Por: Rodrigo Bastidas P.
Incardona, Juan Diego. El campito. Interzona
editora. Buenos Aires, Argentina. 2013. 185 págs.
Viví un tiempo
en Argentina, aproximadamente cuatro o cinco años. En esa época hubo pocas
cosas a las que no me pude acostumbrar; fue fácil cambiar de comida, distinguir
el acento, tomar el subte, bailar la chacarera y disfrutar el fernet (sobre
todo el fernet); sin embargo, hubo un aspecto argentino que nunca logré captar,
al que renuncié rápidamente entender y que me parecía más complejo y argentino
que el truco: el peronismo. Cada argentino tiene su propia visión de lo que
significó el primer Perón, el segundo Perón, Evita, Isabel; y cuando trataban
de explicarme, sentía la misma sensación de quienes veían Lost y trataban de contarla a alguien (yo) que la veía por primera
vez a la mitad de la quinta temporada. Imaginé desde ese momento al peronismo como
una gran narración, un discurso ficcional, una campaña épica que nunca podrá
ser descifrada; una de esas metahistorias que se convierten en universos (y sí,
ahí estaban, al lado de las figuras de acción de superhéroes: el busto de Evita
y el perfil de Perón). Quizá el peronismo no se pueda entender porque no fue
construido como un discurso para ser comprendido, sino para ser narrado. Por
eso, en la literatura de vez en cuando aparecían cuentos que retomaban
fragmentos de ese universo (“Esa mujer” de Walsh, “Gorilas” de Osvaldo Soriano),
pero el giro épico no había aparecido en su amplitud como el que se presenta en
la novela “El Campito” de Juan Diego Incardona.
La edición de
“El Campito” que llegó a mis manos, forma parte de una serie de la editorial
Interzona llamada “2° round”, en la cual se dice se intenta rescatar “joyas
literarias que, por culpa de la (i)lógica del mercado editorial actual, estaban
injustamente ausentes en librerías”. Y se entiende por qué una novela como esta
no encaja fácilmente en el mercado editorial. “El campito” cuenta, en un marco
narrativo, la historia de Carlitos y su camino a través de los barrios
periféricos de Buenos Aires, las áreas llamadas “campitos”: un espacio
indeterminado que queda por fuera de todos los límites y que parece tener su
propia lógica. El campito es el lugar del olvido estatal, el espacio de la
pobreza, de las construcciones sin orden; no forma parte de ciudad capital,
pero tampoco es parte del conurbano bonaerense; es un lugar de vacío histórico
y nunca aparece en las proyecciones políticas, o en las intervenciones
públicas; ese lugar está sin estar. Un terreno como este, imposible de mapear,
de seguir, de cartografiar; solo es posible recorrerlo a pie, caminarlo para ver
cómo las lógicas cambian de arrabal en arrabal y encontrar la ruta para
encontrarse de nuevo a sí mismo en un nuevo concepto de habitante, el ciudadano
es así transformado por una topografía que al final se convierte en plano
recorrido.
Esta inexistencia
política del campito, por lo tanto, tiene dos posibles salidas narrativas: la búsqueda
casi arqueológica de un marco ideológico que permita comprender su estructura,
o la extrapolación de su esencia hacia un mundo fantástico y surreal;
sorprendentemente, Incardona se decide por las dos, y en esa decisión se basa
la novedad de su libro. Así, usando el muy Campbelliano camino del héroe (un
héroe ciruja, linyera, callejero, flaneur
-si vale el extranjerismo-), Incardona inventa una historia política para un
espacio inexistente que, al llenarlo de discurso, empieza a ser. Esa historia
es la historia olvidada del peronismo: el Campito es el lugar en donde han
quedado ocultas y anticuadas, todas las armas que no se usaron en una
revolución que no se dio y, junto a ellas, envejecieron las consignas y los
héroes que luchaban y morían por un líder. Las ideas se han convertido en pura
presentación alegórica (perfiles en la construcción de los barrios, banderas
desgastadas, cantos populares incoherentes) y la historia se ha transformado en
mito. En un juego doble, Incardona ha permitido que, en ese espacio que ahora -con
la ideología- es y no es al mismo tiempo, la política sea un mito y la
mitología se convierta en ideología. Ese paso es el que le permite incluir
entonces una mitología nueva, moderna y propia de los lugares de exclusión: la
fábula que narre la historia de los que perdieron, no en la guerra, sino en el liberalismo
de mercado.
Así el
movimiento que propone Incardona es el de la construcción de una novela a
partir de una serie de arquetipos clásicos que se revitalizan por medio de los
movimientos ideológicos contemporáneos. En esta novela encontramos con sorpresa
la estructura clásica del camino de héroe, el autodescubrimiento del individuo
a través de un camino dantesco (Carlitos atraviesa cada barrio como si de un
círculo del infierno se tratara), la saga de aventuras tipo Edgar Rice Bourroughs:
toda una épica del marginal. Ahora, dado que la política, hecha mitología, ha
creado una nueva comunidad que busca unos cimientos sólidos que los cree,
también el autor inventa para ellos un enemigo en común. Al inicio ese enemigo
pareciera ser el paisaje, una naturaleza modificada por las consecuencias del
mundo contemporáneo (la contaminación, las basuras, los desechos del comercio),
pero con el trascurrir de la novela, esa naturaleza modificada aparece como una
aliada porque también ha sufrido las consecuencias del mercado y en esa unión
de desgracias, hombre y naturaleza se convierten en iguales. En todo este
proceso leemos así un Frodo y un Sam argentinos que narran un camino en el que
conocen todos esos pueblos pequeños, y esos monstruos naturales que se unirán a
la comunidad para luchar contra un monstruo final más temido que Saurón: el
capitalismo nacional.
