Por Antonio María Flórez
A raíz de mi último viaje a
Colombia con el proyecto Mirando al
Poniente, uno de mis amigos en Medellín me preguntó sobre el estado actual
de la literatura en Extremadura, y a bote pronto le dije: “A la literatura extremeña le sobran poetas”; y dicha la barbaridad, me quedé pensando y le agregué: “pero siendo justos, creo que le sobran también
narradores, ensayistas, filólogos, traductores… ¡Son tantos, tan buenos y
publican tanto! Asombra la cantidad de poetas que hay en activo y lo que editan
dentro y fuera de la región (Álvaro Valverde, Basilio Sánchez, Antonio Gómez,
Santos Domínguez, Pureza Canelo, Ada Salas, María José Flores), pero de los
otros géneros tampoco encontramos desperdicio (Javier Cercas, Luis Landero,
Gonzalo Hidalgo Bayal, Luis Gómez Canseco, Antonio Sáez, Eugenio Fuentes,
Martínez Mediero…). Es decir, el estado de salud de esta región en el contexto
literario español e internacional es excelente, tal como se pudo comprobar en
las ponencias y exposiciones que se hicieron en Colombia en los distintos
festivales y ferias a los que Extremadura acudió como invitada de honor.
Pero ahora la cuestión que
se me plantea es que elija CINCO POEMAS de autores extremeños, ¡mis cinco
poemas de siempre! Nada más formulada la cuestión, me pongo en la tarea y me
abrumo. ¿De toda la historia de la literatura extremeña? Primero habría que
decantarla un poco, contextualizarla, limitarla en el tiempo. No debería tener
carácter de canon ni ser absolutista ni cerrada. Así pues, he decidido que será
de poetas del último siglo, con lo que quedarán por fuera Espronceda y Carolina
Coronado, por ejemplo. Será de poetas que yo haya conocido y tratado y que de
alguna manera me hayan “tocado”; cosa que está muy bien porque incluye el
asunto afectivo o circunstancial, que aquí me parece importante. Y serán poemas
de esos autores que no necesariamente son los mejores suyos, pero sí muy
significativos para mí.
Y después de mucho pensarlo,
de mucho consultar mi memoria afectiva y de mucho mirar en mi biblioteca, los
autores que he seleccionado son: Manuel Pacheco (Olivenza, 1920- Badajoz, 1998),
José Antonio Gabriel y Galán (Plasencia, 1940- Madrid, 1993), Basilio Sánchez
(Cáceres, 1958), Álvaro Valverde (Plasencia, 1959), y María Rosa Vicente Olivas
(Madrid, 1959). Y sus poemas, según el orden: Luz agachada, Alguien ha
huido, Poema V, Enclave y Pensando en un indio, respectivamente.
Manuel Pacheco fue un poeta muy popular en
la Extremadura previa a la Transición. Su poesía social tuvo gran eco en los
jóvenes de aquella época, ilusos e ilusionados, como uno. Pacheco recorrió las
tierras extremeñas con otros poetas y cantantes anunciando y celebrando los
tiempos nuevos, entre ellos Luis Pastor y Pablo Guerrero. Es uno de los
vértices de la poesía extremeña de la segunda mitad del siglo XX, con Delgado
Valhondo y Álvarez Lencero. Tal vez la obra de Delgado Valhondo sea más sólida
y la de Álvarez Lencero más consistente, pero para mi gusto, Pacheco tiene más
relevancia por todo lo que aportó a la popularización de la poesía en esa
época, aunque lo que más admira uno de su obra ahora no es precisamente su
canto social, si no la de corte surrealista de los años cincuenta y sesenta.
