlos Vidales, el hijo del autor de Suenan timbres


Ángel Castaño Guzmán

(Nota previa: Carlos Vidales murió en Estocolmo hace un año. Allá vivió buena parte de su edad madura. Dos años antes de su muerte lo entrevisté vía Skype. Acá el resultado de ese diálogo. Al final incluyo uno de sus poemas).






La biografía de Carlos Vidales ha estado tan íntimamente relacionada con la izquierda latinoamericana que, si él o alguien decide relatarla en detalle, saldrá de allí un montón de valiosa información. Nacido en 1939, es hijo de Luis Vidales, el único poeta gran caldense de nombradía internacional. Periodista de profesión, fue asistente del novelista José María Arguedas entre 1968 y 1969. Su exilió de 20 años en Chile le permitió hacer parte del experimento socialista de la Unidad Popular que llevó a la presidencia a Salvador Allende. Allende lo nombró Jefe del Servicio de Documentación y Archivo en el Palacio de La Moneda, cargo desempeñado hasta enero de 1973. Sobre ese periodo escribió el libro Contrarrevolución y dictadura en Chile (1974). Ocupó la jefatura de redacción de la hoy emblemática revista Alternativa, empresa periodística liderada por Gabriel García Márquez y Enrique Santos Calderón. Su bibliografía incluye estudios históricos relacionados con Simón Bolívar, las guerras de independencia, Luis Tejada y un etcétera bien nutrido.

Existen diversas teorías que tratan de encontrar la semilla de la propuesta estética de Luis Vidales. Usted, siendo testigo de primera línea, ¿qué nos puede decir del origen de ese tan singular universo?

Yo escribí en 1976 un ensayo titulado “La circunstancia social de Suenan Timbres”, que intenta responder a esa pregunta mediante una indagación no-literaria sino socio-histórica. Mi padre conoció ese texto y estuvo de acuerdo con su contenido hasta el punto de que lo incluyó en la segunda edición de Suenan timbres (Colcultura, 1976). 

En breve: sostengo que Suenan timbres es el producto de las transformaciones socio-económicas de Colombia en las dos primeras décadas del siglo XX (industrialización, nacimiento del sindicalismo y las modernas luchas obreras, inserción en la economía mundial, declinación de la hegemonía conservadora y ascenso del liberalismo, introducción de las ideas socialistas y comunistas, etc.) y de las grandes transformaciones políticas y sociales a nivel internacional durante el mismo período (Primera Guerra Mundial, Revolución Rusa, desarrollo del cine y nuevas formas de comunicación, etc.). 

La voluntad de romper los moldes caducos del siglo XIX, la irrupción de nuevas formas de poesía en el mundo occidental, la alegre voluntad de romper mitos, tradiciones, formalismos, todo ese torbellino de novedades e irreverencias cayó en el terreno fértil de una generación de jóvenes literatos, periodistas, cronistas, humoristas, dibujantes, artistas, que compartían sus travesuras contra el viejo orden y se burlaban de todo lo que representaba un obstáculo al desarrollo de la nueva sociedad que pugnaba por nacer. Se ha discutido mucho sobre las posibles influencias formativas en la génesis de Suenan Timbres. Me atrevo a decir que ese libro iconoclasta jamás habría nacido si no se hubiera gestado en la compañía fraternal y ruidosa de Luis Tejada, Julieta Gaviria, León de Greiff, Ricardo Rendón, los jóvenes Lleras, José Mar, Pepe Mexia y tantos otros bohemios, cronistas, sindicalistas, etc. 

Lo literario es apenas el resultado de estos procesos. Mi padre ensayó las greguerías de Gómez de La Serna, leyó, tradujo e intentó escribir haikus, indagó sobre lo que otros, en otras latitudes, intentaban crear. Pero hay que decir que conoció al surrealismo después de la publicación de Suenan timbres, que sus breves relatos o poemas en prosa fueron intentos de contar humorísticamente lo que Édgar Allan Poe narraba trágicamente y, en fin, que en cada poema de Suenan timbres hay más de la alegría irrespetuosa de Luis Tejada y de Charles Chaplin que de cualquier otro maestro de la literatura o del humor.

Hay una pregunta que en algún momento los lectores de Vidales se han hecho. De Suenan timbres hasta La obreríada transcurren algo más de cincuenta años y se produce una mutación no sólo temática sino también expresiva en el poeta. ¿Cuáles son, en su opinión, las razones del cambio?

