Contó Bruce Chatwin en una de sus crónicas más breves y admirables, que cuando fue a visitar a la viuda de Osip Mandelstam, Nadiezhda le preguntó simplemente quién era el gran poeta de su país. Chatwin vaciló, porque no sabía exactamente a qué se refería, pero mencionó a Auden. Nadiezhda entonces preguntó por algún poeta verdaderamente grande porque Auden no era lo que ella consideraba un gran poeta. Chatwin contestó que la mayor parte de las voces estaban calladas.
][Sobre la pared encima de la cama, había un lienzo blanco, colgado en oblicuo. La pintura era blanca, blanco sobre blanco, unas pocas botellas blancas sobre un blanco puro. Conocía al autor de la obra: un judío ucraniano, como ella.
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-Weissberg -dijo- es nuestro mejor pintor. Tal vez sea eso todo lo que puede hacerse hoy en Rusia: !Pintar en blanco!
La editorial Acantilado de España publicó en 2012 las memorias de Nadiezhda Mandelstam (Contra toda esperanza). Escritas para resarcir la vida, memoria y obra de Osip Mandelstam, desterrado por el dictador Stalin y muerto en cautiverio en una cárcel de hielo. Marta Rebón (traductora de Grossman) publicó en Revista de libros una generosa reseña sobre el libro de memorias de Nadiezhda Mandelstam. Fragmento:
Moscú, madrugada del 13 al 14 de mayo de 1934. Un golpe seco en la puerta marca el final de una vida y el principio de otra para el matrimonio Mandelstam. O, en otras palabras, el inicio de «un tiempo de plazos hasta la realización de lo irremediable» (p. 79). Aquella noche no estaban solos: Anna Ajmátova se encontraba en la cocina, donde la acomodaban cuando iba de visita, y un traductor al que nadie había invitado declamaba sus versos favoritos. Luego resultó que el presunto admirador era cómplice de la policía, algo, por otra parte, en absoluto sorprendente, dado que los «colaboradores» se infiltraban a discreción: «cada familia pasaba revista a sus conocidos, buscando entre ellos a los provocadores, soplones y traidores» (p. 68)2. La otra gran figura de la poesía acmeísta rusa recuerda que, de fondo, se oía el tañido de la guitarra hawaiana del poeta Kirsánov3. No tenían nada que llevarse a la boca y, momentos antes de la funesta inspección, Mandelstam había vuelto con un huevo prestado por un vecino. La tenue y breve esperanza de que el golpe en la puerta no indicara un registro inminente se disipó en un instante. Los funcionarios irrumpieron en su apartamento como en una guarida de terroristas. La orden de arresto llevaba estampada la firma de Yagoda, jefe del NKVD. «¿Vienen a por mí?», preguntó Ósip Mandelstam, uno de los poetas y ensayistas rusos más importantes del siglo pasado. De él dijo Ajmátova que no tenía maestro: «No conozco caso igual en la poesía mundial, conocemos las fuentes de Pushkin y de Blok, pero ¿quién puede señalar desde dónde ha llegado hasta nosotros esta armonía nueva y divina que son sus versos?»4. Los agentes de la policía secreta buscaban algo muy concreto, pero no lo encontraron. Rastrearon todo el domicilio a la caza de un poema que nunca había sido plasmado en papel: estaba alojado en las mentes de su creador y de quienes lo habían oído. Fue uno de esos oyentes quien se afanó en dictárselo a la policía secreta. De vez en cuando, un funcionario inquiría mientras señalaba alguna de sus composiciones: «¿De qué se trata?», a lo que el poeta, de un modo que resulta tétricamente cómico, respondía: «En efecto, ¿de qué se trata?».Imagen: Expediente Osip Mandelstam
Cuando le recitó a Pasternak sus dieciséis versos contra Stalin en un banco del bulevar Tverskói, la calle más antigua y larga del centro de Moscú, éste le advirtió: «Me temo que las paredes tienen oídos y que tal vez incluso los bancos de este bulevar pueden escucharnos y dar parte. Así que hagamos como si esto no hubiera pasado»5. Pero el engranaje hacía ya tiempo que se había puesto en funcionamiento6. Stalin, en respuesta a la petición de clemencia del editor de Izvestia a la sazón, Nikolái Bujarin, al que acudió Pasternak cuando se enteró del arresto de Mandelstam, había determinado una prórroga, una suspensión en el tiempo en virtud de la fórmula «Aislar, pero conservar». Tras dos semanas de interrogatorios y una tentativa de suicidio, fue condenado a tres años de destierro en Cherdin, donde también intentaría quitarse la vida, arrojándose