Lo conocí en una visita que
hizo al Instituto “Luis Chamizo” donde yo hacía mi Curso de Orientación
Universitaria. Le presentamos María Rosa Vicente, Paco Señor y yo. Me encandiló
su temperamento abierto y su clara vocación social, expresada en un poemario
suyo que había salido por aquellos días, en una edición digna y asequible,
titulado Poesía en la tierra (1975) y
que recogía algunos de sus más significativos poemas dedicados a Extremadura. Su
influencia en mis primeros escritos fue determinante, al igual que la de Pablo
Neruda, García Lorca, Rafael Alberti y Jaime Jaramillo Escobar. El primer premio literario que gané en mi
vida fue con un poema claramente “pachequiano”
de insuflado extremeñismo. Recuerdo que su título y su temática eran un poco
atrevidos, a tal punto que los organizadores del certamen, por boca de su
secretario, me propusieron que le cambiara el título y algún que otro verso excesivamente
“erótico”. Muy digno yo, por supuesto, me negué a ello. Me pidió, en su
defecto, que me cortara el pelo y me afeitara para el acto de premiación
(llevaba ya uno por aquella época una melena a la altura de los hombros y una
rizada barba negra que me cubría media cara y me daba un aire muy “Jesucristosuperestar”). Le dije que ya lo
vería, pero jamás le hice caso, y al acto me presenté sin chaqueta, vestido de
negro y con mis greñas oscuras intactas, muy superestrella en los Juegos
Florales de mi pueblo natal.
Años después vine a saber
que Manuel Pacheco había sido muy amigo de un tío mío que vivió en Badajoz -eran
vecinos en la calle De Gabriel-, y que acudía con él con frecuencia a la
tertulia que hacía Esperanza Segura Covarsí en su domicilio, todos los sábados,
desde finales de los años cincuenta. Le menciona en la segunda estrofa del Insoneto para cronicar un homenaje,
perteneciente al Libro de los insonetos
(1968-69): “¿Quién morirá? Cansino se
cansiene/ con el presunto número cerado/ y Trajano de palidez de dado/ dice que
suicidarse le conviene”. El pintor Antonio Vaquero Poblador recuerda que se
hacía llamar con el apelativo de su padre, Alfonso Trajano, gran fotógrafo y
pintor del primer tercio del siglo XX. Alfonso Carlos Trajano, se firmaba,
aunque en realidad se llamaba Alfonso Rodríguez Barquero. Era “oficinista y
escritor”. Este tío mío tuvo una vida muy particular y aprendí a quererle y a
admirarle porque mi madre le adoraba. Viajó bastante por África y Europa y
vivió muy de cerca el mayo francés. Era sumamente culto, gran jugador de
ajedrez y amante sin par, decían las buenas lenguas, de la música clásica y del
jazz. Gracias a él conocí la poesía de la Beat
Generation americana, que tanto ha influido en algunos libros míos como Bajo tus pies la ciudad, por ejemplo.
Pacheco le dedicó a mi tío también
un poema de corte surrealista titulado Luz
agachada, que es el que finalmente he seleccionado para esta muestra porque
es, además, un reflejo del tipo que poesía que de él más me gusta en la
actualidad y que ha resistido el paso del tiempo, coincidiendo con Paco Señor
en esto.
MANUEL PACHECO
LUZ AGACHADA
A Alfonso Carlos Trajano
Si
en el cristal del mundo
el
aire estabiliza
las
manos de los muertos,
una
ladera en forma de nariz
hará
el milagro.
Cangilones
de anemia
para
el alma y el cuerpo
sobre
mapas de manos cortadas.
Bujías
de carcomas
ponen
en las pupilas
anillos
de niebla.
Pulpa
de mar ausente
donde
mueren las playas
y
se nombran los días
como
el bastón de un ciego.
Agachado
está el hombre,
agachada
la luz
y
agachados los cuernos
de
toros salvajes.
De
Todavía está todo todavía. Poemas 1958-59,
Orense, 1960. Reimpreso en Poesía en la
tierra (Antología 1949-1972), 1975, pg 80 y en Poesía Completa (1943-1997). Tomo III. Mérida, 1999.