Hay que observar que La obreríada es una antología realizada en 1978, pero que cubre diferentes épocas de la poesía de mi padre. Yo diría que hay varios períodos en la obra poética de Luis Vidales: el primero abarca la década de 1920, incluye Suenan timbres y se cierra con su estadía en Francia y en Italia, su contacto con los surrealistas y con vanguardistas como Vicente Huidobro; el segundo, entre 1930 y 1935, está marcado por la fundación del Partido Comunista de Colombia, la intensa actividad periodística y militante, los intentos de desencadenar una revolución agraria y, en la literatura, sus poemas de contenido marxista como La costurera o La huelga; el tercer período, a partir de 1935 (año en que es formalmente marginado del partido Comunista), se extiende hasta 1953 y está caracterizado por sus escritos sobre estética e historia del arte, sus artículos periodísticos sobre múltiples temas de la cultura, la política y la historia de las ideas, así como una vasta producción (la mayor parte inédita) de poemas sobre el arte y la literatura; el cuarto período es doloroso y traumático, pues corresponde al exilio en Chile (1953-1963) y está marcado por la soledad, el esfuerzo de mantener viva a la patria en su memoria y en su corazón y la añoranza de su amado Calarcá, de su Quindío entrañable, de su infancia (escribe entonces su Diario suyo y mío, sus sonetos a la patria lejana, sus poemas teresianos y otros experimentos, síntomas claros de un hondo desarraigo); y el último período, desde 1964 hasta su muerte en 1990, tiene dos caras contradictorias, que son, por una parte, una sorprendente maduración en una poesía casi ruda, casi feroz, de la introspección (El libro de los fantasmas, por ejemplo) y, por otra parte, un reintegro a las filas del partido Comunista, igualmente feroz y apasionado, diría yo, que lo impulsa a escribir poemas tan cuestionables como el aplauso a la invasión de Checoslovaquia por las fuerzas soviéticas o ese libro tan discutido que se titula Poemas del abominable hombre del barrio de Las Nieves. 

Su amor al partido Comunista fue auténtico y profundo, incluso durante los largos años que permaneció fuera de sus filas. Esto, a mi modo de ver, hace respetables sus poemas menos afortunados.

El compromiso político de los poetas fue un fenómeno extendido en América latina hasta, quizás, principios de los setentas. Y los adscritos a dicha tendencia no son menores para el canon literario: Luis Vidales, Pablo Neruda, Nicolás Guillén, Roque Dalton y Ernesto Cardenal, para mencionar unos pocos. Ahora, a pesar de que las cosas no han cambiado, el poeta sólo se compromete con la estética. ¿Cuáles son las explicaciones y las consecuencias de ese viraje?

Yo no creo que en nuestros días el poeta solamente esté comprometido “con la estética”. Basta ver la enorme cantidad de poesía que se escribe hoy en todos los idiomas para comprender que vivimos en una época de rebelión, descontento, cuestionamiento de los grandes poderes y de los valores establecidos. Eso es un claro compromiso, aunque no exprese una militancia política partidaria. 

Dicho esto, no está de más advertir que el poeta tiene el derecho y la obligación de decir lo que quiera decir de una manera estéticamente aceptable. Por eso tiene que experimentar, probar nuevas formas expresivas, pulir sus herramientas y “hacer escalas” hasta el cansancio, como un cantante de ópera. Pero no debemos confundir esos ejercicios con su canto. Y tampoco vale menos un poeta que se compromete con la astronomía, o la teología, o la naturaleza, más que con el cambio social. Petrarca solamente escribió sobre su amada, pero hasta ahora ningún poeta ha hecho mejores sonetos que los suyos. Carlos Marx decía: A los poetas hay que dejarlos tranquilos. Muchos seudomarxistas, que abundan, necesitarían que se les recordara el lema de Terencio, que Marx hizo suyo: Nada de lo humano me es ajeno. Yo diría que el único viraje observable de las últimas dos décadas es el “efecto internet”: hoy, millones de seres humanos publican sus pequeños y grandes poemas y los ponen al alcance de cientos de millones de lectores… La inmensa mayoría de esos textos expresa un compromiso… y estamos solamente comenzando este proceso.

Pasemos a otro personaje cercano a usted: José María Arguedas. En 1975 el suplemento del diario El Pueblo, de Cali, publicó una crónica suya sobre el novelista peruano. Pasado ese tiempo, ¿cuál es su mirada de la obra de Arguedas? 

En mi opinión, José María Arguedas es el más grande y completo de los novelistas peruanos. Más todavía: lo pongo en la cima más alta de la literatura latinoamericana, junto con Juan Rulfo, Juan Guimaraes Rosa y dos o tres más. Su obra Todas las sangres es un inmenso mural de la sociedad andina peruana y constituye la culminación del trabajo emprendido en siglo XVI por esos dos gigantes que fueron el Inca Garcilaso de la Vega y Felipe Huamán Poma de Ayala. Nadie, como Arguedas, ha llegado tan hondo al corazón del mundo indígena andino y por eso nadie como él ha ganado tan hondamente el amor y la ternura de su pueblo. Yo leo y releo muchos autores de muchas culturas diferentes pero el único que siempre me arranca del alma lágrimas ardientes es José María Arguedas.

Usted reside en Suecia desde 1980, dos años antes del Nobel de García Márquez. ¿En Europa la literatura colombiana tiene resonancia significativa o se limita a unos cuantos nombres?

En Europa se conoce cada vez mejor la literatura colombiana, pero este es un fenómeno relativamente reciente. Antes de García Márquez se conocía La vorágine de Rivera y María de Isaacs, pero en círculos relativamente pequeños. Ahora son muchos los autores que se leen en ediciones más o menos numerosas, aunque hay que advertir que en países como Suecia no se hace mayor distinción de nacionalidades. Se suele decir: “Estoy leyendo un autor latinoamericano”

No tengo bienes, excepto
mi amor por la vida;
es un lugar común, no vale nada.
 
A la señora muerte dejo
las últimas migajas del festín.
 
Mi lápida ha de ser
una piedra pulida
de bella sencillez
y en su rostro, labrado este epitafio:
 
Aquí yace esta piedra
y debajo  de ella
uno de tantos.
Carlos Vidales (1939-2014).

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