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CINCO PERSONAJES HOMOERÓTICOS DE LA NOVELA COLOMBIANA





Jáiber Ladino Guapacha*


Desde hace rato sigo con atención a la narrativa colombiana para pensar, cuando en ella aparece un homosexual, qué se dice de él, cómo se le construye. Esto con el fin de superar etiquetas como “literatura/autor gay”. Creo que la literatura que tiene como necesidad una marca así o similar, está buscando un lector político que se afilie, que milite y vote. Y si bien, un lector de literatura tiene mucho de aquel, creo que una de sus principales características es que no quiere ser adoctrinado.
Otra cosa son los estudios, en los que sí se necesita de un “apellido” para facilitar a los investigadores la recolección de nuevas pistas. Así que aquí les presento, de este álbum íntimo que termina siendo la experiencia lectora, cinco personajes con los que con el tiempo, el paisaje y el lenguaje he entablado una conversación deliciosa, profunda, inquietante, fraterna.

Mauro
(El divino, Gustavo Álvarez Gardeazábal, 1986)
Si bien la novelística de Gardeazábal cuenta con muchísimos personajes homosexuales que cuestionan sin piedad cualquier institución (pienso en los sacerdotes de La misa ha terminado), lo cierto es que en el momento de escoger uno de ellos, mi predilección recae sobre Mauro, el protagonista de esta obra. El ambiente de ese pueblo de provincia que se prepara para sus fiestas patronales, las Borja y el cómo traman la vida de los pobladores, el recibimiento que se prepara al Divino, son quizá los ganchos más notables que atrapan al lector y que lo mantienen agarrado al libro. Aparte de ese tinte local, el lector va comprendiendo algo más de esa cruda realidad que es la del canje de valores sociales por el poder efímero y adictivo que otorga el dinero. Así, esta novela que no pierde el tono festivo revela una radiografía de la forma en que los colombianos hemos ido acostumbrándonos a la corrupción. Pero trajimos a la memoria El divino, por el decidido componente homoerótico de que goza la novela: “…Después le hurgó con su pico usando la lengua como la prolongación sensible del cuello del cisne, doblándose, irguiéndose, reptando, casi que en un ceremonial olímpico…”

Felipe
(Un beso de Dick, Fernando Molano, 1992)
Para muchos lectores ésta novela marca el inicio de la literatura homoerótica en las letras colombianas. Con un poquito de paciencia, uno descubre que tal afirmación tiene mucho más de entusiasmo que de cierto. El hecho de que el narrador, Felipe, cuente en primera persona, genera ya intimidad, identificación. También el aislamiento que se hace de los personajes, separándolos del contexto inmediato de esa Colombia que se desangra al final de los ochenta, sin correlatos de narcotráfico, guerrillas, hacen que el universo narrativo gire alrededor del amor adolescente de sus protagonistas, Felipe y Leonardo. El homoerotismo en la narrativa, ya no sólo colombiana, no había sido muy condescendiente con las parejas de varones que habitaban cuentos y novelas. El aparato censor funcionó de manera tal que alguno de los dos debía morir porque en la realidad las parejas gay no gozaban de estabilidad ante las instigaciones sociales. Así que representa toda una novedad, el encontrarse con las novelas de Molano, Un beso y Vista desde una acera (publicada de manera póstuma), ya que el autor nos está diciendo que en el brillo de la adolescencia, en el claroscuro de la enfermedad, es posible hallar a un amigo dispuesto a amar, no sólo en el disfrute de la caricia, sino también, como vida misma.