José Antonio Gabriel
y Galán era descendiente de uno de los poetas más
populares que ha dado Extremadura, aunque fuera salmantino de nacimiento, José
María Gabriel y Galán, el autor de Mi
vaquerillo (“He dormido esta noche en
el monte/ con el niño que cuida mis vacas…”). Nacido en Plasencia, se
instaló siendo niño en Madrid. Estudió derecho y periodismo y vivió en París. Escribió
en los más reconocidos medios del país desde 1966 y dirigió la prestigiosa
revista cultural El Urogallo. Supe de
él viviendo yo en Colombia por la lectura de su novela El bobo ilustrado (1986) que había caído en mis manos en buena hora
gracias a que estaba expuesta en la librería Palabras, ya desaparecida. Situado
generacional y geográficamente en una “tierra de nadie”, algunos lo adscriben
con la Generación del 68 y otros con los novísimos tardíos. En Extremadura
sería coetáneo de Pureza Canelo, José Antonio Zambrano, Santiago Castelo o
Manuel Neila. Para uno sería tan relevante como Félix Grande, ¡grandísimo poeta
con igualados méritos!, pero decidí incluir mejor a Gabriel y Galán en esta
mini selección por razones especialmente afectivas.
Nunca
lo conocí personalmente, pero crucé con él alguna correspondencia cómplice. Me
escuchó y me animó en algunos de esos proyectos locos en los que yo me suelo
meter desde bien joven. A finales de los ochenta creé la Asociación Colombo
Española de Manizales y la revista Aurocarbónica,
aventuras en las cuales me acompañaron Octavio Escobar y Marcela Vásquez. Todos
los años organizábamos una Semana de España con el apoyo de varias entidades
caldenses y españolas, pero especialmente con recursos de mi bolsillo. A una de
ellas quisimos llevar a José Antonio, para que fuera la estrella invitada del
evento y generoso aceptó, estando ya enfermo; con el añadido de que él mismo se
encargó de tramitar ante el Ministerio de Cultura de España la subvención de su
viaje. Para el 92 quisimos llevar a cabo un proyecto pionero y algo loco que
consistía en lo siguiente: la Imprenta Departamental de Caldas publicaría a
cinco escritores extremeños en Colombia y la Junta de Extremadura publicaría a
cinco escritores jóvenes caldenses en España para conmemorar el Quinto
Centenario del Descubrimiento. Él fue el primero en ceder los derechos de autor
para el proyecto de no sólo uno, si no de tres de sus libros (dos novelas y un
poemario), para lo cual ya contaba con la anuencia de su editor. Me los mandó
en un paquete y recuerdo que eran Punto
de referencia, A salto de mata y
una antología de su poesía. En la selección de Caldas estaban Octavio Escobar,
Flóbert Zapata, Roberto Vélez Correa y no recuerdo quién más. Por Extremadura,
Gabriel y Galán, María Rosa Vicente, Paco Señor y tampoco recuerdo quién más.
El proyecto, prácticamente financiado en España y en Caldas, se vino al traste
porque un miembro del Comité Asesor de la Imprenta Departamental de Caldas se
opuso al proyecto, porque no le veía ninguna utilidad ni ninguna proyección y
porque seguramente no estaba incluido él entre los autores seleccionados.
Muchos años después la idea pudo realizarse parcialmente con el proyecto Estrechando Círculos, apoyado por el
Ayuntamiento de Don Benito, y con la creación, a comienzos de este siglo, de la
colección Letras Americanas en la Editora Regional de Extremadura (en los
tiempos de Álvaro Valverde), un poco a instancias de uno y con la complicidad
del paisano de Gabriel y Galán.
