Carlos
Alberto Castrillón*
Flóbert
Zapata. Ataúd tallado a mano. Ibagué:
Caza de Libros, 2010. Reedición con ligeras variaciones del libro que ganó el
Concurso de Literatura Caldas 100 años, publicado en 2005.
En “Féretros
tallados a mano” Truman Capote cuenta la historia del hombre que recibe por
correo un pequeño ataúd tallado a mano con una foto suya adentro; lo abre con curioso
temor, lo toma por broma, lo muestra a los amigos y un mes después está muerto:
nueve víboras se encargan de cerrar la broma con un signo macabro. Ocho
víctimas más: todas reciben el ataúd y la foto.
Con similar
aprensión abrimos este libro de Flóbert Zapata, Ataúd tallado a mano: adentro tal vez esté la muerte, franca y
burlona, la muerte ajena y la nuestra de todos los días. Y la fotografía, que nos
mira y gesticula desde el cofre bruñido y su terciopelo rojo. Todo nos recuerda
esa figura trabajosamente familiar: el cadáver, un ser ambiguo, entre humano y
mineral, que simula nuestra apostura y que, como insiste Baudrillard, marca el
momento más estorboso de nuestra olvidada tendencia a la tierra.
Los libros que
enseñan que el fin es ineludible y paralelo a la vida, que con él nos codeamos,
mejor no leerlos. No es sensato tentar a la muerte ni hacerle llamadas falsas o
a destiempo. Pero nos atraen, porque la conciencia obliga, y se nos imponen, porque
la curiosidad, como se sabe, mata.
Tal es el encanto
de este libro que muestra, una vez más, el verso alto de Flóbert Zapata, capaz
de dialogar y de reír, con una energía lírica que se mueve en diferentes ámbitos.
Ahora son versos que sorprenden e inquietan, que llaman la atención sobre el
terror de estar vivo y muestran que el ars
moriendi no es un arte particular sino un acto en primer grado para el cual
no valen las palabras desnudas: son indispensables las trampas de la metáfora y
la palabra oblicua, las mismas que buscan con afán los alegóricos de todos los
siglos:
Los
obreros trabajan todo el día
en
el inmenso cementerio que es la ciudad
y
en la noche regresan a morir a sus casas.
“Me equivoqué de puerta,
de noche, de mujer, de ciudad, de destino”, decía el poeta caldense en otro
libro que tiene parecido tono dialogal y el mismo sustrato alucinado. Aquí
también la unidad consistente, como si fuera un solo poema en 147 estancias,
147 pasos que llevan al fin inmanente, es marca de estilo que arropa el centro
de la mirada. Alrededor de ella se expresa el deseo de definir y atrapar el
elusivo tema de la muerte en palabras que se puedan decir y que puedan
comunicar. De esa tensión nacen los versos más memorables del libro, como estos:
Una
montaña de un millón de cadáveres,
en
un millar de años,
produce
la energía suficiente
para
encender la luz
de
un cocuyo durante tres segundos.
Al trastrocar la
percepción, el poeta propone una mirada múltiple que liga y desliga los
elementos y arma nuevas relaciones. El infierno, por ejemplo, es “un mundo
donde todo es diáfano, perfecto”, mientras que “los verdugos más fieros son los
del paraíso” y la eternidad es una “tumba inmensa”. En ese reacomodo se desnuda
la orfandad insoluble:
Dios
sólo viene al mundo
cuando
hay buena cosecha de cadáveres.
Como buen cantor de
la muerte, el poeta no huye de lo macabro, que suele ser una bella forma de
negación material por exceso; para eludir los símbolos más cristalizados, sitúa
lo macabro en la cotidianidad, donde pierde sus fronteras y aplaca la fiereza
de sus gestos:
Lucía,
te
voy dejando
gusanos
como señas.
Así, el poeta se
inserta en la larga tradición del conjuro y la materialización de la muerte y
asume las paradojas del fin, las mismas que desconcertaban a Jankélévitch:
La
limusina se detiene frente al templo:
azabache
que rueda y mancha la memoria.
El
conductor,
todo
un profesional en modos y palabras,
muy
por encima del dolor o el placer,
conciencias
vagas de la muerte,
abre
la portezuela,
indiferente,
frío, vigoroso, preciso.
Parecería
que fuera
a
descargar un electrodoméstico.
Descarga
un ataúd con un cadáver dentro.
Las diferentes
caras de la muerte desfilan por el libro: trascendente y prosaica, con sus símbolos
materiales; cal y ceniza siempre, el absurdo y la risa ahora. En tanto declaración
de amor a la vida, estos poemas resumen nuestra muerte particular, la que
atesoramos como refugio cierto, pero también la incomodidad de los muertos y de
sus objetos: cómo tornan desapacible cualquier paisaje, incluso los cuidados
jardines donde los hunden en la tierra, porque se empecinan en habitar lo
inhabitable.
Como escribió el
gran poeta venezolano Fernando Paz Castillo en “El muro” (1971): “nada hay más
bello en su hora / que los serenos ojos de los moribundos”, porque “el morir es
cosa nuestra / y, como nuestro, lo queremos”; por eso pregunta en “Misterio”
(1973), como se preguntan todos los poetas que se atreven con la muerte:
¿Será
este mi último poema?
Es
la pregunta
que
siempre me hago,
ahora,
cuando
escribo.
*Poeta y docente
universitario.
Flobert Zapata voz inmensa de las letras de aquí y de muchas partes. Grito desgarrado de un gran poeta. Incomprendido y perseguido como los verdaderos artistas.
ResponderEliminar