Camilo Velásquez
What goes
on, The velvet underground
Si me pidieran que elija cinco canciones
(así nomás, como si uno
pudiera elegir cinco canciones sin arriesgar la dignidad o algo peor) la
primera sería What goes on,
de The Velvet Underground. No estoy muy seguro de que la descripción sea una buena manera de acercarse a una
canción; pero puesto en
estas tendría que decir What
goes on no empieza sino que irrumpe
como si el encargado se hubiera demorado un segundo en hundir el botón rojo de la consola. Sin que haya exactamente
un crescendo se van sumando instrumentos y la cadencia repetitiva de
esos pocos acordes alcanza la consistencia idónea para suspender cualquier tipo de incredulidad. La verdad es
que uno cede o cede. No se necesita saber de música para oírla
y llegar al final sintiendo que las cosas están para resolverse de la manera más sencilla. Grabada a finales de 1968, esta canción aprovecha cada recurso para no sonar a
1968 sino a algo distinto, algo que acabó por adelantarse a la llegada del punk, del indie o del
post-rock.
Old
West, Brad Mehldau
A Brad Mehldau lo conocí por una versión que oí hace unos diez años de Paranoid Android. Me gustó porque Mehldau ponía buena parte de su propia cuota en esa
canción. Siendo un
acercamiento desde el Jazz, el propósito
no era suavizar ni edulcorar canciones famosas como se oía por esos días en los restaurantes con algunas aberraciones hechas desde el
violín o el bossa
nova. De ahí le seguí
la pista y en el 2010 me encontré con Higway Rider,
un álbum que une el
jazz con la música de cámara. Y allí
estaba Old West,
brillando con sus frases de saxo sobre una base rítmica que demuestra muy bien por qué el piano es también un instrumento percutivo. Hacia la mitad de la canción el piano se adentra en una secuencia
disonante; pero es tan contundente el ritmo, tan atrapadora la cadencia, que
esa disonancia se vuelve algo de raigambre, algo telúrico indiferente a su centro tonal. Lo mejor vino después, cuando oí un álbum en vivo en el que Mehldau tocaba, un año antes de grabar Old West, una versión
en piano de Things behind the sun.
Por ahí era: ese ritmo,
esos acordes en esa cadencia que puede con todo, Mehldau lo tomó prestado de esa
hermosa canción de Nick Drake.
Arcade no christmas, Eiko Ishibashi
Más que anunciar, las campanas del comienzo parecen despedir a la
conciencia. Entonces, sin que uno lo espere, el piano se abre entre los vientos
como un brote y la voz entra como un derrumbe desde otra realidad, una más acuosa, cercana al entresueño y a una inmersión en cámara lenta como provocada por una anestesia. Con cada frase
(ininteligible o en japonés)
la suavidad escala en pliegues y, en una especie de turbidez hecha de
transparencias e imágenes superpuestas,
cae despacio sobre algo brumoso. Difícil
no volver a algunas ensoñaciones
de Bernardo Soares en El Libro Del Desasosiego; o a esa canción enajenada que es Jugband blues, la última que Syd Barrett grabaría con Pink Floyd.
Arcade no Christmas es la última pieza de Drifting Devil, un álbum grabado en 2008, poco antes de que
Eiko Ishibashi empezara esa provechosa relación que ha tenido con Jim O’rourke, que entre otras cosas ayudo a
que muchos de nosotros lo conociéramos de este lado del mundo.
https://soundcloud.com/camilo-velasquez-15/arcade-no-christmas
Most of the time
Most
of the time es un buen punto de partida para
entender el Nobel de Bob Dylan. En 1989, tras lanzar algunos álbumes poco convincentes, Dylan entró al estudio con
Daniel Lanois y grabó
Oh Mercy!. La crítica aplaudió la calidad homogénea del álbum y vio en el
conjunto un resurgimiento de esa intensidad que deslumbraba veinte años atrás.
Desde los primeros segundos llama la
atención el sonido cuidado
de una distorsión que se alarga
para darle entrada a los instrumentos, envueltos en un halo reverberante que es
fácil asociar con
Brian Eno o con My Bloody Valentine; pero no con Bob Dylan. Y esto es importante
porque cualquiera que le haya seguido la pista a Dylan sabe que en él la música es un vehículo, un soporte que
sirve para cantar y hacer que la canción avance y no algo en lo
que se corra el riesgo de demorarse en detrimento de la letra. Al menos ese fue
mi caso. Llegué a Most of the time y la
oí por meses pensando que era una canción acerca de una relación
ya cerrada. No fue hasta después,
cuando pude distanciarme un poco de la producción envolvente de Lanois, que noté algo más. La canción
avanza y oímos esa voz
carrasposa diciendo ser lo suficientemente fuerte para afrontar todas las
durezas y todos los reveses; pero la pesadumbre está en cada entonación, porque decir “Most of the time” es muy distinto a decir “All of the Time”. Y es
esta excepción, esta falta o
este levantarse con el pie izquierdo, lo que hace que Dylan busque los acordes
y haga una canción cumpliendo con
esos versos de Leonard Cohen que últimamente están por todas partes:
There is a crack in everything, that’s how the lights get’s in.
Fratres, Arvo Pärt
Para cuando Arvo Pärt concibió el tintinabuli, método de composición decantado después de años de estudio y de silencio, las canciones empezaron a aparecer
una tras otra como si hubiera dado con una llave. Escribe en su diario: “El tintinabuli es un área en la que a veces divago cuando estoy
buscando respuestas— en mi vida, mi trabajo, mi música. En mis horas sombrías, tengo la certeza de que afuera de
esta sola cosa nada tiene significado.” Creo que cuando oímos Fratres podemos entender a qué se refiere Pärt. Podemos sentir el inmenso silencio
que pende detrás y que hizo posible la obra. Difícil imaginarse otra parte donde la calma,
el dolor y el recogimiento se entrelacen así.
Fratres traduce hermanos. Y hace alusión a la manera como se entrelazan las voces, en donde según Pärt, una de ellas representa el mundo subjetivo, la cotidianidad
egoísta de pecado y el
sufrimiento; la otra, la voz del
tintinabuli, alude al reino objetivo de la clemencia.
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