Juliana Gómez Nieto
La sed del ojo es una novela histórica que reconstruye el auge de la fotografía erótica y pornográfica en el París de mitad del siglo diecinueve. Pablo Montoya narra la detención del fotógrafo Auguste Belloc, a quien le fueron incautadas en su estudio más de cuatro mil imágenes obscenas, y este hecho es el detonante de la trama. Fotografías que circulan clandestinamente por los despachos de hombres que disfrutan sus contenidos de forma privada pero que públicamente repudian por atentar contra la moral burguesa.
Valiéndose de tres personajes –todos voyeristas– Montoya construye un relato, siempre desde un punto de vista masculino, en el que el fotógrafo Belloc, el detective Maledeine y el médico Chaussende, a pesar de sus miradas casi antagónicas, están emparentados por su sed de atrapar –como consumidores, o como productores de las imágenes- eso fugitivo donde se oculta la belleza, y cuyo símbolo es el cuerpo femenino; mejor dicho, su imagen fragmentada por el recorte de la mirada.
Esta novela trata sobre el erotismo y sus aristas; la fotografía, sus alcances técnicos, sus búsquedas estéticas; y sobre “la moral”, incapaz de detener la sed del ojo. El autor expone, a partir las opiniones de los personajes, los argumentos que se daban en ese contexto histórico en relación a la disputa que la fotografía planteaba en el campo del arte y, a su vez, le sugiere una pregunta al lector: ¿dónde termina lo erótico y dónde empieza lo vulgar? Cuestión que resuelve poniendo en evidencia lo subjetivo del asunto, por medio de las distintas preferencias estéticas, muchas de ellas condicionadas por el peso de la moral.
Los tres personajes aparecen en el relato de forma aleatoria y desde la primera persona exponen sus argumentos estéticos y éticos. Predomina el monólogo como recurso narrativo, lo cual acerca al lector a la intimidad de seres que se van transformando a través de las experiencias que ocasionadas por esa sed de mirar y -de tocar- eso que, sin embargo, se torna inaprensible.
En las conversaciones aparece la historia de la fotografía como técnica: los adelantos que se dieron así como los nombres de quienes los hicieron posible a través de sus investigaciones, en esa constante búsqueda por atrapar un fragmento de la realidad. “La búsqueda de la belleza no es producto del azar. Ni mucho menos de la perversidad. Nos hemos acercado a ella desde lo experimental. Desde la razón y la observación.”
En las fotografías que el investigador Madeleine observa -y disfruta- para descubrir quién es el autor y poder llevarlo a prisión, encuentra un mundo de posibilidades que varían según los gustos. A veces se trata de imágenes de cuerpos adornados con elementos que los erotizan, otras de cuerpos en posiciones sexuales explicitas, pero siempre son cuerpos anónimos, la mayoría de las veces de prostitutas pobres que “al no mostrar completamente se transforman en divinas portadoras de lo mágico” porque ocultan y a la vez que develan. Eso mismo hace Montoya, sensualiza la historia, crea una atmósfera a partir de la sugerencia, de lo no dicho.
Esos cuerpos que producen imágenes eróticas, tienen historias que aparecen con menor relevancia en la trama: las enfermedades sexuales en boga: el sífilis y la gonorrea que padecen las prostitutas que visitan al doctor Chaussende, en busca de tratamientos, como en el caso de Juliette, de quien Madeleine se obsesiona y con quien termina involucrado en un romance.
De la misma forma en que Belloc, en las fotografías que produce apela a la recreación de la imaginación a partir de las insinuaciones; el autor, a través de las descripciones de los objetos y las situaciones, construye un clima erótico, una realidad suspendida en la sugerencia. Y lo hace de una forma, por momentos sutil y por otros soez, de la que se vale para mostrarnos personajes que sufren y gozan por las pasiones que los envuelven y por sus contradicciones internas, todas producidas por los marcos de referencia de la cultura a la que pertenecen.
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