Liliana Guzmán Z
Los parques de Bogotá, que son pocos y generalmente apestan a popó de perro y marihuana, constituyen el lugar en el que muchos niños de apartamento salen de su eterno secuestro por la lluvia, el frío y la falta de tiempo, para jugar algunas horas. Siempre llama mi atención la personalidad de los niños y cuidadores que pasan tardes enteras entre esos pequeños recortes de pasto sucio y juegos metálicos: madres o padres escapados de la oficina que empujan a sus hijos en un columpio, aprovechando el último rayo de sol de una tarde helada; empleadas domésticas que hablan por celular mientras los niños se descuelgan de los pasamanos a peligrosas alturas; abuelos o tíos inmutables, agotados con el simple hecho de ver correr a niños en desesperados círculos. He especulado tardes enteras sobre el contenido de las mentes de unos y otros, y ahora Gloria Susana Esquivel me dio la oportunidad de asomarme al pozo profundo de esa materia oscura de la que están henchidos los berrinches infantiles, con su libro “Animales del fin del mundo” (Alfaguara, 2017).
La permanente sensación de asfixia en una enorme casa, en una vida irremediablemente destrozada, le da a Inés, la pequeña protagonista, un carácter extraño de mueble desechado que resulta dolorosa. Es un animal que crece salvaje entre las reliquias de la casa de sus abuelos, entre la intermitencia e inmadurez de sus padres, en los recodos de la tacañería del amor que recibe. Es un indigente que mendiga atención, un hogar, normalidad en medio de la locura de la clase media alta bogotana.
El libro requiere, en un inicio, que el lector atraviese la espesura de adjetivos e imágenes que construyen el mundo de Inés, narrado a través de una mujer que recuerda, pero que aún padece. Una vez establecido ese universo, la trama se desenrolla con delicadeza, casi con modestia, entre la bestialidad de sus personajes, su crueldad, y su falta de empatía, de lo cual Inés es el resultado. Su abuelo violento e intransigente, su abuela clasista, su madre superficial y voluble, y su padre, un intelectual lleno de magia y pánico, la servil empleada y su nieta, María, su única amiga, resumen lo más complejo de la naturaleza humana. Y logran aportar al carácter retraído, imaginativo y a veces perverso de Inés. Llama la atención, además de los personajes de carne y hueso, la presencia de entes, seres sobrenaturales, esa fauna que llena la imaginación de esta niña estorbo. Espectros, proyecciones de personas conocidas que no están realmente, vistos a través del lente febril de Inés, le dan enorme riqueza narrativa y sensorial al desequilibrio de la protagonista.
A pesar de la opresiva sensación que transmite a través de cada página, el relato jamás cae en los señalamientos fáciles de libro de crianza infantil, en la victimización de la infancia. Resulta más bien un retrato diáfano del tormento, esa descripción sensorial que permite la poesía. En ello pesa la trayectoria de la escritora en este oficio, usado acertadamente para hacer doler.
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