por la ventana del hospital, razón por la cual se le permitió escoger otro destino, a condición de que no fuera una de las doce ciudades más grandes del país. Eligió Vorónezh. Tan frágil era la salud física y mental del poeta al salir de la Lubianka que permitieron a su mujer, Nadiezhda, acompañarlo en su confinamiento. Viajaron en tren hacia los Urales, su primer destino, escoltados. Llevaron consigo una pequeña edición de Pushkin que Mandelstam «estuvo leyendo durante todo el viaje en voz alta a sus abúlicos camaradas», incluida la oda dedicada a Ovidio, poeta desterrado por César Augusto7. La historia se repetía en la Tercera Roma. Si el poeta de Sulmona escribió en el exilio Las tristezas, Mandelstam, antes de su muerte, también alcanzó las más altas cotas artísticas de su poesía en su destierro, en unos cuadernos escolares: Cuadernos de Moscú y Cuadernos de Vorónezh. «Es sorprendente que el espacio, la amplitud, la respiración profunda apareciera en los poemas de Mandelstam precisamente en Vorónezh, cuando no era nada libre», escribió Anna Ajmátova8. Seguramente por la urgencia del decir ante «el presentimiento sereno de la inminencia de la catástrofe» (p. 289).
La pasión comprendida en las páginas de Contra toda esperanza es la que nace de la experiencia del sufrimiento
Nadie desaparecía en la Unión Soviética sin antes haber sufrido un proceso de aniquilación burocratizado que, como ruedas de molino, trituraba al disidente hasta convertirlo en polvo, esparcido después en el campo yermo de la desmemoria. «Por muy terrible que fuera el terror de los primeros días», escribe Nadiezhda Mandelstam en Contra toda esperanza –primera parte de su testimonio personal, que comenzó a circular en 1965 por la Unión Soviética, en forma de samizdat–, «no puede compararse con el planificado y masivo exterminio al que el poderoso Estado condena a sus súbditos». El libro arranca con la bofetada que su marido le da a Alekséi Tolstói, un momento que parece la culminación de una lenta espera que lo conducía directamente a su particular Gólgota, y termina con la borrosa imagen de su desaparición en un campo de tránsito, cerca de Vladivostok. No sabremos realmente lo que desencadenó el primer arresto, si la bofetada9 o el epigrama a Stalin, lo único cierto es que «nunca sueltan a nadie una vez que lo apresan». Después de las diligencias de la policía secreta, los familiares y allegados siempre se hacían la pregunta de rigor –¿por qué?–, antes de que el entorno llegara a la misma conclusión: algo habrá hecho, no es de los nuestros. Cuando le formulaban esta misma cuestión a Ajmátova, respondía furiosa: «¿Cómo que por qué? Ya es hora de saber que a la gente se la detiene por nada» (p. 36). A Nadiezhda también le preguntaban cómo era posible que, ya en 1934, su marido lo hubiera entendido todo con tanta lucidez. El poeta, como nos dice Nadiezhda en sus memorias, al mismo tiempo que escribe sus versos, va comprendiendo la realidad, porque en ellos existe un elemento de anticipación del futuro (p. 324). Ese futuro proyectado sobre el presente no era sino un mundo racionalizado cuyo arte –nacionalista por su forma y socialista por su contenido– nacía de un decreto de 1932 y no de la vida: «todas las voces e ideas se inspiraban en el modelo oficial» (p. 251). Del arte se había arrancado la mirada apasionada, el estilo individual, la libertad de espíritu, y quienes seguían ciegamente el decreto se convertían en «traductores de un sentimiento prefabricado» (p. 297). La pasión comprendida en las páginas de Contra toda esperanza es, precisamente, la que nace de la experiencia del sufrimiento, lo único que puede cuestionar la verdad fabricada por el poder. El sueño de paraísos prometidos, la negación del presente por un futuro idealizado –George Orwell ilustró ese futuro con la imagen de una bota aplastando incesantemente un rostro humano–, produce monstruos: «Cada ejecución se justificaba diciendo que se estaba construyendo un mundo donde no habría violencia y todos los sacrificados eran pocos para esa nueva sociedad sin precedentes» (p. 267). En ese estado de cosas, la poesía, en tanto que lenguaje de la libertad, se tipifica como crimen, y el terror, la manera más efectiva de sometimiento y «organizado igual que la economía» (p. 531), impone un tiempo de silencios y máscaras. ¿Qué hacer para recuperar la integridad?
