David Betancourt (Foto de Alan D Gómez)
Óscar Castro García
Con Buenos muchachos (2011), David Betancourt se presenta como cuentista,
en una serie de historias deschavetadas, ingeniosas, reiterativas, de barrio,
de calles, de canchas de fútbol, de adolescentes con familias disfuncionales,
de muchachos que parecen buenos, que son buenos, que las mamás les creen cuando
dicen, como lo hace irónicamente el hijo del cuento “Buenos muchachos”:
Yo soy incapaz de hacer cosas malas,
madre, y usted lo sabe. Cuál pistola, cuál vicio, cuáles amistades, cuáles
robos, yo solo fumo cigarrillo y lo voy a dejar. Confíe en mí y ya, y no se
ponga a escuchar pendejadas por ahí, cierre esos oídos de una vez. Yo no robo
ni tengo amigos malos, solo salgo a chutar un balón y a charlar. Yo soy buena
gente como hermano y no me meto con nadie, soy un pelao bien. Lo juro por
Diosito lindo, madre (p. 95).
En su
primer libro de cuentos, sorprende desde la ironía del título con historias que
casi llevan al lector al abismo que viven niños y jóvenes en la ciudad,
especialmente en barrios como Villa Hermosa, situado en el oriente y desde
donde se contempla una hermosa panorámica de Medellín (Colombia). Pero los
chicos no se paran a contemplar el romántico paisaje de la urbe, sino que
apenas pueden ver el mundo contradictorio que los rodea: una realidad llena de
incertidumbres, amenazas, necesidades e insatisfacciones. Por eso en el cuento
“Buenos muchachos” la madre, refiriéndose a la muerte de su hijo mayor, le
explica a su hijo menor: “Este barrio, que de villa no tiene nada ni de hermoso
menos, se lo devoró de a poquito” (p. 93).
No
obstante, como sobrevivientes de la rutina, igualmente disfrutan las tardes
soleadas de fútbol en la calle, los furtivos amores que se inician o las
alegrías de cualquier pequeño éxito. De esta manera, la ciudad aparece como obstáculo
o camino difícil, no como paisaje o postal. La ciudad es el barrio tradicional
en el que la vida transcurre llena de contradicciones, y donde niños y
adolescentes parecen vivir su vida a espaldas de los adultos, o ignorados por
estos; en el peor de los casos, maltratados y abusados por sus mismos padres.
Aunque
en estos cuentos predominan la alegría, la sensualidad, el juego, la
imaginación, el absurdo y la creatividad, también los muchachos se sienten
acosados por otras fuerzas inquietantes: las drogas, la delincuencia, la
violencia y la muerte. Estos personajes, motivos y temas se proyectarán en los
libros de cuentos que Betancourt ha seguido entregando: Yo no maté al perrito y otros cuentos de enemigos (2013, 2014), Una codorniz para la quinceañera y otros
absurdos (2014), Ataques de Risa
(2015) y, próximamente, Bebestiario.
Buenos muchachos se abre con un cuento de premonitorio título:“Ventana herida”, frase que
reúne los dos sentidos que encierra esta parte de la casa: apertura y clausura.
Es la mirada, escena que se contempla doblemente: desde adentro el niño mira lo
que va a perder; desde afuera los otros niños miran a quien será anulado para
la realidad. Metáfora doble, cinismo y melancolía, resignación y rebeldía. En
sentido estricto, lo herido es la mirada, el chico de trece años que se esconde
por temor a que vean las cicatrices que marcan su rostro. El único contacto con
el mundo está a punto de clausurarse. Se esfumará la visión, se perderá la comunicación,
no volverá el ensueño ni habrá placer, felicidad ni esperanza. Y con todo, solo esa ventana guarda ternura,
nostalgia y poesía.
Es un
título que presagia lo que serán las demás historias de este y los otros libros
de Betancourt: la vida en esta ciudad, especialmente para los niños y los
jóvenes. Antiguamente, la ventana significaba abertura o respiradero, lugar de
entrada del viento a la casa, pues la luz entraba por el patio. Mas ahora, ella
es también la entrada de la luz y del mundo de afuera, de la calle, del campo,
de la ciudad. Desde ella se contempla el mundo exterior. De ahí la insistencia
del narrador de estos cuentos en que su destinatario observe bien lo que se le
está narrando o describiendo, para que en complicidad con él se convierta en
fisgón. Insistencia que se manifiesta continuamente en la enumeración a veces
exacerbada, en palabras o frases que reiteran la idea o el fenómeno, o lo
amplían casi hasta agotarlo. Por ejemplo, en “Te lo advertimos” se lee:
Todos, Daniel, te lo dijimos. Que
escuchá, Daniel, que la noche es para los lobos, que la muerte para los que
caminan la noche, que los jóvenes como vos mueren de amor o de balazos, que no
tomés tanto alcohol, que evités las peleas, que te sentés, que no grités, que
no metás tanta droga (…) Pero vos que no, que mala hierba nunca muere, que el
de arriba me cuida y me protege, que qué de malo tiene divertirse, que me tengo
que hacer respetar, que la vida se hizo para vivirla, que cuando le toca a uno
le toca a uno, que puedo caer peliando borracho, que me pueden clavar mil puñaladas
en la espalda… (p. 21).
Y
entre la aparente intrascendencia de las historias que se precipitan en cada
libro de este autor; entre carcajadas y tristezas, chistes, desplantes y
absurdos, se va revelando la complejidad de estas vidas. Complejidad que devela
el enmarañamiento de la existencia en un ciudad que es propia y desconocida, en
la que nos movemos como autómatas y donde todo lo inimaginable ocurre con la
sutileza con que se desliza el viento del atardecer por las lomas del barrio
Villa Hermosa hacia el centro de Medellín.
