Tom
Maver
Nació en 1985, en
Buenos Aires, donde vive.
Publicó: Yo, la incesante nieve (Huesos de Jibia,
1009), tradujo Rosa, del poeta chino
estadounidense Li-Young Lee, (Barba de Abejas, 2015) y Marea Solar (Alción, 2016). Su
blog de traducciones es hastadondellegalavoz.blogspot.com
Estoy hecho de incandescencia e insomnio,
de lento desparramo. No existe le límite
que unió carne, atracción y delirio.
¿Me estoy abriendo, me estoy cerrando?
¿Quiero que mi vida se la disputen
los lugares que dejé, y las mareas?
¿Quiero entrar en las cámaras del sol?
*
Haber aprendido a no estar
en ninguna parte de todo lo que queda
de mi infancia. Bajo el mareo
que provoca la insistencia del pasado
entiendo que hay pérdidas
que deben guardarse como tesoros.
*
Nacer lleva tiempo.
El mismo que tardamos en darnos cuenta
de que otro nos sostiene, abriga y espera
a que podamos hacer las cosas por nosotros mismos.
El que nos lleva aprender que hablar
es tocar el mundo, la cara
de quien oye, con nuestra voz.
(De “Marea solar”)
El Sagrado Corazón
En la sala de techos altos y descascarados
del Hospital Israelita, mi abuela terminaba de morir.
La mayor parte del tiempo dormía como un bebé.
En su cuarto, cuando fueron apareciendo
los primeros síntomas, la miraba a ella
y luego el cuadro inmenso
del Sagrado Corazón de Jesús que estaba
en la cabecera de su cama, rodeado de santitos.
En medio de la sordidez del hospital y de ese cáncer
que la postraba, quería un poco de amparo,
ver ese corazón ofrecido chorreando una luz
que sus venas aceptaran mansamente
junto a las corrientes de morfina,
y no sólo su cuerpo de costado con la panza
hinchada y el cansancio que la tumbaba
como si estuviera tranquila. Viéndola así
recordé cuando iba a dormir a su casa,
y con la radio prendida que pasaba
de nueve a tres de la mañana
tangos y folclores, me contaba historias de santos
populares.
Y de pronto, tirada ahí, casi nunca despierta,
parecía encarnar a la Difunta Correa secándose
en el desierto sanjuanino, siendo capaz de dar amor
incluso después de muerta, alimentando hasta la
inconciencia
a ese tumor que bebía con suavidad del Sagrado Corazón
de mi abuela, hasta quedarse dormidos, uno
en brazos del otro, quién sabe si soñándose
mutuamente.
Cruces de palo
Hay cruces de palo en el camino
a Tiu Chacra. Ayúdeme, abuela, a avanzar
entre las oraciones que elevan los muertos
desde el cementerio al borde de la ruta.
Si uno soltara su memoria en campo abierto,
como un animal de corralón,
se quedaría paralizada en su lugar,
los ojos fijos en la negrura.
Sáqueme el miedo, hábleme de lo que sabe,
de las leyendas del viento, las transformaciones
de los hombres en mujeres en animales,
del doble espíritu de cada uno,
del ángel de la guarda que fortifica
abandonando, de la ceniza
que pasaba sobre la herida del cerdo
recién capado, de la noche que lo cuidaba.
Yo vengo al pueblo donde nació
por caminos secundarios, acerco mi oído
a su lengua mestiza, a sus historias
sobre las horas de trabajo, la resistencia
de la gente de campo que ha hecho
de sus días un entrenamiento del cuerpo
para la ascensión de la cosecha. Hábleme,
usted que habló tan poco en vida.
Puedo ver con qué
sueña mi madre
Le estás haciendo doler la mano.
¿No te despiertan acaso sus quejas?
¿Cómo es que soñás que la abuela
duerme en el piso,
debajo de tu cama?
Le agarres o no
la mano, si soñás con ella,
¿no te das cuenta de que está muerta?
¿Ni así vas a dejarla tranquila?
¿Podrías detenerla, podría llevarte
consigo tu mamá? Soltala.
Que no duerma en el piso
toda doblada sin colchas.
¿Creés que es la madre
de lo que sentís por ella,
madre de tu respiración,
una música que te mueve,
que te haría dormir? Pero ma,
¿no ves que no se entra viva
al mundo de los muertos?
(Del
poemario inédito “Sara Luna”)
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