Leer
y conocer la poesía de José Antonio Gabriel y Galán para mí fue un mazazo
descomunal, especialmente la lectura de su libro Descartes mentía. Su carácter narrativo, épicamente subjetivo,
sentimental, donde el desamor se alinea con las incertezas del discurso
racional, me tocó en lo más hondo. Una manera distinta de abordar el tema del
amor, de las pasiones, desde la asunción del fracaso de una interpretación
fisiológica de los sentimientos. Vivía yo tiempos sumamente difíciles y
complejos en lo personal y lo emocional. Acababa de pasar por el “túnel”, venía
de una ruptura amorosa sumamente difícil, estaba amenazado, y surgía ante mí la
posibilidad de una nueva vida, lejos, ajena, ambiciosa y reivindicativa.
Empaparme de este texto de
su poema Estado de salud (“A punto estuvimos de morir de amor, pero
murió el amor y nosotros vivimos”), imbricarlo con Makbara de Juan Goytisolo y adobarlo con mi locura sentimental de
entonces, dio lugar a algunos de mis textos experimentales más reconocidos y
fundamentales de mi obra narrativa: Epigolatría
y Estados de la palabra, Premio
Iberoamericano de Cuento en 1993. Por esto y mucho más es que mi segundo poema
seleccionado es este titulado Alguien ha
huido del placentino José Antonio Gabriel y Galán que conmueve y emociona.
JOSÉ ANTONIO GABRIEL Y GALÁN
ALGUIEN HA HUIDO
Et le même paraît en la colère, où souvent un
prompt désir de vengeance est mêlé avec l’amour,
la haine et la tristesse.
Fuiste valiente entonces,
hiciste a tu modo lo que
debías hacer,
de entre todo lo nuestro me
dejaste
los muebles viejos, los
balcones cerrados y aquella
colección de puñales malayos
con sabor de otras lunas,
y te fuiste llorando
empecinada,
medio ciega,
como un Cid arruinado, como
una
Juana de Arco con miriápodos
dentro.
Ya los griegos pensaron que
un remo contra el agua es una
alucinación de los esclavos,
¿quién no ha sido mordido
por un sueño con ropaje de humo?
***
Así empezó tu diáspora por
los cuerpos, destinos y hospitales
del orbe,
el sol serrano que te cubría
a veces ocultaba una seria palidez
en los alrededores de tus ojos,
hablabas más, más rápido,
pero ya tu discurso no era bello
sino mascado, oblicuo como
tu vestimenta faraónica,
te movías con movimientos de
otra,
tu risa era la triste
correría de un heroísmo venido a menos,
aparecías a veces como
protagonista única
en sórdidas películas del
boulevard Bonne Nouvelle
y tu ternura revolucionaria
se había transformado en
arsenal a sueldo del gran mundo.
Cuando quisiste darte cuenta
ya eras otra,
ni armadura de oro, ni
libertad flotante, ni torres por tomar,
la servidumbre había borrado
las huellas lentamente,
tu punto de partida llegó
tarde.
***
Ahora no sabes qué hacer con
la que eres,
cuesta tanto acostumbrarse a
los accidentes ocultos.
Aún te queda inventar nuevos
juegos de trampas,
acusarme de haber despiezado
como Trujillo hacía
para aliviar el tedio de sus
cocodrilos en las tardes de lluvia,
pero mientras
tus ojos no resisten la
extrañeza que acusan
el pelo se te cae de puro
ajeno.
Me digo: ya no vales la
pena.
Mas te sueño,
disecciono los pasos de la
que nunca fuiste,
alzándome y cayendo frente a
tu nueva boca.
Siempre seré ese siervo que
una noche encontró
los balcones cerrados al
tiempo
que una nube de polvo se
alejaba.
De Descartes mentía (1970-1974). León, 1977. En El último naipe. Poesía completa. 1970-1990. Mérida, 2010.