Estos
cuentos penetran en los cuartos, en las casas, en las calles del barrio, en los
campos de juego, en los parques, en las aulas de clase, en los buses; en todo
lugar donde hay que mirar y escuchar y narrar. Y a pesar de la gravedad de la
vida y de estas vidas, hay lugar para la risa, la ironía, el goce, el chiste y
la parodia. Desde los títulos de los cuentos se sugiere la ironía que se
manifiesta en la vida cotidiana. Especialmente, esto se nota en los personajes
infantiles, quienes ignoran códigos y verdades que los mayores ocultan o creen que
los hijos no comprenden, pero que estos interpretan desde otras perspectivas,
llámense ingenuas, cándidas o fantasiosas. Así, en “Mamá” el niño presencia la agresividad
del padre contra la madre y busca hacer justicia por su propia mano. En “Papá”,
la niña de cuatro años recibe la furia del padre y contempla la decisión
irracional de este porque su equipo de fútbol ha perdido. Y en “Disney, mamá”,
otra niña espera que su padre, ya muerto, regrese para que la lleve al Disney
de sus sueños.
Más
allá de esta violencia familiar se manifiesta la de calles, esquinas, canchas
de fútbol, parques, escuelas. Adolescentes se enfrentan a sus iguales en otro
campo de batalla. En “Te lo advertimos”, el amigo ya muerto acompaña el cadáver
del otro cuando lo llevan a la morgue; en este recorrido le recuerda todo lo
que hicieron, dejaron de hacer y obtuvieron como resultado. Se creían “dueños
del mundo” porque pensaban “que la vida eran golpes, drogas, libros, alcohol,
pepas…” (pp. 23-24); y por eso le dice: “Te llorarán, mi hermano, te llorarán,
así como los míos me lloraron a mí, y te dirán, te lo advertimos, Daniel, te lo
advertimos, así te dirán” (p. 24), en un diálogo de muertos que nada tiene de
fantasmagórico.
“Buenos
muchachos” puede ser el cuento que sintetiza y simboliza la vida de tantos
jóvenes que atraídos por el dinero fácil y las drogas toman decisiones fatales.
Tanto la madre como el hermano creían que él era un buen muchacho. La ciudad
aparece en este cuento como la causante de la muerte del hermano, según el
narrador: “Lo que pasa es que desde que mi hermano murió, desde que lo asesinó
Medellín, desde eso madre anda cargando con un peso inmenso, anda con el mundo
sobre sus hombros, y es lógico, ya no tiene al mayorcito. Se le murió su niño
de dieciocho años” (p. 93). El cuento describe espacios, situaciones,
personajes que caracterizan la vida del barrio y las contradicciones diarias:
“Jugaba fútbol en la cuadra los domingos en la tarde. Muy puntual, todos los
días, iba al colegio (…) Antes de que llegara la noche con sus amenazas entraba
a la casa para levantar sus pesas y hacer sus ejercicios” (pp. 93-94); “como
dicen en estas calles, aquí nadie se salva de ser malo y yo no quiero serlo ni tampoco
parecerme a mi hermano; no quiero morir joven ni de la forma como lo hizo él”
(p. 94).
De
la misma forma se perdieron Felipe, Edwin, Daniel, Curtis, Pitufo, Víctor,
Cardona, Negro… Larga lista de todos aquellos sacrificados en las calles de la
ciudad ante la impotencia de los mayores, quienes se hacen los de la vista
gorda o parecen ingenuos y lejanos a las situaciones de sus hijos, como ocurre
con el abuso que llega hasta el tormento, la tortura y la enfermedad en la
adolescente de “Sus terrores”. En esta historia se destaca la complicidad de la
madre ante el abuso que Jairo, su amante, ejerce contra la hijastra, a quien
todas las noches acosa y amenaza, aprovechándose de la tristeza de esta por la
ausencia del padre y la intimidación de la madre, quien está segura de que su hija
usa su enfermedad como estrategia para espantarle a su amante.
Paralelo
con el deterioro físico, moral y social de casi todos los personajes de estos
cuentos, se expresa el erotismo en la rutina de la cotidianidad, en la soledad y
en el abandono en que ellos se encuentran. Así, en “Suerte, Cardona” un niño de
diez años se enamora de su profesora y sufre la decepción, mientras el narrador
trata de consolarlo. En otros cuentos es el abuso, el aprovechamiento o la
afrenta, como en “El secreto ahora es de los tres”, porque el erotismo infantil
es invadido por el desorden de la mujer. En “La vecina”, la sexualidad y el erotismo
adolescentes están unidos a las fantasías que crean verdaderas historias de
conquistas eróticas irreales. Y en “Desencuentro”, el erotismo lleva al joven a
enamorarse de la prostituta que solo sabe de juegos y desplantes, así él vea en
ella la imagen de Marilyn Monroe: “Tenía las mismas nalgas, los mismos labios
rojos y carnudos, los mismos pechitos de quinceañera, la misma nariz de suiche,
la piel blanquita y un ombligo de lo más pulido como para tomarse ahí un guaro”
(p. 34).
El
humor es otra característica reiterada en la narrativa de Betancourt. Aun en la
tragedia, este se manifiesta, tal vez como un bálsamo para la muerte, el dolor
y la soledad. O, quizá, como un efecto natural de las situaciones, pues más que
lenguaje irónico, en esta obra abundan ironías situacionales. A veces, la
crueldad explota a pesar de las situaciones, a pesar del deseo del narrador,
que casi siempre es un chico o una chica, alguien que parece despistado o
ingenuo, pero que maneja su propia lógica de la vida, de las cosas que lo
rodean y de las situaciones en que participa. Así se ve en “Los siete números”,
que el hermanito, limitado y abandonado por el narrador, recuerda para llamar a
la casa y avisar donde se encuentra abandonado por su hermano. “Táparo” es la
ironía situacional, en la que el narrador se ve acorralado y sin defensas, pues
el que lo va a entrevistar para un trabajo es el mismo a quien ridiculizaron en
el colegio, empezando por el sobrenombre de Táparo,
palabra que en Colombia se refiere a un caballo ordinario, a alguien torpe y
cabeciduro.
