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30 años del Premio Nobel a García Márquez


En 1982 el Premio Nobel le correspondió a Gabriel García Márquez. A 20 años el diario El Tiempo recobra en un dossier algunas notas de la época: Milan Kundera, Tomas Eloy Martínez y ese señor Plinio Apuleyo escribieron al respecto:


Apuleyo Mendoza, sobre la foto de arriba:
Las rosas amarillas. Mercedes las toma de un florero, quiebra delicadamente su tallo y se las va poniendo a los amigos de su esposo en la solapa del frac. "A ver, compadre", me dice colocándome la mía. Conozco la razón secreta de ese ritual. Gabo y Mercedes creen como yo en la 'pava'. Hemos vivido en Venezuela y sabemos que la 'pava', es decir la funesta asociación establecida en aquel país entre la mala suerte y todo lo que contenga un alarde de rebuscamiento, pretensión y mal gusto, existe.
Hay adornos, comportamientos, personajes y prendas que tienen 'pava'. El frac, por ejemplo. Tal es el motivo de que Gabo haya decidido vestir en la ceremonia del Nobel el liquiliqui, un traje de tradición en Venezuela y en otros tiempos en todo el ámbito del Caribe, pero exótico en la Colombia del altiplano. De algodón, blanco y cerrado hasta el cuello con botones, el liquiliqui tiene un sobrio decoro, una resplandeciente simplicidad ajena al barroquismo pretencioso del frac: es, por lo tanto, una prenda de buen agüero, la 'anti-pava'.<br />
Son las tres de la tarde pero la noche tiñe ya de negro las ventanas. Y ahora, mientras en torno de nosotros hay una atmósfera de apresurados preparativos, los amigos de Gabo nos hemos ubicado para que se nos tome con él una fotografía, minutos antes de recibir el premio. Mercedes oficia también ese ritual. "Alfonso y Germán, al lado de Gabo", ha dicho, refiriéndose a Alfonso Fuenmayor y a Germán Vargas, los más antiguos amigos de su marido.
La foto aquella me llegará una semana después a París, en un sobre. La guardo en un estante de mi casa, con esa especie de premonición taciturna que inspiran las cosas destinadas a sobrevivirnos. Para mí, quizá para todos, es la postal por excelencia de Estocolmo.
Mirada desprevenidamente, es la foto de un grupo de hombres y mujeres de diversas edades, vestidos de gala, en torno a García Márquez. En realidad, contiene toda una vida. Por descuido del fotógrafo, que no ha sabido elegir una perspectiva adecuada, Germán Vargas y Alfonso Fuenmayor apenas si se ven, pues están perdidos en el fondo del grupo. Si estuviese vivo, al lado de ellos debería aparecer Álvaro Cepeda: los tres forman parte de los tiempos de La Cueva. Aprisionado por un frac y con una rosa amarilla en la solapa, estaría diciendo palabrotas, como cada vez que estaba asustado. Diría barbariedades que nos habrían hecho reír. Con Álvaro, la foto habría sido más alegre.
Pero Álvaro está muerto. Sus restos reposan cerca de la antigua carretera que va a Puerto Colombia y Sabanilla, en un lugar que yo conozco bien. Tita, la viuda de Álvaro, está en la foto al lado de Gabo. Y a la derecha de ella, dos Álvaros, Álvaro Castaño y Álvaro Mutis, impecables en sus trajes de etiqueta. Ellos, mejor que nadie, podrían evocar los viejos tiempos de Gabo en Bogotá, cuando era reportero de El Espectador. Ellos y Gloria Valencia, la esposa de Álvaro Castaño, llegaron a ver al promisorio novelista en el reportero de manchados trajes oscuros y dedos amarillos de nicotina.

Tomás Eloy Martínez, sobre los proyectos fallidos con la plata del premio:

Gabriel García Márquez tiene una memoria tan infalible y tan vasta que nadie sabe cómo se las ha arreglado para resumir los primeros treinta años de vida en seiscientas páginas. Más de una vez corrigió, con exactitud, la memoria de acontecimientos que habíamos vivido juntos en víspera de la publicación de 'Cien años de soledad', su novela mítica. "Los hechos no son como fueron sino como uno los recuerda", le he oído decir. En su caso, los hechos son como él los recuerda, pero además tienen el raro privilegio de ser como fueron.
Siempre imaginé que las Memorias de García Márquez se parecerían al mapa del imperio que Borges describe en uno de sus textos apócrifos: un mapa tan dilatado y minucioso que tiene el exacto tamaño de ese imperio. Las pocas páginas de las Memorias que he leído confirman que son igualmente vastas: no por su extensión -lo que las tornaría ilegibles- si no por los significados, que se abren a cada paso como afluentes de un río infinito.
Habrá que esperar años, quizá, para que García Márquez complete los volúmenes de autobiografía que aún le faltan, si acaso ha decidido escribirlos. Hay un fragmento de su biografía del que fui testigo directo. Como no he sabido que nadie lo haya contado aún, lo hago ahora, con la certeza de que mis recuerdos son más falibles que los protagonistas.

Milán Kundera, sobre el día que leyó Cien años de soledad:


No he podido olvidar aquel triple encuentro: Praga ocupada por el ejército ruso, la visita de Gabo y sus dos amigos, y las primeras pruebas de la traducción checa de Cien años de soledad. Leí esa novela en una sola jornada, y de inmediato le escribí un postfacio, que recibí impreso en las siguientes pruebas, pero que nunca fue publicado. Qué azar maravilloso: el postfacio de Cien años de soledad fue mi primer texto prohibido (a causa de mi nombre) por los nuevos amos del país. Esa prohibición dio inicio a la segunda mitad de mi vida, que es la de un escritor proscrito en su propio país. Años después, cuando me fui de Checoslovaquia en un pequeño Renault-5, no pude llevar nada conmigo; ningún mueble, por supuesto; ni siquiera mi ropa. Mi biblioteca se redujo a unos cincuenta libros, y el archivo personal de mis propios escritos me pareció entonces tan inútil que los tiré a la basura. Sin embargo, el postfacio para Cien años de soledad lo llevé cuidadosamente conmigo en pruebas de imprenta, como un amuleto protector. Con ese mismo sentimiento leí luego todos los libros de Gabo. No sólo me maravilló su belleza, sino además creí escuchar la voz de un amigo que sólo podía ver de vez en cuando pero cada vez más querido.
Y algo más: cuando pienso en el arte de la novela, su historia se me figura como un camino en tres etapas: la primera, la más larga, inaugurada por Rabelais; la segunda, que es la del siglo XIX, y la tercera, la de la novela moderna, que creo fue inaugurada por mis compatriotas centroeuropeos Kafka y Musil, y alcanzó su apogeo en América Latina y fue encarnado en mi imaginación por aquellos tres hombres cuarentones, muy guapos, muy viriles, con quienes viví en los amargos días de Praga una felicidad improbable, vigilada por las metralletas del ejército ruso.

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