Basilio Sánchez, cacereño de nacimiento, es
médico y trabaja en urgencias. Es, de otra parte, uno de los creadores extremeños
contemporáneos más sólidos, que tiene además un compromiso indeclinable con la
palabra y el ser humano. Para mí,
razones más que suficientes para incluirlo en esta selección. Pero está también
su manera de entender el ejercicio de la medicina que coincide en algunos
puntos con lo que uno piensa debe ser ella y que se relaciona estrechamente con
la escritura. Para ser buen médico, tal como yo lo concibo, hay que tener una
gran capacidad de observación, competencia analítica, aptitud para la síntesis
y acierto en el diagnóstico y las estrategias a seguir para un adecuado
tratamiento, todo ello adobado de la dosis necesaria de sensibilidad. ¿Qué otra
cosa es si no la escritura?: Mirar, asimilar, decidir y sentir, pero sobre todo
mirar con ojo agudo y sagaz.
Tres o cuatro veces, no son
más, las oportunidades en las que nos hemos visto en la vida. Muchas más nos
hemos escrito y nos hemos hablado por teléfono. Lo conocí en Barcelona,
probablemente en el 2008, cuando yo trabajaba en una Mutua laboral y en el
Instituto Catalán de la Salud en L’Hospitalet. Acababa de ganar el Premio
Tiflos con Las estaciones lentas.
Daba una lectura, en un día cualquiera de semana, en una biblioteca pública
barcelonesa. Me invitaron al acto Álex Chico y Efi Cubero. Su forma de leer y
la manera como contextualizaba los textos, me atraparon y me hicieron
interesarme por su poesía. Su trato afable y cercano, hicieron el resto.
Me precio de tener leída
casi toda su obra y de tener en mi biblioteca la gran mayoría de sus libros. Los bosques de la mirada, su antología
publicada por Calambur, es un libro que consulto y disfruto con frecuencia. Ahí
puedo ver con nitidez meridiana su evolución como poeta que explora el lenguaje
y mira con detenimiento el bosque de las palabras y el alma humana. Poesía
meditativa, intimista, vital, que respeta la esencia del lenguaje, y que me
hace reconciliarme con esa búsqueda constante del simbolismo ético por parte
del ser humano.
Hace tiempo tenemos
pendiente una lectura conjunta en cualquier lugar del país, pero también una
mesa de discusión con otros dos médicos amigos y escritores, Orlando Mejía y
Octavio Escobar. ¿Qué saldría de tamaño conversatorio?
Va aquí uno de sus poemas
más sentidos y sugerentes, que habla del padre, del paisaje, de la memoria y de
las asechanzas de la vida.
BASILIO SÁNCHEZ
V
El viento de mi padre
ha empujado las nubes por encima
de los tejados de las casas.
Siempre he presentido las tormentas,
mucho antes que la madera de los establos.
Un día cualquiera, a solas,
me asomo a la ventana y me apodero de pronto
del espacio de Dios.
Con la misma quietud con la que acechan
los ojos de los gatos
desde la indigencia de las cocinas,
contemplo lo de afuera: la nieve cubre el barro
de la misericordia,
la florecilla gris de la mañana.
Veo el hilo de humo blanco de las lavanderías
y el carbón subterráneo,
a la mujer que cruza con su hijo el río de los lodos
y a los hombres que pasan por los desfiladeros
con sus sacos de hojas
en el amanecer de las hogueras.
A lo lejos distingo
la fila interminable de los niños
ante los barracones
con el vaso en la mano para la lecha de la adelfa,
y al puñado de ancianos que dormita
en los cobertizos de la memoria
y en los bancos de piedra de las plazas
en las que se reúnen sus difuntos.
Donde acaba la nieve
comienzan los arbustos y sus pájaros negros,
el murmullo apagado de los hombres
que ya han sido vencidos por la curva del agua.
Como si el viento hubiera sacudido
sobre nuestras cabezas
todas las aceitunas de los árboles,
cada una de ellas con su noche, con su Getsemaní,
en esta claridad de siete pasos
nunca es culpable o inocente del todo.
Allí donde en la página
los signos se bifurcan
para hallar las palabras que puedan consolarnos,
me acompañan las sombras, la medianoche oscura
de los amaneceres imprecisos,
de los cielos diezmados.
