¿Qué se puede escribir de un hombre que nunca tuvo miedo a exhibir su alma al mundo y que logró morir de amor en un país asqueado por la violencia y las dictaduras? Está muerto. Todo lo que pueda escribir sobre Luís Alberto Spinetta es casi lo mismo que se podría escribir sobre cualquier otra persona que haya alcanzado a experimentar algo parecido a la libertad, la chica invisible que nos llama a todos con voz de terciopelo y algunos pocos están dispuestos a escuchar y seguir a ciegas. Escribir un obituario para Spinetta es como querer concluir algo acerca de la vida de alguien que no hubiera querido que lo definieran ni que lo catalogaran, y que enarboló su libertad como ningún otro y la convirtió en un utensilio desde donde emergían cadencias y rimas poéticas y figuras sonoras que se meten en la cabeza como gusanos que te comen el centro del hipotálamo, música que te desequilibra. No puedo encasillar “al flaco”. Todo se ha dicho hoy, a dos meses de su muerte. Murió el hombre que arrancó al infinito los discos que diseñaron las bases de rock argentino. Spinetta lo hizo sin mirar a ningún lado antes de subirse al escenario, modular sus micrófonos y cantarle letras que nadie entendía a un público hipnotizado por su figura de yonqui austral.
¿Hay moraleja? ¿Hay conclusión? Ninguna conclusión, por respeto al interfecto. Tal vez no haya muerto: se transformó en el líquido que entra por nuestros tímpanos y mezcla con nuestros nervios cuando escuchamos sus canciones. Está en su música. En cualquier lugar del mundo. Eso es lo más grande a lo que puede aspirar un artista.
No morir.
Por Pedro Ismael Toloza
Por Pedro Ismael Toloza
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