En
la mayoría de los cuentos de Yo no maté
al perrito y otros cuentos de enemigos (2013, 2014) hay cambios sustanciales en edades, familias, atmósferas y sicología
de los personajes. Igualmente, en la perspectiva y punto de vista de los
narradores, aunque el tono, el estilo, el ritmo y la visión del mundo de la
obra siguen los lineamientos generales de Buenos
muchachos. A la par, continúa el mismo espacio de los acontecimientos, pero
el tiempo ha avanzado, se han profundizado algunas condiciones y otras se han
agravado. Ahora los personajes son mayores; sus intereses y modo de pensar han
evolucionado hacia convicciones y principios definidos, casi todos diferentes o
contrarios a los de los adultos; y la mayoría de ellos se han colocado en
abierta oposición a las normas y principios sociales imperantes. La ingenuidad
se pierde casi por completo y el humor es más cáustico, más sarcástico, por la
conciencia que los personajes tienen ahora de la realidad, por la premeditación
de los actos, por las contradicciones propias y con los demás, y por las graves
consecuencias de sus acciones. No obstante, aún persisten el tono y la
intención en varios de estos nuevos narradores.
En el libro se distinguen campos temáticos
variados: unos son infantiles, pero en los que la crueldad compartida se
disimula o transfiere, como en el cuento “Yo no maté al
perrito”. Narrado en primera
persona, la historia se mueve en el límite de lo inverosímil, pues la abuela
trata de disimular la posible culpabilidad del nieto en la muerte del perrito,
pero ella tiene su verdad escondida. Hay, pues, ironía e infantilismo en el
niño, y crueldad y malicia en la abuela, que parece una niña traviesa. Algo
similar se ve en “Los amigos no existen”, en el que ambigüedades y oposiciones constantes de amigo/ladrón, amigo/extraño,
amigo/marica, marica/ladrón, acaban resolviéndose en un inesperado desenlace
que lleva a la risa, a pesar del dramatismo de la situación. Hay una vacilación
en su lectura, pues el título que parece cierto se contradice con el desarrollo
de la historia.
Otros cuentos se centran en el erotismo y la genitalidad,
como en “Mi salchicha”, elemento fálico que no solo connota sino que denota la
obsesión del personaje, quien hace todo lo que está a su alcance para que su perro lo complazca, pero el
cuento parece diluirse en un final
tragicómico con una expresión que parece resignada y perversa. En esta misma
línea está “Cartas de amor para Nuno”, en el triángulo Magnolia —profesora de
literatura—, Nuno —profesor de educación física— y Romeo —estudiante y narrador—. Acá la ironía, la parodia de la
canción popular y el sarcasmo frente al sentimentalismo amoroso, los lugares
comunes del enamoramiento —el nombre de Romeo es premeditado—, la cursilería,
la poesía rosa y la estupidez encuentran una solución inesperada y
contradictoria, en una atmósfera de decadencia moral, que lleva no solo al
humor sino también al cuestionamiento del orden y del estado de cosas que se considera
“normal”. Estas situaciones eróticas ambiguas o
abiertamente contradictorias llevan a la incertidumbre en “Abrázame
fuerte”, cuento en el que los enamorados que van cada uno por su lado a
diferentes reuniones sociales, imaginan que el otro los está traicionado a la
vez que están en plan de seducción, en un juego de paralelismo/oposición que termina
en forma ambigua, aunque diferente de lo que suele ocurrir.
Otros cuentos narran la violencia urbana. En “Último
partido”, la fatalidad desvía la bala en pleno partido de fútbol en el barrio,
con los motivos clásicos de la violencia urbana heredados del narcotráfico en el
valle de Aburrá: la cancha de fútbol, los muchachos, la moto, el sicario, las
ilusiones perdidas y la desbandada general. En “Única oportunidad”, Felipe, el
asesinado del cuento anterior, aparece ahora en el ritual funerario de la
dispersión de sus cenizas en el campo de fútbol donde fuera asesinado. Y en “De
bienvenida” vuelven los clichés de la violencia: el regreso a casa del
desaparecido a quien consideraban muerto, el sigilo solicitado para el regreso por
precaución o real temor, la infidencia en medio de la borrachera, la bienvenida
aparatosa, la llegada de los hijos del asesinado por el recién aparecido y la inesperada
venganza.
Este libro de emociones agridulces no olvida el
humor, cáustico a veces, con visos de narcisismo. En “Detrás de mí”, Narrador Omnisciente
revela al narrador del cuento que ya conoce el final de la historia en que es
el protagonista. Ironía, parodia, sarcasmo, humor, esperpento. Ridiculiza personajes
y situaciones de la vida real contemporánea. La ironía se dirige contra poetas
y periodistas; involucra escritores y personajes de la literatura, la cultura y
la política colombianas pasadas y actuales; y parodia hasta el absurdo las presentaciones
de escritores y políticos en actos públicos. Este leitmotiv del escritor y de
la escritura se seguirá presentando en otros cuentos de Betancourt como una
obsesión que se ratifica en su cuento “Beber para contarla”.
“Detrás de mí” es un cuento que llega al
esperpento. Muestra la total desinhibición de Betancourt a la hora de parodiar,
satirizar o elegir temas absurdos o comunes. A la vez, revela su total libertad
como creador y su deleite como instigador a una mirada diferente del mundo que
nos rodea, por medio de la carcajada y el éxtasis del mero gozo ante la
ridiculez que ocultan las solemnidades cotidianas de nuestra acartonada cultura
y de nuestra miserable vida política. Incluso, desenmascara la falta de
imaginación y de creatividad de otros textos literarios y no literarios,
sugeridos, parodiados o explícitamente ridiculizados en sus obras, así como los
autores de los mismos. Igualmente, quedan en evidencian el público asistente,
los lectores, los actos culturales, los que programan los actos, sus
financiadores y quienes los presentan… Mejor dicho, toda la institución
literaria e intelectual acaba transformada en una “pachanga”, una farsa, el
carnaval de la idiotez disfrazada de solemnidad. A veces parece un desahogo,
pero también una vergüenza que nos endilga. Para muestra, la preparación y
presentación que hace del poeta Nichsel, el conferencista que llega ante el
auditorio:
El maestro,
en el camerino, lee mentalmente el discurso sobre la poesía, que nos deleitará.