Dueño ya para siempre
del corazón de brea del río de las cosas,
me abrazo al pino blanco de los estercoleros
y le grito a la vida como lo haría un hombre
en el primer minuto de su muerte.
De Las estaciones lentas (2008). Tomado de Los bosques de la
mirada. Poesía reunida (1984-2009). Calambur, 2010.
Álvaro Valverde, nació también en Plasencia
y se jacta de seguir atado a su tierra, desde donde da todas sus batallas, como
la encina solitaria de su pueblo que “Sola,
en su altura, sosegada, es cifra/ de la vida a que aspira quien resiste”. Docente,
ha ocupado diversos cargos administrativos y gremiales, desde donde ha ejercido
una muy intensa labor cultural. Su paso por la Editora Regional de Extremadura
es gratamente recordado. Poco amigo de adscripciones generacionales, desde muy
temprano encontró su propia “voz”, inconfundible en su dicción, reconocible en
sus obsesiones, intimista y meditativa, deudora de tradiciones propias y ajenas
como los Novísimos y la poesía
inglesa. Alguna vez se lo dije claramente, su obra me parece una de las más
importantes de la poesía extremeña del siglo XX y, hoy en día, es una de las
más respetables de este país. Tal vez no sea más reconocida por su timidez
escénica y su escasa voluntad para hacer largos viajes y excederse en lo
mediático.
No recuerdo bien cuándo le
conocí en persona, ni cuándo empezamos a cartearnos; pero sí cuándo leí por
primera vez algo sobre él. Fue en un número especial de la revista El Urogallo dedicado
a Extremadura en diciembre de 1990 que compré en la librería Palabras de
Manizales, en el cual Miguel Ángel Lama hablaba de los nuevos Modos de ser de la poesía regional.
Luego supe de su temprana consagración ganando el Loewe en 1991 con Una oculta razón, libro que sólo pude
leer completo muchos años después. Los primeros poemas suyos los debí leer en
el 93 en un viaje que hice a Extremadura o cuando ya me instalé en Madrid para
estudiar en la Complutense a finales del 94.
Lo más probable es que
empezáramos a cruzar correspondencia a finales de esa década. Tal vez cuando yo
estaba de nuevo instalado en Colombia como asesor de los Ministerios de Salud y
Comunicaciones, entre el 98 y el 2000. Seguramente algún motivo literario nos
hizo contactar. Sí que tengo presente que lo consulté para un trabajo que
estaba haciendo para un proyecto del Banco de la República parecido a éste
(seleccionar cinco poetas que uno valorase especialmente, siendo él uno de los
elegidos por mí. Curiosamente por aquella época ya empezaba a reconocer dentro
de mi tradición literaria a algunos de mis contemporáneos extremeños). En todo
caso, ya para el año 2002 nuestra comunicación era bastante fluida porque
recuerdo muy bien haberle dado cuenta en un mensaje muy sentido del asesinato
del poeta y periodista Orlando Sierra, amigo mío y miembro del llamado Grupo de
Manizales, con el cual estábamos preparando un número especial del suplemento
cultural de La Patria dedicado a Extremadura que, por lógica, se vino al
traste. Desde entonces hemos mantenido una correspondencia sostenida y con
cierta regularidad. Hablamos de política, de literatura, de gestión cultural,
de asuntos personales y, cómo no, a veces nos contamos nuestras cuitas y
también, con mucho desenfado, sacamos a colación alguna que otra leyenda urbana
o insucesos de la vida artística
nacional o internacional.
Valverde ha sabido siempre
de mi interés en tender puentes entre Extremadura y las tierras de más allá del
Poniente. Supo darle forma al sueño que anhelé durante muchos años y puso toda
su voluntad para que el proyecto Letras Americanas de la Editora Regional de
Extremadura cuajara y empezara con buen pie; tarea que luego siguió su sucesor
al frente de la ERE, Luis Sáez, pero que una administración posterior dejó
agonizante por desidia o simple desinterés por los asuntos de América.
