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Cinco características del buen cuento



Javier Zamudio*


Teoría del Iceberg

Un buen cuento es inagotable. Muestra un instante de la vida que no podemos atrapar con una mirada. Se necesitan múltiples observaciones y con cada par de ojos adquiere un sentido distinto. Puede ser simple: estar dotado de un solo personaje, una sola situación, pocos elementos. No por tener más personajes, tendrá más hondura. Tampoco por retratar muchas situaciones. En un buen cuento la hondura no está relacionada con un número, es una característica que escapa a lo cuantificable. Depende de los personajes, de las situaciones y de esta combinación macabra con lo incierto. Para conseguir estar a la altura de esta característica, el cuento debe ser un iceberg con una superficie escarpada, peligrosa.

Tomar riesgos

El orden superestructural no rige en un buen cuento. Lo que no significa que lo desconozca. Puede comenzar con un nudo y ser una enorme trenza cuyo desenlace es una pregunta larga que deja despierto al lector. Si el cuento ha conducido al lector o a la lectora hacia las primeras luces de la madrugada, con seguridad es un cuento excepcional. Ellos apreciarán del buen cuento su capacidad para robar el sueño y remplazarlo con la experiencia humana. Aquella trenza es sólo un ejemplo. El cuentista hábil es capaz de escribir con diferentes tipos de peinados. Un buen cuento se arriesga a jugar con sus partes.

Movimiento

Un buen cuento comprende el movimiento del mundo. Se preocupa por respetarlo y, en esa medida, aprovecha cada uno de los recursos que le ofrece esa otra ficción que es la ‘realidad’. No va deprisa. No va despacio. Es preciso. Deja que sus personajes respiren, se inquieten, sufran, y se abona a sí mismo con el material que emerge de las cosas. Se “toma su tiempo” para dejar que los ingredientes maduren. Se esmera porque cada escena sea una pieza de relojería, incluso defectuosa. Sabe que en el defecto, en una grieta, en la equivocación, está el mundo. 

Un símbolo

Un buen cuento es un símbolo y en su interior se desarrolla un universo que no pertenece a nadie concreto, sólo a sí mismo. El autor es un medio. Los lectores también. En ambos hay un proceso de descubrimiento. El primero se descubre a sí mismo y a ese otro, objeto intangible, que se desarrolla en un cuerpo (sea página o libro), y que emerge con autonomía. Karl Popper sabe de eso. El autor es testigo de este nacimiento y, en gran mayoría de los casos, considera el alumbramiento parte de su carne. Puede que termine con una herida incurable. Una brecha que continúe expandiéndose. El segundo realiza un descubrimiento similar, pero su proceso es distinto, porque quien nace es su alter ego (quien puede suprimir al primero). En el buen cuento este símbolo se forma con todas sus partes.

Contarnos una historia

Lejos del panfleto y la prescripción de ideas o teorías, el buen cuento sabe que lo principal es contarnos una historia, mostrarnos un retrato del mundo y sus pulsiones (humanas o no humanas). Es amoral. No pretende vendernos una concepción del bien o del mal. No quiere que nos afiliemos a un partido político o a una religión en particular. Lo que no significa que los personajes prescindan de esto. Ellos pueden ser asesinos, amantes del partido comunista o una secta de madres fascista-cristianas. Cualquier cosa. Tampoco significa que el lector saldrá ileso en términos ideológicos o morales. El buen cuento transforma sin proponérselo y, por esa razón, este proceso es subjetivo. Nadie saldrá igual de su lectura del Preceptor filósofo del Marqués de Sade (para poner un ejemplo).


*Autor de la novela Hemingway en Santa Marta (Ed. Lugar Común, 2015) y del libro de cuentos Espiar a los felices (Ed. Eafit, 2016)

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