Se toma un guaro. Un, dos, tres, probando, un, dos, tres, reprobando, repite el
animador mientras le da golpecitos al micrófono. Con ustedes, con ustedes…
tantantantan, señoras y señores, niños y niñas, negros, indígenas indignados,
saltapatrases, desplazados, adoptados, héroes, ene enes, hachepés, mártires,
expresidentes, ganadores de concursos arreglados, esclavos, extraditables,
extraterrestres, escritores frustrados, arrogantes, verbosos, corrompidos,
académicos arrastrados, reprobados, fracasados, acabados, intelectuales
actuales pasados de moda, sancocheros, diosecillos, maestras de kínder, ratones
de biblioteca, vacas sagradas, hijos de perra…, con ustedes… el maestro, el
maestro Nichsel... (2014, pp. 61-62).
Estas parodias se prolongan en el cuento “De
visita”, con el desaparecido poeta nadaísta Darío Lemus paralítico y su
necesidad de ver a Boris, su hijo, en el que la ironía situacional llega al
extremo, y el engaño al poeta conduce a la ridiculez y el desatino por parte
del narrador-personaje, cínico agresor del poeta, para ser, quizá, consecuente
con la actitud que en la realidad histórica de la literatura colombiana
adoptaron los nadaístas ante la moral y la ideología del momento, signada por
la religión, la apariencia y la hipocresía, con el predomino de la censura que
los caracterizó. Pero este cuento osa desenmascarar, precisamente, esa actitud
de denuncia que los nadaístas asumieron en su tiempo, parodiando con
irreverencia la vida de uno de sus poetas representativos.
Betancourt
mantiene el mismo tono en los diez cuentos de Una codorniz para la quinceañera (2014), en
los cuales profundiza el humor y la ironía, ahora en la oposición ingenuidad/maldad,
hasta llegar al sarcasmo, el esperpento y la procacidad. El Diccionario de términos literarios (2004)
de Demetrio Estébanez dice que esperpento
se aplica a la “persona o cosa notable por su fealdad, desaliño o mala traza;
desatino, absurdo” (p. 365). Explica que Valle-Inclán adopta esta definición
“para designar una categoría estética, una forma teatral y una visión de la
vida humana y de la historia, representada desde una óptica sistemáticamente
deformadora de la realidad” (Ídem). Y sobre el sarcasmo (del gr. mofa, escarnio), dice que “no es más que una
ironía llevada a un grado de dureza, crueldad o cinismo amargos” (p. 574), para
ofender a las personas o las instituciones. Estos recursos también se presentan
en varios cuentos de Betancourt.
A
estos guiños se agregan la caricatura, la carcajada, la burla y hasta el
bricolaje. En algunos cuentos, Betancourt toma obras de otros autores para darles
nuevas interpretaciones, como actitud consciente de destrucción-construcción. Como
ejemplo, presento el cuento “El secreto ahora es de los tres” —mencionado arriba, pero hay varios más en sus
otros libros— de Buenos
muchachos, en el que se nota la similitud con el cuento “Macario” de Juan
Rulfo: las dos mujeres son empleadas domésticas; la imaginación de los niños
está en la cocina donde ellas hacen sus oficios; hay otra mujer: la madrina en el
cuento de Rulfo y la tía Marus en el de Betancourt; se presentan animales:
ranas, sapos, insectos, chiva y puerca en “Macario”, y el mico Orejas y el loro
en el cuento de Betancourt; las mujeres traspasan líquidos a los muchachos:
leche de Felipa para Macario, flujo vaginal en el otro; ellas van a la cama de
los muchachos, les hacen cosquillas, les espantan el diablo o el Coco, con la
diferencia de que Macario sufre de problemas mentales y el niño del cuento de
Betancourt “sufre” de ingenuidad.
Esta
recreación de otras historias literarias es una decisión consciente en el
autor. En su obra es evidente el acervo de lecturas que hay tras este ejercicio
cotidiano de la escritura. Los textos leídos quedan en la conciencia como
residuos imposibles de erradicar; y de esta manera, no hay una lectura ni una
escritura inocentes. Así que Betancourt no tergiversa, sino que descompone y
recompone una nueva realidad, porque la base o la esencia de la condición
humana poco ha variado con el paso de los siglos. O porque, como dice Barthes
en El grado cero de la escritura:
Sin duda puedo hoy elegirme tal o cual
escritura, y con ese gesto afirmar mi libertad, pretender un frescor o una
tradición; pero no puedo ya desarrollarla en una duración sin volverme poco a
poco prisionero de las palabras del otro e incluso de mis propias palabras. Una
obstinada remanencia, que llega de todas las escrituras precedentes y del
pasado mismo de mi propia escritura, cubre la voz presente de mis palabras.
(Barthes, 1981, p. 25)
Betancourt
ni reprime ni trata de ocultar esta evidencia en su obra. Abiertamente deja que
su escritura revele las huellas que van quedando en su mente de escritor-lector.
Pero es claro que no repite, sino que reinterpreta y recrea, siempre en forma
paródica, como tantos escritores lo han hecho desde los inicios de la
literatura oral y luego escrita. Demetrio Estébanez lo ilustra con Cervantes en
el Quijote, Aristófanes en Las ranas, Lope de Vega en La gatomaquia, entre otros, al definir
la parodia como “imitación irónica o
burlesca de personajes (deformación caricaturesca de un rasgo físico o moral),
de conductas sociales (farsa satírica y desmitificadora) o de textos literarios
preexistentes con el objetivo de conseguir un efecto cómico” (2004, p. 808).