Más allá de la amistad y el
afecto que le tengo, valoro profundamente su poesía, especialmente la de sus
libros Desde fuera, Plasencias y Más allá, Tánger. El primero porque me lo regaló mi hijo de
cumpleaños en Barcelona y por los poemas dedicados a su padre (Entonces la muerte); el segundo porque
habla de un tema que siempre ha sido afecto a mi obra poética y narrativa, “la
ciudad” y “mi pueblo”, y porque leyéndolo, por identificación, sentí ese
espíritu que animó en tiempos, cuando vivía en Brasil, la escritura de un largo
poema mío homenaje a Don Benito y a mis ancestros calabazones: Se abren puertas. Y el tercero, porque
es un bellísimo homenaje a la ciudad de Tánger, tan mítica ella, pero sobre
todo porque es un acto de amor, un homenaje a su esposa, personaje sustancial
en su vida y porque, como dice Fernando Aramburu es un libro “…de un alto valor confidencial, de una
naturalidad austera y de una belleza expresiva que no olvida descansar en la
emoción”.
Sin embargo, para este
trabajo, he decidido mostrar un poema suyo de su libro del Loewe, que no es
precisamente de los más conocidos de esa obra, pero con el que me identifico
plenamente por su carácter evocador y nostálgico y porque, sin conocernos, y
viviendo tan lejos, había algunos trasuntos poéticos que ya nos acercaban. Enclave tiene el tono meditativo y
estuporoso de algunos poemas míos juveniles como Esperándonos (1976): (Hay que
ser como un crepúsculo,/ para estar aquí,/ sentados en un instante/ de nuestras
vidas,/ esperándonos/ a nosotros mismos).
ÁLVARO VALVERDE
ENCLAVE
Como quien nada espera,
sentado frente al muro que levanta
dos árboles meciéndose,
mirando en la distancia
la sombra desvaída de la ausencia,
la torpe maquinaria de las horas.
Como quien ve pasar delante – sin moverse-
la película gris de los recuerdos
y en nada ya repara o desespera,
sin que se note apenas, olvidándose.
Así, desde la noche, en el origen,
en el turbio presente casi exacto
de una vida pasada inútilmente,
ese ser que yo he sido -sin conciencia
siquiera de saberlo-, la figura
que ahora me contempla – la inocente
apariencia de su rostro-, parece interrogar
ante el espejo
una razón que valga la respuesta
de estar -frente a este tiempo-
aquí esperando.
De Una oculta razón, 1991. Premio Loewe. Tomado de Un centro
fugitivo. Antología poética (1985-2010). La Isla de Siltolá, 2012.
María Rosa Vicente Olivas nació en Madrid, pero vivió
ya en Don Benito siendo muy niña, donde mostró su talento literario desde muy
temprano. La publicación de su libro Llamarada
azul en 1974 con apenas catorce años, la volvió un personaje reconocido y
mediático, sobre todo después de haber aparecido en el famoso programa de
televisión de José María Íñigo, en horario de máxima audiencia, que yo recuerdo
haber visto con ojos de asombro y admiración, especialmente porque era una
chica de mi pueblo.
Nos conocimos en el
Instituto Luis Chamizo, donde coincidimos haciendo el Curso de Orientación Universitaria.