Wilmar
(La Virgen de los sicarios, Fernando Vallejo, 1994)
Aunque bien podría ser Alexis, el joven asesino que habita la primera gran parte de la novela. Igual que en el caso de Gardeazábal, la obra de Vallejo tiene muchos otros personajes o situaciones homoeróticas que, para quien haya nadado en su obra, sean de mayor recordación. De hecho pensaba si más bien en lugar de esta novela no debía seleccionar El fuego secreto (1987), en la que se relata ese descubrimiento satisfactorio que el cuerpo de un adolescente comprueba en el de otros varones. Es más, con los recorridos “impresionistas por Medellín de El fuego se pueden comprender mejor los “existencialistas” de La Virgen. Pero quizá es el paradigma que representa Wilmar lo que más me inquieta: la venganza por la muerte de su hermano, envuelve a Fernando, el narrador, pero no lo toca, quizá por amor. Vallejo, como uno de los mayores ejemplos de autoconciencia en nuestra tradición, nos dice -en la misma novela- que nos ahorra la pena de envidiarle los encuentros sexuales con sus muchachos. No obstante, las sugerencias del deleite que se hacen son contundentes: “…no hay que contar plata delante del pobre. Por eso no les pienso contar lo que esa noche antes de dormirnos pasó. Básteles saber dos cosas: Que su desnuda belleza se realzaba por el escapulario de la Virgen que le colgaba del pecho. Y que al desvestirse se le cayó un revólver.”
El espíritu derrotado del narrador, incapaz de comunicar ese acumulado cultural de un hombre de letras, al joven con el que retoza, ante un panorama desolador producto de la deificación del narcotraficante, nos hereda un testimonio furioso de amor por la belleza, a la que también, es necesario dejar morir.

Edwin.
(Al diablo la maldita primavera, Alonso Sánchez Baute, 2003)
Si Un beso se convirtió en una lectura iniciática para muchos lectores, Al diablo fue algo así como una biblia para otros, que emprendieron peregrinaciones a Bogotá para identificar en su vida nocturna, los elementos de la novela. Con una carcajada iconoclasta que se sostiene en cada una de sus páginas, el lector asiste a esa empresa del maquillaje que cubre y descubre a un drag queen, quien narra con desparpajo sus aventuras eróticas, sus deudas económicas, el guión siniestro con el que busca la complicidad de sus monstruosos compinches. En ese ir y venir de disfraces, Sánchez Baute incorpora la virtualidad como una forma de narrarse a sí mismo, de la manera más conveniente posible. “Lo conocí en un chat”, dice en la primera línea. El personaje “intenta” un discurso frívolo para suprimir la alta cultura, llena de erudición, cita, intertexto. No obstante, algo en su gusto estético, en sus preferencias estilísticas, delatan una fuerte experiencia letrada. El recurso de referentes de una cultura popular, en los que podríamos destacar la música (v. gr., el título), hacen de Edwin un personaje cercano, al que el tiempo invertido en escucharle pasa rápido; con él se recibe pronto la invitación al baile, pues se comprende que es un exorcismo en el que se ordena a las penas: volar al viento, quiero ser libre, alegre y feliz.

Un hijo huérfano vs. Greg.
Aún está temprano para hablar de las publicaciones del año pasado. Pero creo que el quinto lugar se lo debaten, en mí, dos títulos que nos deja el 2016. De un lado, Giussepe Caputo con Un mundo huérfano arrasa cualquier intento por comprenderla. He dicho en otro lugar, que después de su lectura no queda sino la agonía. Su escritura, de una ternura “imposible”, no puede dejar a su paso sino crisis. Del otro, John Better con A la cas(z)a del chico espantapájaros, se consolida como un autor sediento de narrar, pero no de cualquier manera, sino con la vocación de hacer literatura. Los relatos cortos que conforman la novela, invitan al juego: el lector es quien los engrana. Pero, es tal la dedicación en la construcción de esas piezas, que no pierden el ritmo poético, aún en la sátira y la burla.



Pienso en que hay autores y personajes que no inscribí en este listado y que tienen sobrados méritos para aparecer aquí. Sin embargo, como ejercicio pedagógico creo que cumple con el encargo de generar inquietud y debate. Al revisar y comentar la producción bibliográfica del país ingresamos en el canon títulos que, sin perder la preocupación estética, cuentan a una población a la que se marginó del centro, cuando se pensaba que el amor de un hombre por otro, excluía la posibilidad del encuentro erótico. 

*Docente y novelista.

Comentarios

  1. Me fascinó el artículo. Tanto que estoy pensando leer una o dos de las novelas mencionadas.

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