Joaquín
Peón Iñiguez la explica más ampliamente en su artículo “La parodia literaria”
(2012):
La parodia literaria, la mímesis
picaresca, la apropiación sin propiedad, es un mecanismo crítico que pretende
transformar valores y significados. (…) En ella podemos rastrear componentes
del relato, la crítica literaria y el ensayo. Para lograrlo el autor debe deconstruir
el texto según sus componentes estilísticos, hipertextuales, ideológicos,
formales, narratológicos y etcéteras.
Siguiendo
con los cuentos de Una codorniz para la
quinceañera, en varios de ellos hay características anacrónicas, como en el
cuento que da título al libro. Es el tiempo del petulante y la amante aliados
para burlarse del ingenuo y crédulo que aparece a la fiesta con el regalo más
incongruente para la ocasión. O el de “Pablo” con la ingenuidad, esta vez de
los padres, frente al aguinaldo de Navidad a un niño más entendido que ellos. Igualmente
en “Olvidado”, en el que una lora es motivo de la “lora” u “oso” que dan los
fisgones y chismosos vecinos, cuya imaginación rebela su morbosa percepción de
la realidad del otro.
Así
mismo, podría hablarse de la sátira autobiográfica, en la que el narcisismo del
autor se vuelve casi una obsesión por el reconocimiento del lector hacia su
obra en lo mínimo que este puede hacer: leer su libro y reconocerlo, pero no,
como ocurre en el cuento “De reojo”,
uno de los mejores del libro, en el que el lector produce una gran frustración al
narrador-escritor del mismo.
El anacronismo, así como la parodia, la sátira
y el desparpajo también desenmascaran y ridiculizan los fanatismos que no cesan
de reproducirse aun en pleno siglo XXI, como sucede en “El fin del mundo”, en el que los meses, las fechas,
los nombres de los personajes y los mensajes y rituales se ven desmentidos por
la realidad, a pesar de que el escéptico personaje-narrador ya se estaba
dejando influir por el pánico colectivo.
A lo anterior, Betancourt mezcla violencia,
crueldad y enfermedad en cuentos como “Carne”, con una obsesión que llega a
momentos desproporcionados para el lector, quien espera todo, menos lo que sucede, porque el
autor no tiene controles para sus gustos y fantasías “incorrectas”, ideológica
y socialmente hablando. Y así también sucede en “Escena final”, la cual deja un
sabor acre, pues cuando la realidad se vuelve cine o este, realidad, las normas
y el buen gusto se chocan contra la ética otra, la del contrario, en una
especie de parodia de directores de cine que utilizan actores y espacios de la
vida cotidiana inmediata con el ánimo de dar patetismo y credibilidad a sus
películas.
Dichas sátiras no dejan de tocar la
sensibilidad del lector colombiano, y de Medellín más concretamente, cuando las
escenas narradas revelan los defectos, las carencias, las falencias y la mala
conciencia que caracterizan a tantos habitantes, quienes mantienen sensores y
alarmas listas para cualquier pequeña afrenta o amenaza, así esta provenga del
mejor amigo, la amante o el novio, lo que se ve en “Lo voy a quevrar cavrón”; o
dispositivos para identificar a las víctimas o para hacer de la desgracia
humana un espectáculo o un motivo de ganancia personal, en lo que se revela el
alma de tantos “despistados” de las calles de las ciudades de países
subdesarrollados, como lo muestran “Tenis gigantes” o “Puñalada”, cuento que revela
la ironía de la vida que se quiere salvar, de nuevo en las calles de una ciudad
abandonada de autoridad y de protección al transeúnte.
Es decir, la obsesión, la reiteración y el
exceso predominan en estos cuentos, y el lector puede acabar furioso con tanto
desatino, pero inseguro de su “lectura” de la realidad cotidiana. Y si ha leído
estas historias en otros textos —cine, literatura, prensa, historia,
fotografía—, seguramente el lector-espectador-actor verá nuevos enfoques,
inesperados, en los que la vacilación entre la carcajada, la sorpresa, la duda
y la convicción de que algo está pasando y no se ha dado cuenta, lo llevarán a
otra mirada sobre la cotidianidad.
Ataques de Risa (2015) tiene
un propósito que logra, y que está sugerido en la ambigüedad del título, la
cual se va descubriendo en los cuentos. A veces parece que Risa le produjera
risa al autor. Es difícil creerse un personaje tan singular, autónomo, extraño,
avanzado y esencialmente subversivo, en una sociedad tan religiosa, provinciana
y familiar, como la del personaje. Y tan ingenua. Pero es necesario tomar en
serio a Risa. Es decir, ella es un personaje creado por las palabras, por el
ingenio y por la imaginación de varios narradores, en especial la misma Risa. Aunque
Risa no produzca tanta risa, así sean graciosas sus salidas, sus ingeniosidades
y, a veces, ingenuidades, sí es una propuesta interesante en medio de tanta
literatura seria y solemne, como la colombiana.
Porque
el título da para las dos cosas: una, Risa produce “ataques de risa”, como se
dice en nuestro medio cuando algo produce tanta risa que se llega a la
hilaridad por sus salidas e ingeniosidades, su humor e ironía, sus sarcasmo y
su manipulación; y otra, Risa ataca valores, principios, normas, códigos,
costumbres y estereotipos. De esta manera, su novio o exnovio Lucas, su
pretendiente Mateo, su sicólogo-pretendiente Juan Correa, el sinvergüenza de su
tío Javier, el avaro abuelo Heriberto, la abuela y la madre, son como
marionetas que Risa maneja a su antojo; o a las que les descubre sus
manipulaciones, así a veces se rinda ante la aparente sinceridad de algunos de
ellos. Se trata de una saga en la que Risa como personaje principal y narradora
en doce de los dieciséis cuentos del libro, toma clara posición crítica ante la
realidad familiar, el barrio en que vive, el colegio donde está acabando
bachillerato, la cultura, la moral, el amor, el sexo, la religión y las
costumbres, entre otros asuntos. En este aspecto, el libro es iterativo en mostrar
esta manera de ver el mundo.
