Juan Guillermo Caicedo
Once
días de noviembre, la novela de Oscar Godoy
Barbosa, tiene como telón de fondo dos eventos que marcaron la historia de
Colombia: la toma del Palacio de Justicia –por parte de la guerrilla del M19– y
la tragedia de Armero, que acaeció por la erupción del volcán nevado del Ruiz. No
obstante los múltiples textos periodísticos e investigativos que han recreado
los hechos, entre crónicas, documentales y reportajes, esta narración alcanza
su independencia de los imaginarios que se tienen acerca de esas historias: lo
logra gracias a su fuerza poética en las alusiones del momento del país; a las
elusiones del poder imperante y a las voces fatuas que desde el anonimato
describen su hado (re)torcido.
Los sonidos que atraviesan la obra invitan
a ese juego de la sinestesia en el que mientras leemos escuchamos, por ejemplo,
el centro de la capital con todos sus ruidos que lo transforman en una caja de
resonancias y de notas con algarabía; a éstos se le agregan los estrépitos de
la guerra: disparos, cañonazos, vidrios rotos, el crujir de las calles al
sentir el peso de los tanques que no respetan los semáforos, súplicas de
magistrados rogando por sus vidas, gritos y voces que vienen del otro lado del
humo acompañados por el sonido del fuego
que consume todo lo tangible e intangible de nuestra historia jurídica;
recuerdos que retumban en aquellas mentes prisioneras del azar y que en cada
instante vuelven al presente al abrir la boca y evitar explotar por dentro
debido a las ondas expansivas de los rockets.
De igual forma, la naturaleza cuece en sus
entrañas los argumentos de autoridad que
envía a los hombres para que de cuando en vez su arrogancia divina sea
vapuleada “la naturaleza es eso: una fuerza que se desata para disponer a su
antojo de nosotros, y luego regresa a su impasible rutina de milenios”. La obra
describe la erupción del volcán y la ulterior avalancha con lo que serían los
sonidos de la banda sonora del apocalipsis: la lluvia que hace más oscura la
noche, edificios de hielo derretidos –junto al material que regurgitó la montaña,
más el que usurpa a su paso– se encaminan a Armero guiados por el Río
Lagunilla.
La familia Devia es el hilo conductor de
los acontecimientos. Pero no solo de la toma del Palacio y la tragedia de
Armero. Sino de la historia de desarraigo de la violencia en los campos
colombianos, de padres arrebatados a sus hijos por una bala o una amante, de
redes de prostitución masculina y amores por conveniencia, de vuelos producidos
por el hash que alteran la sintaxis
de las palabras, de geografías insulares griegas, de tácticas de un gigoló, de
gente que se busca y no se encuentra, de yuxtaposición de hechos en aquel
noviembre que solo produjeron caos y que buenas dosis de deportes y
entretenimiento desembocaron en el leimotiv
de Colombia: “no ha pasado nada”.
Esta novela trepidante de voces que se
superponen, se complementan, se anulan y se confunden, es un eslabón que ayuda
a entender a esa Colombia paradójica, tantas veces imposible, caótica y
contradictoria. En la que de tanto luchar y buscar alternativas de solución, la
respuesta llega como una epifanía desde la novela:
“ –¿Qué pasó?
–Sólo nos queda la ironía, Guillermo, – dice Eduardo, con desaliento.”
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