Querido Julio,
no sabría decirte si Silvio es tu mejor cuento, aunque lo menciones con tanto entusiasmo en tu diario. Debo admitir que me pone a pensar. Te veo en su soledad, me veo a mí, a los dos, hurgando entre aquel rosedal para entender la vida. Pues “no podía ser esa cosa que se nos imponía y que uno asumía como un arriendo, sin protestar”.
A mí, por ejemplo, me gustan más tus cuentos de borrachos, de pobres diablos. Quizá porque soy uno de esos y, cuando te leo, siento que me estás escribiendo. Si creyera en un dios, seguro sería como tú, Julio: con tus cigarrillos, con tus dos pozos a punto de desbordarse por tu cara, con tu cuerpo como una calavera, con la piel forrándote los huesos igual que un caucho quemado por el sol.
Las botellas y los hombres, Los gallinazos sin plumas. ¡Qué cuentos! También el Embarcadero, por supuesto, que describes como lleno de una aplastante tristeza. Yo escribí uno de borrachos donde tú apareces. ¡Qué gusto sentí al sentarte frente a la vieja mesa de una cantina! Sentí tu abrazo. Tú y yo contemplando la lluvia desde cualquier cafetín.
El otro día soñé contigo, Julio. Caminábamos por el malecón de Miraflores, oliendo el frío de un oleaje brusco que parecía que hundiría un par de botes a lo lejos. Tú ibas en silencio (siempre te imagino así), yo no paraba de hablar, con la locuacidad de un niño que busca llamar la atención. Te limitabas a fumar y a mirarme por instantes. Estabas en los últimos años de tu enfermedad e inventabas cualquier excusa para huir de Alida y suprimirla del dolor que causaba verte agonizante. Parecías escapado de los brazos de la muerte.
Sabes, Julio, recorté tu decálogo y lo pegué frente a mi mesa de trabajo. Lo repaso cada mañana. También vuelvo a tus libros. Después de que mi hijo se duerme, busco los volúmenes de La palabra del mudo o las Prosas apátridas o La tentación del fracaso, o una edición de los cuentos completos, donde simulas una sonrisa en tu cara de Silvio tocando el violín. Tus brazos cruzados. La botella de pisco sour.
Cuando estaba en la universidad, me gustaba visitar a un vendedor de periódicos que hacía de actor de teatro. Era peruano. Un personaje de tus cuentos. Él hacía una representación magistral de Sólo para fumadores. Se presentaba en centros culturales, en universidades. No recuerdo que lo hiciese por dinero. Más bien, porque de ese modo se acercaba a sus días en Lima o se sentía unido a tu mundo.
Escribir es más fácil cuando puedo leerte. Aunque me arriesgo a imitarte, a robarte los personajes, a suplantar tu vida. A veces pienso que cuando muera, pondré en mi tumba tu epitafio: “La única manera de continuar en vida es manteniendo templada la cuerda de nuestro espíritu, tenso el arco, apuntando hacia el futuro”.
Un fraterno abrazo,
Javier Zamudio
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