Todo
esto hace que los cuentos de Ataques de Risa
interesen y produzcan ciertas satisfacciones. La literatura colombiana también
se ha obsesionado por la tragedia y la agresividad de su historia reciente, con
buenas dosis de sociología, espionaje y criminalidad, a veces empalagosa. También
busca ser culta y hasta cae en la pedantería. Pero aún es tímida para presentar
erotismo, transgresión, ironía, esperpento, farsa y sátira. Aún más, el
lenguaje de la gente sigue encontrando dificultades para entrar en la
literatura con toda la gana. Tal vez por no leer —o no querer hacerlo o ya
definitivamente desconocerlo, pues ¿qué se enseña ahora de literatura
colombiana en colegios y universidades?— la obra del antioqueño Tomás
Carrasquilla, no nos hemos dado cuenta de que el lenguaje popular con todas sus
implicaciones y riesgos, y con toda su idiosincrasia, ya aparece en la obra de
este escritor desde 1890 con su cuento “Simón el mago” y en 1896 con la novela Frutos de mi tierra, y demás libros de
su creación. Porque al leer el Quijote
y escuchar las retahílas de Sancho Panza y los cultismos y fantasmagorías de
don Quijote, uno se queda maravillado de la manera como la lengua española se
asentó en nuestras tierras y se arraigó en campesinos, amos, barberos, curas,
maestros, sirvientes, arrieros, herreros, pobres, beatas, muchachos, narradores
y todos los personajes de las sagas de Carrasquilla y de otros escritores como Eduardo
Caballero Calderón, Eugenio Díaz Castro y Fernando González, entre otros.
Igualmente,
muchos poetas siguieron también la tradición española, prolongando y
transformando el humor y la presencia de la literatura española, que nos remite
a La Celestina, La lozana andaluza, El
lazarillo de Tormes y todo el Siglo de Oro, Quevedo, Cervantes, Lope de
Vega, Tirso de Molina, Calderón de la Barca, que llevaron a la poesía el
acento, el tono, las voces y la fina ironía o sutil sarcasmo como se disfruta
en los colombianos Luis Carlos López, Rafael Pombo, José Asunción Silva, Luis
Vidales, León de Greiff y Helí Ramírez, por mencionar algunos que me llegan en
este momento a propósito de la obra de David Betancourt.
Así,
pues, el lenguaje popular con la cultura que este encierra y la idiosincrasia
de quienes lo hablan tienen un elaborado y digno puesto en la novela y el
cuento, hace más de un siglo en nuestra literatura. Y parte fundamental y
mayoritaria del pueblo que lo habla está constituida por niños y jóvenes,
quienes se expresan en la lengua aprendida de abuelos y padres, y de quienes
frecuentan en la calle, la escuela, el barrio, la tienda, el metro, el bus, el
parque, el juego, el amor. El modo de pensar de los jóvenes se filtra por los
cedazos de la lingüística, la moral, el buen decir, lo correcto, lo permitido,
lo inocuo, lo bello, lo sublime, lo estándar, lo oficial. Y esto es lo que veo palpitar
en la obra de David Betancourt: una nueva manera de presentar el mundo juvenil
sin las ternuras oficiales de los
adultos y cultos frente a los incultos e inmaduros. Tampoco esa rigidez de
quienes ven en los jóvenes un nido de maldad, mal-decir, delincuencia y
drogadicción, entre otros muchos estigmas que a los jóvenes se les imputan
desde el discurso oficial, moralista y adulto.
El
erotismo es el otro gran campo de significación que se manifiesta en Ataques de Risa.[7] Pero, ante todo, este libro es una provocación a la literatura. Hasta
los títulos de muchos cuentos, si no todos, parodian, desafían, burlan,
enmascaran o desnaturalizan: “Nocaut” —que parodia “Besacalles” de Andrés
Caicedo—, “Este cuento se acabó”, “El grito de independencia”, “Tetas de Risa”,
“Haciéndose el amor”, “Que conste en el acta”, “El extraño caso de
Evita-Perón”, “El Tino, es portento”. Hay que estar conectado con la
cotidianidad, la farándula, la literatura y la historia reciente del vecindario,
para degustar con más sabor los cuentos de este libro. No solo el título, también
las dedicatorias, los epígrafes y, por supuesto, los cuentos, son la
celebración de la risa, del ridículo, de la impostura. Y la irreverencia es
general: nadie se salva de caer en ridículo, así como nadie se salva de que le
descubran su ridiculez por mucho que la quiera ocultar. Lo mejor de este libro
es que no es necesario fingir, ni siquiera es necesario ocultar. Lo normal es
no ser normal, ser ridículo y además patético, desgastado, repetitivo,
predecible.
Por
eso, en el libro se encuentran lesbianas alborotadas, exhibicionistas,
temerarias y dipsómanas, en el típico escándalo de discoteca y calle, pero a
Risa no le atraen las mujeres, en principio. La escritora —de nuevo el
leitmotiv de Betancourt— que busca ganar concursos para poder estar al lado de
su amante en Guadalajara, con un cuento que resulta ser el anticuento por carecer de palabras, salvo su título, que
se atreve a incluir en el libro con dedicatoria y todo lo demás, para
configurar así la crítica mordaz al arte y la literatura, los concursos, la
academia y la escritura, igualmente.
