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Caparrós celebra 40 años de crónicas

Extraño festejo el que convoca Martín Caparrós por los 40 años de la publicación de su primera crónica. En su blog Pamplinas, de El País, esta celebración muy argentina le ha permitido hacer un modesto paralelo entre cómo se hacían las cosas hace 40 años en el periodismo análogo, y cómo se hacen las cosas hoy en la era digital. Los conceptos políticamente correctos, las dinámica de las salas de redacción, la profesionalización del cronista son algunos de los cambios notables que destaca en cuarenta años de oficio. Además de sus colaboraciones en prensa y los libros de mundonauta, Caparrós ha publicado un centenar de novelas: Ansay o los infortunios de la gloria (1984) No velas a tus muertos (1986) El tercer cuerpo (1990) La noche anterior (1990) La Historia (1999) Un día en la vida de Dios (2001) Valfierno (2004, premio Planeta Argentina) A quien corresponda, Anagrama, 2008 Los Living, Anagrama, 2011. Aquí un fragmento: 

En esos días y en Argentina unas lluvias torrenciales habían dejado 60 muertos, 200 desaparecidos, 100.000 evacuados, cosechas perdidas, una invasión de víboras; el lopezreguismo anunciaba que Héctor Cámpora sería acusado por un supuesto complot contra la vida del presidente Juan Domingo Perón; desde Córdoba llegaban rumores de un golpe de estado provincial y policial –que se concretaría días más tarde–; militantes de la Juventud Peronista habían sido secuestrados en Mar del Plata, Bahía Blanca, Buenos Aires. En Montevideo el gobierno militar había metido preso al gran Onetti, en Israel una refinería de petróleo volaba por una bomba palestina, en Chile moría torturado un dirigente del MIR, en Camboya los jemeres rojos estaban por tomar la capital y en Estados Unidos nuevas cintas sobre el Watergate parecían “complicar al presidente Nixon”. En medio de semejante zafarrancho –“le tocaron, como a todos los hombres, tiempos difíciles en que vivir”–, yo escribí sobre ese pie encontrado. Me han dicho que solía ser insoportable: un pendejo engreído que –ya entonces– no se dejaba corregir. Los periodistas, empezaba a entender, somos así.
Somos, pero ahora con diploma: en estos 40 años, el periodismo se convirtió en un oficio que se estudia. Es otro cambio decisivo: produjo profesores, analistas, gente que sabe y que perora, el delirio incluso de hablar de “ciencias de la comunicación”. Y un flujo incontenible de jóvenes perdidos: el periodismo se ve fácil, aprenderlo no suena complicado, hay periodistas que parecen ricos, que parecen famosos, que parecen tan vivos; miles y miles de chicos convirtieron su estudio en un boom inesperado.
Así que los periodistas dejaron de formarse según el mecanismo medieval del aprendiz: ya no se usa que un muchacho inquieto consiga –por insistencia, por contactos, por azares– acercarse a una redacción y empezar, desde lo bajo, a hacerse con los gajes. El mecanismo le daba al oficio un aura rara, que se correspondía con la ginebra, las noches largas, el humo, la sensación de estar fuera de algo. Un periodista, entonces, no tenía grandes posibilidades: podía, con suerte, escribir mejor que otros, averiguar más cosas, conseguir un aumento, ser jefe y olvidarse de escribir. No podía, digamos, armarse un programa de televisión para llevarse mucha plata en chivos y otras bestias de corral.
En esos días casi nadie firmaba una nota: en los diarios las notas no aparecieron con nombres hasta fin de los ochentas, cuando Página/12 empezó postulando que en sus páginas no se iba a firmar nada y terminó imponiendo la costumbre actual de firmar hasta el pronóstico del tiempo. Hace 40 años no: la enorme mayoría de los periodistas eran operarios de una cadena de producción, trabajadores.
Desde entonces el cambio fue doble, paradójico: por un lado, ahora para ser periodista hay que estudiar; por el otro, ahora todos somos periodistas –o muchos se lo creen. La difusión de noticias y mensajes ya no es prerrogativa de los medios: cualquiera puede hacerlo en internet. Los que tienen poder creen que se aprovechan: en twitter, por ejemplo, hablan sin que los interpelen. Los que no tienen poder creen que se aprovechan: en todos los espacios de la red, hablan. El problema, como siempre, es quién escucha. La ventaja, una riqueza insuperable –en la que a veces nos perdemos.
Está claro que hace 40 años había menos periodistas autónomos: menos free lance, menos autoproducción, menos espacios para hacer periodismo por sí mismo. Lo cual, por supuesto, permitía que las empresas y los gobiernos y los demás poderes controlaran mucho más el flujo de la información; también hacía que los periodistas se sintieran más unidos y más potentes en sus reivindicaciones: en esos días nadie trabajaba más que las seis horas del estatuto sin cobrar sus horas extras, por ejemplo.
Aunque en general las empresas periodísticas no eran grandes conglomerados ni estaban dirigidas por empresarios que no habían escrito más que cheques. Eran, si acaso, iniciativas de algún grupo político con ganas de influir o de algún periodista aventurero. En cualquiera caso, gente cuyo negocio no era contar pavadas para vender un poco más.
En diarios y revistas había, en general, notas más largas: más confianza en los textos. No habían aparecido esos editores que trabajan para lectores que no leen –ese animal inverosímil– y tratan de pelear contra el avance de los audiovisuales llenando las páginas de fotos dibujitos infografías colorines. Una revista como Primera Plana podía marcar el ritmo presentando texto corrido a cuatro columnas, títulos en cuerpo 20 una columna en el medio de la página y si acaso, de vez en cuando, una foto chiquita: cualquier profesor de diseño la mandaría a marzo, cualquier editor la rechazaría por inviable y, sin embargo, sigue siendo lo mejor que se hizo en la Argentina. Ese buen periodismo se ha vuelto tan raro que ahora lo llaman crónica.
Hace 40 años nadie decía la palabra fuente, nadie la palabra ética, nadie medio ni multimedio, nadie cobertura ni apertura. En cambio ya existía esta ilusión de que hay periodistas profesionales y periodistas ideologizados. Como si los “profesionales” no tuvieran ideología; como si creer que la propiedad es privada, las elecciones la manera de decidir gobernantes, la familia nuclear la forma de organización social primaria –y unas cuantas pautas más– no fuera una ideología. Llamamos ideología a ese conjunto de normas que, por tan impuestas, pensamos naturales. Obviamente no son: cambian con los cambios de poder, los tiempos.

En Youtube está disponible esta conversación con el editor y también cronista Jorge Carrión, realizada en 2011 en el Centro Cultural de España en Buenos Aires.

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