Llama mucho la
atención un libro como este porque permite entender cómo dos esferas que
parecían alejadas en el mundo de lo literario, se acercan por medio de un juego
narrativo inteligente: el mundo de la fantasía épica (su estructura, sus temas,
sus personajes) y la crítica política directa. Con esto no afirmo que la
fantasía épica no tiene un trasfondo ideológico, pero sí que siempre ese
trasfondo fue abordado de manera alegórica, con una serie de simbolismos que
debían ser interpretados de manera juiciosa por un lector atento. Incardona no
lleva los problemas políticos a la estructura de lo fantástico, sino que
actualiza las estructuras y las trae a una cotidianidad que a veces se torna
mágica.
En un proceso
que podría encontrar sus raíces en algunos de los textos de Alberto Laiseca,
Incardona convierte la realidad cotidiana en un mundo mágico, pero para hacerlo
no usa la misma estructura del realismo mágico garciamarquiano (proceso que
pareciera caduco y contrahecho tantas veces que ha permitido esperpentos
literarios como el llamado post-boom); en su lugar, crea universos mágicos (completos,
complejos, extraños) que son paralelos al mundo que observamos. Como si
viviéramos en el mundo doble de “La ciudad y la ciudad” de China Mieville,
Incardona nos muestra territorios adyacentes que no conocemos o que no queremos
ver, y los convierte en un espacio de lo sorprendente. Esta novela, por lo
tanto, apunta a considerar la ciudad como un lugar fragmentado, del cual
conocemos solo un segmento; aquello que es desconocido se convierte para
nosotros en un lugar exótico, extraño, foráneo; una ciudad dentro de otra
ciudad con la cual compartimos solamente el nombre que nos agrupa. Este diálogo
entre lo mágico y lo real, es una nueva forma de concebir las discrepancias
entre las formas en que concebimos la ciudad, y las formas en que ha sido
representada; es una inclinación narrativa que viene creciendo lentamente desde
hace varias décadas de la mano de los seguidores de Alberto Laiseca (podríamos
hallar cierta similitud estructural con libros de Leonardo Oyola, por ejemplo o
de Carlos Chernov) y que ha salido de Argentina con una fuerza increíble (el universo
de “El campito” funda un tono surrealista que después es usado por autores como
Juan Cárdenas en “Zumbido”).
Para terminar,
quisiera retomar una idea que Ricardo Piglia esboza en “La Argentina en
pedazos”: para él, toda la literatura argentina se puede leer como una reelaboración
de “El Matadero” de Echevarría. Piglia en verdad se refiere a la idea de la
violencia como el tema que estructura y marca toda la literatura argentina
desde sus comienzos, pero es posible pensar que, así como la obra de Echevarría
se relee en la “Fiesta del monstruo” de Borges o “El niño proletario” de
Lamborghini, esta novela de Incardona se convierte en otra forma de leer el
cuento fundacional de Echevarría. Al igual que en “El matadero” el espacio del
límite de la ciudad se convierte en un lugar en el que se reúnen dos formas de
establecerse como sujeto social en la ciudad. Mientras en la obra de Echevarría
rosistas y unitarios luchan en ese espacio sin carne, en la novela de Incardona
populistas y oligarcas luchan de manera real (con tanques, disparos, bombardeos
narrados de manera extrañamente cruel) en medio de la llamada “Guerra del
mercado central” (que hace una referencia poco oculta a la batalla del abismo
de Helm de “El señor de los anillos”). La existencia de un espacio excluido se
convierte en la actualidad en la lucha por nombrar, por obtener tierras; la
lucha del campito es la misma lucha del loteo de las grandes agencias
constructoras, y de las organizaciones de poder popular que han vivido ahí
desde tiempo inmemorial. Los espacios del olvido estatal se convierten en una
tajada importante para las urbanizadoras que han extendido la ciudad hasta sus
límites y observan en esas zonas un tesoro por conquistar (llámese Mosquera en
Colombia o el Delta del Tigre en Argentina). Lo que ha hecho Incardona es
observar su presente y narrarlo como debería tomarse en las agencias
noticiosas: como una noticia épica.
Al finalizar el
libro, quienes escuchan a Carlitos contar su aventura empiezan a sustentar su
historia de lucha y reconocimiento, dándole un valor histórico: “yo recuerdo”,
dicen. Así, en un último giro estructural las historias se vuelven reales,
empiezan a formar parte de lo que alguien vio, escuchó o vivió. Y es justamente
eso lo que ha hecho que el peronismo en Argentina sea esa mixtura de historias
incomprensibles que se acercan al relato mítico. En los años que viví en Buenos
Aires, una persona escuchó algo que dijo Perón, y otra escuchó lo contrario;
alguien abrazó a Evita, otro la odió, y uno más recuerda con cariño u odio o
conmiseración o alegría a Isabelita. El relato mítico se convirtió en historia
sin perder el sustrato fantástico que todo mito trae consigo; cuando me di
cuenta, recorría calles que se sentían como un olimpo glorioso, donde las
luchas por ideas, por gente o por tierra tenían una semejanza extraña con una
épica que se podía tocar con las yemas de los dedos.
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