No
se sabe si la academia ha defraudado a Betancourt. Unos compañeros de él
escribieron un libro de desencanto de la academia y de crítica a la carrera que
hicieron en la misma universidad y en el mismo programa del que egresó David
Betancourt. Hay un desgaste del discurso intelectual y un desencanto de los
estudiantes frente a los anquilosamientos educativos. Cada uno por su lado. Me
refiero al libro Academia de Solitaría y
Tristeza de Gabriel Jaime Lopera Maya y Rubelio Alberto López Cardona. Curiosamente,
los tres fueron estudiantes de algunos de mis cursos. Y para mi desventura y
deshonor, allí debo estar retratado, como una de las marionetas que manejan los
hilos del titiritero. Lo “sutil, ingrávido y gentil” es ese mundo que crean, en
el que el humor, el desencanto, la desfachatez, la crítica, la sátira, el
tedio, la malagana y la risa, se unen para, al menos, dejar una constancia
clara: aquí les damos lo que nos negaron, aquí les dejamos su pudor en manos de
los nigromantes de las palabras en una noche de brujas, en la que no dejan de
ser inquietantes los disfraces y las comparsas entre ridículas, diabólicas,
perversas e inocuas. La risa, esto es, el humor y la desenvoltura del cuerpo,
de las prácticas cotidianas, de la escritura, de las palabras; de los rituales
de la literatura desde su enseñanza hasta la crítica, desde la academia hasta
la gravedad, a veces farsas, de concursos, premiaciones, publicaciones y
consagraciones en los religiosamente llamados cánones de la literatura, dígase colombiana, latinoamericana o
universal.
En
este contexto se inscribe el cuento “Grito de independencia” con lo recurrente
de la emancipación de Risa de las ataduras familiares, pues cree que con su
carrera de letras podrá vivir independientemente de su familia, lo que al fin
logrará al revés de toda suposición, pero con la convicción que muchos jóvenes
de nuestra época han adquirido, pues sus conceptos de independencia, libertad,
emancipación, autonomía y similares, dan sus nuevas acepciones con las prácticas
excluyentes que Risa ha sabido elegir. No solo la academia sale mal librada,
sino también las aspiraciones familiares, el estereotipo del graduado como ser
útil para la sociedad y que luego sacará adelante a su familia.
En
fin, los estereotipos de la familia pequeñoburguesa citadina se entrecruzan en
la vida y escritura de esta muchacha indolente, inteligente, recursiva y terca.
En el cuento “Entre todos”, la estudiante desaplicada pierde el año escolar, con
el esfuerzo solidario de toda la familia empecinada en que lo ganara. En “Tetas
de Risa”, le llevan los caprichos a la adolescente que quiere mejorar sus tetas;
pero inconforme con las nuevas, quiere volver al estado original, con la
entrega incondicional de quien para nada se beneficiará de ellas. En “Decide
cambiar de nombre”, es la búsqueda de la identidad y de la originalidad, y los
traumas y reacciones diversas que esto provocan; allí el humor, la ironía y la
desfachatez vuelven a su lugar la normalidad de la vida. Las celebraciones de
grado con la mezquindad y las ridiculeces que los acompañan se manifiestan en
“Por simple sport”. En fin, en otros
hay autoerotismo; o la estudiante pone en jaque la institución con sus
pasquines y denuncias; o aparece el desencanto de los mayores agarrados en su
mezquindad y en sus trampas…
La
parodia gana la partida. Este recurso es tan deliberado en Betancourt, que
varios de sus títulos de libros y cuentos remiten a otros ya conocidos, o son
idénticos a ellos. Así ocurre en “Beber para contarla”, cuento que ganó el
premio de La Cueva en 2016 (Barranquilla, Colombia). Este título es idéntico al
de la traducción en español de la antología Great
irish drinkings stories (2003) del escritor irlandés Peter Haining
(1940-2007); traducción que a la vez parodia el título del libro de Gabriel
García Márquez Vivir para contarla (2002).
Es decir, Betancourt parodia la traducción del libro de Hainning, el cual a la
vez parodia el título del libro del Nobel. Y en Bebestiario, su próximo libro, los títulos de los cuentos son
parodias: “Beber para contarla”, “La rebelión de las rascas”, “La toma de La
Bastilla”, “Toco tu vodka”, “Confieso que he bebido”, “Bebestiario”, “El mundo
ha bebido equivocado”, “Confusiones de una rasca rara”, “El don de la beba” y “Anís
era una fiesta”.
Al
leer “Beber para contarla”, la parodia, la sátira, el esperpento, el cinismo y
la burla se acentúan en una especie de autoflagelación, pues el escritor es el
personaje y el tema de este cuento. Casi en una catarsis, se develan los
motivos de la escritura, que igualmente son los lugares comunes de la escritura
como oficio, supervivencia, vanidad, rivalidad, competencia, fraude, farsa,
comercio. Hay mucho de teatralidad, de representación, de mimesis. Y uno de los
lugares comunes, justificados por el narrador y por el personaje del cuento, es
el alcoholismo de famosos escritores en él nombrados. Más que el motivo del
alcoholismo —también tema, atmósfera, causa y consecuencia de los sucesos, y
revelación de la conciencia de todos los personajes—, el cuento manifiesta
abiertamente una crítica mordaz a los clisés-cotidianidad del escritor en
nuestro medio, de su oficio: cómo, cuándo y dónde escribe; propósitos de su
escritura; relaciones con otros escritores y el medio cultural; premios, becas,
fama, costumbres; la crítica literaria; los concursos, la prensa, los talleres
literarios, los programas académicos de creación literaria, los tutores, las
exigencias. Es decir, todo lo que prepara y forma a un escritor, y lo que este
espera y encuentra una vez se decide a mostrar su primer escrito. Son las
contradicciones permanentes: academia/creación, colectividad/individualidad,
compromiso/libertad.
