Por: Jaiber Ladino Guapacha
Juliana
Gómez Nieto. Montañas azules. Malisia,
2016
…que
nos teje a la vida.
Estas,
que son las últimas palabras de la novela, podrían ser útiles para una vez
leída la obra, contemplarla y pensar con qué nos quedamos de ella. La construcción sintáctica de esa
oración genera algo de dificultad. La preposición “a”, seguida del artículo
determinado “la”, nos hace pensar que existe algo por fuera de cada ser humano,
superior a él, “la vida”, y por tanto, cada historia personal es apenas un algo que se puede zurcir.
Representándome la metáfora, hay algo en la imagen que se me escapa, que me
hace falta. La asumo entonces bajo mis presupuestos, quedándome con tres
imágenes sonoras (cuerpo, hilo, vida),
y escribo al margen: nuestra vida no es más que un tejido de cuerpos.
Con la escritura
de Juliana, en esta obra, asistimos a un documental: su estilo narrativo nos
ofrece distintos planos sobre la vida de tres núcleos familiares, minutos antes
de la 1:19 del 25 de enero de 1999, en el departamento del Quindío. El
matrimonio sin hijos de Rubén y Margarita permite una aproximación al drama
desde la intimidad de una pareja en su lucha del día a día, en el municipio de
La Tebaida. Con los capítulos alrededor de Ángela, en Calarcá, la lente de la
cronista adopta la mirada ingenua de una niña que, ante lo contundente de la
tragedia, comienza a comprender algo sobre el dolor, pero también sobre la
solidaridad, que vienen con la muerte. En su historia, se articula el viaje que
realiza a pie su hermano Cesar, desde un punto de la carretera entre Pereira y
Armenia, cuando el bus en el que se transporta es detenido por el ejército y se
le niega el paso para evitar congestiones en la evacuación de los damnificados.
Y entre los dos pueblos, la capital, Armenia, con la historia de Dora y Leidy,
una ejecutiva y una empleada doméstica. Esta ubicación geográfica nos sintoniza
con el título mismo; nos encontramos en el valle “irregularísimo” (si nos es
válido el superlativo) del Quindío que sigue extendiéndose al occidente,
mientras que al oriente se encuentra la cordillera andina central que se eleva
como muralla protectora. De ahí la sorpresa que nos describen en el capítulo
dos: “Las montañas bailaban y Ángela sintió una euforia que fue creciendo cuando
notó que ellos mismos estaban saltando, tomados de la mano, formando un
círculo”. Magia que se destruye cuando al salir de la casa, verifican en las
edificaciones de sus vecinos la gravedad del asunto: “Antes de poder auxiliar a
los vecinos, una nueva vibración los envolvió. Corrieron hacia el centro de la
calle, por miedo a que la casa se les viniera encima. Ángela miró la
cordillera, para ver la hermosa danza pero ya no era igual. Aunque las montañas
seguían meciéndose, el aullar de los perros y el rostro de pánico de la gente
le hizo sentir una opresión en el pecho, que solo había sentido una vez,
jugando con sus primas cuando éstas la encerraron en un baúl”
Para equilibrar
los cuatro núcleos narrativos, descritos atrás, la autora ha optado por darle a
cada uno, tres capítulos breves que intercala siguiendo la misma secuencia. Los
doce apartados que la conforman tienen casi el mismo volumen. A través de ellos
se observa la tragedia desde una panorámica más amplia, en una obra de apenas
90 páginas. Esa mesura se siente también en la elección de las escenas,
sobrias, sin datos ni cifras que insistan en la magnitud de la catástrofe.
Antes que un afán por exhibir el dolor, la pena, de un colectivo, los cuadros
que va retratando la autora se detienen en lo particular: en uno, sentimos el
drama de miles.
Así, esa clave
de lectura que es el “cuerpo” adquiere sentido: en los núcleos está la
preocupación, la búsqueda, el anhelo por el cuerpo de los otros, que explican
la existencia, la justifican porque es con ellos que cada hecho cotidiano se ha
significado. Por eso quizá, a veces la insistencia, parece egoísta, la ausencia
de mi ser querido empaña la necesidad del otro, de Gutiérrez, por ejemplo,
fosilizado ante el cuartel que ha sucumbido, aplastando a todos sus compañeros
policías.
“Cada uno en ese
caminar se fue sumiendo en un viaje interno y profundo. En un diálogo con el
camino y con la vida misma. Esa caminata no era un viaje cualquiera, era una
meditación activa, una plegaria, un acto de amor (p. 47)”
Juliana Gómez
Nieto nos hace partícipes de este viaje, el de sus personajes, que es el suyo
propio. Para el momento del siniestro era una niña de unos nueve años que hacía
su vida en Calarcá. En 2009 viaja a la Argentina para estudiar Comunicación
social y Periodismo en la Universidad de La Plata, en la que adelantó una revisión
sobre la manera en cómo fue informado el terremoto a través de los medios.
Estos insumos, los recuerdos propios y de los familiares, la llevarían a
elaborar esta novela en la que, reitero, no apela a la cuantificación para
medir la pena, como podríamos imaginar antes de la lectura. Juliana Gómez, con
una producción que suma poesía, relatos y crónicas, nos demuestra que su
preocupación literaria está más cerca del estilo. Quizá también por eso la
brevedad de la novela. Cierro entonces esta invitación a leer Montañas azules, con un fragmento de su
poema “999” y que nos remite al mismo tema de la novela:
Y no hablo de la guerra
Nada tiene que ver la muerte
En ese negocio en el que
Ella también es víctima.
Otra cosa es la catástrofe
En donde baila un tango
Con la vida.
¿Por qué ellos y no yo?
Le pregunté ese día
Tranquila, no te impacientes
Es cuestión de coreografía.
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