Ella pensaba estudiar filología en Salamanca y yo medicina en Badajoz. Hicimos
buenas migas, y con otros amigos como Paco Señor y Javier Alberto Martínez,
fundamos un grupito al que dimos por llamar El
Círculo Cuadrado que revolucionó el cotarro cultural de la región. Quedó
finalista del Adonáis de 1977 con Canto
de la distancia, lo que acrecentó su prestigio y la admiración de todo el
mundo. La estima mutua fue mucha y su liderazgo literario, evidente. Me invitó
a escribir la introducción a su libro Escalera
de ratas (1977), publicado por Esquina viva. Compartimos muchas cosas,
vivencias, sueños, confidencias, dolores y esplendores. Nos mostrábamos
nuestros escritos y nos hacíamos sugerencias; no, mejor dicho, ella era la que
sugería y uno el que aprendía de su precoz maestría. Era tanta la confianza y
la estima, que en muchos de sus escritos de esa época Marochi nos homenajeaba a los amigos dedicándonos muchos de sus
poemas y, a mí, particularmente, me convirtió en personaje de alguno de ellos. Crónica en papel de encina, un libro que
escribió en 1977, en mi opinión de gran calidad, contiene poemas donde habla de
mi tierra colombiana, de sus indios y café. Me regaló el manuscrito del libro,
que conservo como un tesoro.
Gracias a ella conocí a Fernando
Aramburu en 1978. Ellos ya se trataban de antes. Vino el donostiarra a
visitarla y, dado que estaba enfermosa, lo atendimos Paco Señor y yo. Se llevó
de regreso poemas nuestros y en el verano salió publicado en la famosa Kantil, donde él colaboraba, un poema
mío y de otros poetas dombenitenses. Ese hecho, más el éxito e influencia de
los Juegos Florales del Claret, más el fenómeno Marochi, me han permitido afirmar desde hace muchos años que la
poesía contemporánea en Extremadura nació en este pueblo y no en Cáceres, como
afirman muchos académicos universitarios.
Desde aquella época no
volvimos más a vernos, hasta que yo volví a España a estudiar a la Complutense
a mediados de los noventa. El Ayuntamiento de Don Benito había creado un Fondo
Editorial, en el que yo colaboraba, y ahí se le publicó un libro titulado El libro de los bosques (1977-1977) que
reunía todos sus libros publicados hasta entonces. De nuevo perdimos el
contacto, aunque nunca he dejado de estar pendiente de sus publicaciones,
escasas, muy escasas, por cierto. Barrunta uno que su esplendor temprano haya
condicionado su evolución posterior y su nivel de exigencia.
Marochi, con Pureza Canelo,
Ada Salas, María José Flores, Irene Sánchez Carrón o Efi Cubero, constituyen el
grupo más destacado de mujeres poetas de esta región, en mi modesta opinión.
Cualquier poema de cualquiera de ellas tiene méritos suficientes para aparecer
aquí. En todo caso, aquí quiero rescatar un poema de aquellos que ella me
dedicó, por amistad, por afecto, pero también por la calidad que lo adorna.
MARÍA ROSA VICENTE OLIVA
PENSANDO EN UN INDIO
Ojos
de niño sin color,
un
día,
cuando
ensayaba la culebra sus ritos ancestrales,
y
el corazón lleno de plumas se dormía en silencio,
el
hechicero machacando
estrellas
nos
hablaba del polvo de la luna
y sus poderes mágicos,
augur de mi silencio
entristecido.
Canción
llena de rabia, de espuma,
desengaño, silencio,
cobardía
y absurda
explicación magnética
de lo sensible.
Sin
máscara,
tu vida es tanto y a la
vez tan poco,
pedazo
de otra tierra,
tan lejos y tan cerca,
siempre en el corazón,
ahogando,
invocando la lluvia
rezando
al maleficio de los sapos
y
el secreto abisal
de las
luciérnagas.
Niño
triste,
niño siempre,
niño,
tu
nostalgia es el mundo
de la leyenda
y de la fantasía.
Estamos
todos tan llenos de tu tristeza
que
ya no basta
un
c o
u c
e n de luna
para guardar
las lágrimas.
Creo que te falta nombrar a uno de los mejores...Rufino Felix
ResponderEliminarSí, conozco algo de la obra de Rufino, y a fé mía que es buena. Eso tienen este tipo de ejercicios, que son limitantes y subjetivos.
EliminarAntonio María Flórez
Creo que te falta nombrar a uno de los mejores...Rufino Felix
ResponderEliminar