Aunque
el alcohol rodea toda la historia, e impregna la escritura, la amistad, el
trabajo, las aspiraciones y las costumbres de los personajes de este cuento, es
decir, su vida, la escritura literaria es la que está en juego. Y en ella, la
metáfora del alcohol como lubricante, vehículo, objetivo y pasión. Tal vez se
sacarían conclusiones que digan que la literatura es como un estimulante
similar al alcohol. El carácter efímero del líquido, su combustibilidad, sus
efectos eufórico-disfóricos, las lacras sociales endilgadas, la censura, el
estado a que lleva a sus adictos, las circunstancias sociales que lo acompañan
y las posibles consecuencias funestas, parecen asimilarse a lo que es escribir literatura. O viceversa, no se
sabe ciertamente. El deliro alcohólico es como el delirio literario. Escribir
es como beber. Vivir para beber. Beber permite contar, permite vivir. Se cuenta
para beber, y se sigue bebiendo para seguir contando.
Por
supuesto que el resultado de la locura en ese apartamento de artesanos y
botafuegos de Guadalajara, es una parodia de lo que, quizás, han sido las obras
literarias, muchas de ellas; mas no solo obras literarias, porque igualmente se
podría aplicar a pintores, escultores, científicos, filósofos, presidentes,
médicos. De ahí que los nombres de estos alcohólicos sean tan sintomáticos de
irreverencia y de simbolismo: Ovidio, Horacio y Virgilio; y el otro, el
aspirante a graduarse como escritor, se llama Baguito —no hay que hacer mayores
esfuerzos para leer “vaguito”, tierna manera de llamar al vago de este cuento;
o, mejor, evocar a Gabito por Gabriel
García Márquez, el
autor de Vivir para contarla—. Basta saber en qué mundo se mueven y qué le espera a Baguito apenas
llegue a vivir con ellos para cumplir con las obligaciones de su beca:
El Ovidio, el Horacio y yo teníamos
alquilado un apartamento en el centro, cerca de la Universidad de Guadalajara.
Como en Medellín, los tres nos dedicamos a lo que mejor hacíamos: beber. Todos
los días de a dos o tres botellitas. De alcohol, claro, de alcohol puro. No
daba para más. Pero también vendíamos pulseras, artesanías y lanzábamos fuego
por la boca en los semáforos. Era tanto el trago que nos metíamos que no nos
hacía casi falta la gasolina. Nos poníamos el encendedor en la boca y tirábamos
fuego como dragones. Con lo que nos levantábamos pagábamos los servicios y el
arriendo y las botellas.
Así
como se ha dudado de la autenticidad de autores y de obras clásicas de la
literatura universal; y como algunos han tratado de imitar o suplantar a otros
en la literatura y en las artes, en general, así mismo este cuento deja, a las
claras, verdaderas dudas y sátira evidente sobre la idea de la autenticidad, la
originalidad y la pureza de la creación literaria; sobre la sana conciencia del
creador; y sobre los demás mitos que han rodeado la creación literaria, los
concursos, las ediciones y demás elementos propios de la institución llamada Literatura.
No
obstante —parece sugerir este cuento y toda la narrativa de Betancourt—, hay
que seguir insistiendo, escribiendo, viviendo, riendo, gozando y escudriñando
la vida ajena y la propia, la de los fantasmas y la de los personajes, la de
los otros cuentos y autores, para que la escritura no sea un oficio aburridor y
solemne, y el lenguaje se explaye a su gusto en todo rincón de la existencia.
En
conclusión, haber leído todos los cuentos de este escritor colombiano me ha dejado
una saludable y refrescante sensación. La originalidad y libertad que
manifiestan los narradores ante sus historias y los personajes ante sus mundos,
permiten la certeza de que hay nuevos talentos como David Betancourt, que no le
temen al reto de la verdad en la literatura. Verdad de la literatura que es
también de la vida cotidiana en el tráfago de nuestras tareas y de nuestras
desdichas, de la cotidianidad abrumadora, o de días apacibles en un verano
sereno o en el contaminado aire urbano. Que el humor y el atrevimiento con la
palabra hayan explotado en la naturalidad de estos cuentos, es ya una
posibilidad abierta para que sigan entrando en la literatura nuevas voces,
nuevos mundos, nuevos personajes con un lenguaje tan cercano e irreverente a la
vez, tendencioso y socarrón. Una palabra provocadora que crea la incertidumbre
entre el asombro y la carcajada, entre la verdad odiosa y la comedia hilarante,
es lo que descubro en estas historias. He leído cuentos en los que el lenguaje
es escabroso y crea la duda sobre el porvenir; pero así como escalofriante es
hilarante, cuidadoso y, a la vez, desparpajado. Porque para los lectores pueden
ser inquietantes la risa, la ironía, el sarcasmo, la parodia y la sátira; pero
también, significativos. Porque así diviertan, advierten; así disuenen,
consuenan con la realidad; así resuenen, aplacan pasiones y fantasmagorías que
vivimos creando sobre nuestro mundo y nuestra sociedad. Es aquí, en la farsa de
la literatura donde nos damos cuenta de la farsa de nuestra realidad, porque
tantas verdades a medias convertidas en la
verdad absoluta solo nos han
conducido a la duda, al escepticismo y a la desconfianza. Y es ahí donde la
literatura y el arte en general pueden dar sentido a la existencia, así sea en
el sinsentido de su realidad artística.
Óscar Castro García ( Foto de John Jairo Sierra)
Medellín, 1950. Licenciado en Filosofía y Letras (Universidad
Pontificia Bolivariana, Medellín) y maestro en Letras (Literatura
Iberoamericana) de la Universidad Nacional Autónoma de México. Fue profesor de
literatura en la Universidad de Antioquia durante treinta y dos años, y ahora
se dedica a leer y escribir. Ha publicado, entre otros, los libros de cuentos Sola en esta nube (1984), Necrónicas y Oración (1999), No hay llamas, todo arde (1999) y Sola en esta nube y otros cuentos
(2016), la novela ¡Ah mar amargo! (1997)
y varios libros académicos. En cuento ha ganado premios en Colombia y México.
Excelente artículo.
ResponderEliminarSin duda la coincidencia es notoria en que en los dos cuentos, ambas son empleadas domésticas.
Un saludo!