Más tarde medité en si debía uno aullar cuando le pegan y patean. ¿Vale más refugiarse en un satánico orgullo y responder a los verdugos con un despectivo silencio? Y decidí que debía aullar. En ese lastimero aullido que penetra de vez en cuando, y que se ignora de dónde proviene, en los sordos calabozos, casi impenetrables para el sonido, están concentrados los últimos restos de la dignidad humana y de la fe en la vida. En ese aullido, el hombre deja su huella en la tierra y comunica a los demás cómo ha vivido y muerto. Con su aullido defiende su derecho a vivir, envía un mensaje a los que están fuera, exige defensa y ayuda. Si no queda ningún otro recurso, hay que aullar. El silencio es un verdadero crimen contra el género humano (pp. 80-81).
Nadiezhda Yákovlevna (Sarátov, 1899 – Moscú, 1980), además de custodiar con celo, durante los años del «habitual exilio», la obra de Ósip Mandelstam, de ascendencia judía como ella, dio forma literaria a los diecinueve años de vida conjunta en una crónica personal, revelándose como una voz de entidad propia y de valor incuestionable. Desde que, en mayo de 1919, conociera al poeta en un cabaret de Kiev, ciudad donde frecuentaba sus círculos intelectuales y artísticos, Nadiezhda pasó a formar parte de una estirpe de mujeres rusas que vivió a la sombra de gigantes de la literatura como Lev Tolstói, Serguéi Bulgákov, Fiódor Dostoievski, Vladímir Nabokov o Aleksandr Solzhenitsyn. El propio Joseph Brodsky confiesa en el obituario que acompaña a la presente edición que, en 1962, no sabía de la existencia de Nadiezhda. Aceptaron quedar relegadas a un segundo plano, a pesar de su valía intelectual, y se convirtieron en condición necesaria para que la obra de sus compañeros pasara a engrosar el territorio de la gran república universal de las letras. Y eso fue posible gracias a Sofia, Elena, Anna, Vera, Natalia o Nadiezhda, aun a riesgo de sus propias vidas si era preciso. Transcribían los textos, los corregían, discutían su contenido y forma, custodiaban los manuscritos, ayudaban a la economía familiar, gestionaban los derechos de autor y las publicaciones y, en momentos determinados, fueron el asidero al que se aferraron sus maridos para no caer en el abismo. Sólo algunas, además, dejaron un testimonio escrito, como Sofia Tolstaia, Elena Bulgákova o Anna Dostoievskaia, pero todas ellas siguieron a pie juntillas la máxima de Voland, el personaje de El maestro y Margarita: el que ama tiene que compartir el destino de aquel a quien ama. La «amiga del mendigo», como llamaba el poeta a Nadiezhda, construye en Contra toda esperanza un relato que, además de referir la historia de un amor estigmatizado, es el testimonio del estrepitoso choque de trenes que se produjo entre arte y poder, personalizado en el poeta y el zar rojo. La voz de este testimonio que, emergiendo con una trascendencia propia que va más allá del mero papel de «mujer del poeta» o «viuda de un represaliado», erige un yo literario a pesar de los estereotipos de género de la época. Contra toda esperanza se lee en un primer nivel como unas memorias heroicas, sembradas de ironía e inteligencia. Pero, utilizando el viaje del poeta desde Moscú, pasando por sus distintos lugares de exilio, hasta las orillas del Pacífico como nervio central, se convierte también en un auténtico canto épico digno de estar catalogado entre la mejor prosa rusa del siglo pasado10. La autora transita por el limbo metafísico del destierro o esfera de no existencia, disloca la cronología lineal y el espacio para imbricar historias paralelas o secantes, construyendo un mosaico de pequeñas viñetas de la vida soviética en las que encapsula, iluminadas con los versos del marido, los tiempos de penumbra del siglo pasado.
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