Lo más útil fue descubrir que tú y yo somos la misma persona
Hace treinta y siete años escribiste, a propósito de la que fuera tu ciudad-cárcel, unas líneas que recordé en mis primeros pasos por las calles que caminaste joven y fresco, con los ojos juguetones de quien mira el mundo con posibilidad de narración, muchacho de unos veintitrés, cincuenta años atrás: “por entre edificios que hay que esquivar, pues se nos vienen encima”. A mi memoria venían otros fragmentos del mismo cuento “CERRADO POR REFORMAS, CERRADO POR REPARACIÓN. ¿Qué tipo de reparación? ¿Cuándo termina dicha reparación, dicha reforma? ¿Cuándo por lo menos, empezará? Cerrado, cerrado, cerrado. Todo cerrado…”
Mi viaje para visitar el único lugar donde al menos podría hacerte un homenaje también estaba cerrado por restauración. Pero Rei, ésta vez sí se veían animados los trabajadores en sus andamios pintando la Casa Museo. Entramos, insistentes y nos despacharon como a turistas que no entienden que no hay atención. Toqué las paredes y me dije: Éste es el santuario. Entre Industria y Consulado, Trocadero 160. Te imaginé afortunado, tanto, que llegaste a escribir sobre los milagros de aquel poeta: “Lezama era esa persona que tenía el extraño privilegio de irradiar una vitalidad creadora; luego de conversar con él, uno regresaba a casa y se sentaba ante la máquina de escribir, porque era imposible escuchar a aquel hombre y no inspirarse”.
Me había preparado para esta peregrinación leyendo tus memorias Antes que anochezca, la novela El mundo alucinante y los cuentos de Termina el desfile. A La Habana no llevé ninguno de tus textos por temor a perderlo en alguna playa, en el malecón, en una guagua. O a dejarlo junto a la mesilla de noche, de un chico con el que te pudiera confundir en este anhelo de conocerte más, mejor. Pero, creerás que olvidé las calles, los barrios en La Habana que mencionaste. Mi única referencia era la casa de Lezama Lima. Ah, y muy a propósito, la verdad sea dicha, borré de mi memoria el nombre de tus enemigos. Preferí tu amistad con José Abreu, Virgilio, Jorge, Margarita. Sobre todo, estos dos. Me gustaría en algún momento hacer algo como ese favor que nos hicieron contigo: tomar tus inéditos –impublicables en la isla- y darlos a conocer por fuera. Desde el malecón veía el Hotel Nacional y trataba de imaginarlos en una habitación, camuflándose para dar contigo.
Quizá uno de esos nombres que me fue inevitable fue el de Haydée Santamaría, cuando visitamos la Casa de las Américas y nuestra amable guía pronunció su nombre. Pensé en el paralelo de las versiones: la crisis nerviosa de la artista, como relato oficial, frente al tuyo, el del desencanto, ahogo e implosión de una revolución, que se estancó para hacerse de hierro.
¿Hablamos de política? No, Rei. No soy quién. Hace un año murió Fidel Castro. En su momento escribí: Ni celebrar, ni llorar. Quizá festejarían su muerte los que pretenden una dictadura de derecha, los que fomentan una colonización del mercado a través de pequeños ejércitos particulares y no me uniría a ellos. Pero tampoco lloraría la muerte de un dictador.
A veces temo, Rei, que te vacíen de contenido y que termines mudo y maniatado en una pancarta antirrevolucionaria. Que no te lean y sin embargo te nombren cada vez que alguno tema a ideas que hablan más de responsabilidad del Estado, que a oportunidades para los que han hecho de los partidos sus fábricas rentables.
Imagina: alguno de los ex subversivos de la guerrilla más antigua del continente, una de las de mi país, viajará a La Habana a estudiar medicina como parte del plan de reinserción a la vida civil. ¿Te suena a algo vivido? Sí, en él pienso, en Fortunato, en el guerrillero colombiano que amaste y que te dio el nombre para el protagonista de El palacio de las blanquísimas mofetas. Ah, y súmale ahora, que tu ciudad hace parte de nuestro territorio: allí tuvo lugar uno de los diálogos más urgentes de la vida actual de los colombianos. Con un montón de aristas aún por limar, sí, como te lo contaría este nuevo Fortunato, quien te relataría además que hubo una propaganda negra, en la que líderes religiosos vincularon unas cartillas de educación sexual –dizque pornográficas-, a la redacción final de los acuerdos. Profetizaron en sus arengas, que si votaban al Sí, se implementarían en los colegios para destruir la familia que ellos avalan desde fragmentos de la Biblia.
Concluyo, Rei, este paréntesis así: Castro no me representa y con tu literatura opto por burlarme de él también, como un exorcismo frente a cualquier dictador. Pero no me adhiero a los que atacan unas ideas de renovación política, acusándolas de castrochavistas. Del tema, estarán hablando con mayor profundidad y conocimiento de causa, allá, en las playas del Este, un domingo en las horas después del amor.
Porque, en el fondo, la actitud política más importante de tu obra, a mi parecer, consiste en la rebelión contra la tiranía, a través de la burla contra los carceleros que, como los de Fray Servando, empezaban a temer por sus temores. Y se agazapaban en los rincones y señalaban la celda del fraile.
En el encabezado de esta carta, hablé de lo que pasaría hace cincuenta años cuando visitabas a Lezama Lima, entusiasta por la novela que había leído como jurado, pero que no pudo dejar en primer lugar, por una élite al servicio de la propaganda del régimen. Hoy, para celebrar la vitalidad de El mundo alucinante, te regalo el dibujo que hice, mientras iniciaba mis estudios literarios en la universidad, inspirado por el capítulo XXIV: una fuerza interior –llamada libertad- desgarra el hábito dominico de un hombre que, desnudo, aparece triunfante, con una pluma en la mano, tan alta como él, para romper las cadenas de sus pies.
algo hacía que la prisión siempre fuera imperfecta, algo se estrellaba contra aquella red de cadenas y las hacía resultar mezquinas e inútiles. “Incapaces de aprisionar…” Y es que el pensamiento del fraile era libre. Y, saltando las cadenas, salía, breve y sin traba, fuera de las paredes, y no dejaba ni un momento de maquinar escapes y de planear venganzas y liberaciones. El pensamiento emergiendo ligero de entre aquellas barras de acero, saltaba por sobre las mismas narices de los carceleros y llegaba retrocediendo en el tiempo, hasta los campos de arena y los cerros de piedras como pintadas de blanco {…} Y de no haber sido por aquellas odiosas cadenas que le apretaban las comisuras de los labios, introduciéndose por los intersticios de los dientes y atándole la lengua, se hubiera visto dentro de aquella armazón, semejante a un pájaro fantástico, la sonrisa de Servando, tranquila, agitada por una especie de ternura imperturbable…
Jáiber Ladino Guapacha
Quinchía, Rda.
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