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Cinco columnistas colombianos, una selección personal (I)


Édison Marulanda Peña *


Hubo un tiempo en el que infinidad de hombres compraban boletos para soñar que en sus brazos se estremecían beldades como Rita Hayworth, Marilyn Monroe, Brigitte Bardot, Sofía Loren y, más cercanas a mi generación, Nastassja Kinski o Mónica Bellucci. Realmente uno se queda corto al decir “para soñar”, porque algunos apelaban a la manogamia para menguar la ansiedad. En este campo prevalecía la doxa (opinión, a la que fustiga Platón) sobre la episteme (conocimiento fundado), que presume de poseer la crítica especializada.

También hubo un tiempo en este país de la desmesura, en que la doxa definía a los lectores que compraban un diario o revista para solazarse con la escritura de un columnista por su particular enfoque de los temas; la diatriba infaltable cuando la línea política a seguir la dictaba la prensa más que el directorio del partido; la denuncia documentada que se convertía en detonante del nuevo escándalo, o la premeditada frivolidad de los cultivadores de notas ligeras que daban en el blanco de la risa compartida y la rabieta del aludido, que no la represalia de una demanda penal como se estila hoy, cuando el político solo desea las prebendas del poder pero quiere evadir el control del periodismo libre que actúa en nombre de la sociedad democrática.  

La prensa de Colombia ha albergado plumas de toda calaña. Aceptando la invitación del editor de Corónica para elaborar una selección personal de cinco columnistas, hay que acotar los criterios tenidos en cuenta.

Uno es el impacto y la recepción del columnista, lo que requiere que fuese un medio de alcance nacional. Otro, es la permanencia en el ejercicio de opinador (por esta razón, por ejemplo, se descarta a Fernando Garavito y su columna El señor de las moscas en El espectador, pues solo se editó tres años y unos meses por las razones conocidas del exilio y la posterior censura). El estilo y bagaje cultural no puede quedar por fuera de estas consideraciones; y por último, la independencia para abordar cada tema, lo que no exige ausencia de pasión en su punto de vista que propone al lector.

En la preselección de once había nombres como: Emilia Pardo Umaña, la primera colombiana que en el siglo XX ingresó a trabajar en una sala de redacción; Luis Tejada, que quiso convertir en arte literario sus Gotas de tinta, una síntesis de crónica, poesía y  notas ligeras; Antonio Caballero [¿será cierto que lleva 30 años escribiendo la misma columna, como afirma Rigoberto Gil? Es verdad que sus columnas solo se han ocupado de tres temas: el poder político, las drogas alucinógenas y los toros, por cierto, ¿su defensa de la tauromaquia lo convierte en un reaccionario?]; Guillermo Cano, el inmolado director de El espectador, un utopista que trató de moralizar a una sociedad desmoralizada por su clase política venal y la peste del narcotráfico; María Jimena Duzán, discípula bizarra de Cano y “contrapoder” del régimen populista del caudillo de derecha Uribe Vélez; Gonzalo Arango, vivió una curiosa conversión de poeta iconoclasta pionero de una vanguardia, el Nadaísmo, a místico cristiano y mimado de una élite del establecimiento, redactaba la columna “Última página” en Cromos con una prosa poética.

No obstante la calidad de todos los nombrados al final me decido por cinco opinadores, advirtiendo que el orden de inclusión no corresponde a un ranking. 

–Alberto Lleras Camargo (Bogotá 1906-1990). Para entender y valorar el periodismo del siglo XX no solo de Colombia sino de la región, es imprescindible la obra de Alberto Lleras Camargo. Ubicado en la generación de Los Nuevos, se distinguió por ser un intelectual que pensaba, escribía y actuaba inspirado por los valores de la razón y la libertad, cuya vigencia solo es posible en una sociedad democrática. Y Lleras comprendió que la modernidad estaba por construirse en un país donde prevalecían el fanatismo religioso, la intolerancia política y el poder se entendía como dominación y no como herramienta para edificar la paz, la justicia y la igualdad de derechos. Su vena de escritor público la mostró en El Tiempo, El Espectador, La Nación de Buenos Aires, fundador de medios como El Liberal, El Independiente, la revista Semana (1946).
Un hecho que confirma el talante del periodista demócrata que fue laureado por la Sociedad Interamericana de Prensa, SIP, por su columna en la revista Visión de México es cuando dejó de escribir en ella, a mediados de los años 70, porque se enteró que el sátrapa de Nicaragua Anastasio Somoza había adquirido un paquete de acciones. Lleras Camargo renunció de manera irrevocable a su columna y al puesto que tenía en el consejo de redacción.
Exponente de una tradición que concebía el ejercicio del periodismo y la política como dos caras de una moneda, en su prosa están los rastros del avezado lector que dialoga  con los clásicos, la literatura contemporánea, la historia, el derecho, la filosofía. La ironía en la escritura del columnista tiene el propósito de blindarla del riesgo de marchitarse tan pronto como la noticia. Ahora un fragmento para recordar cómo escribía a los 27 años.

No trabajemos demasiado  (El Tiempo, enero 6 de 1933):

En todas partes del país, salvo los naturales obstáculos de la situación internacional, se está abriendo campo al trabajo. Se nos anuncia que las gentes comienzan a trabajar con denuedo, con esperanza, deshipotecadas y alegres. El año liquidado fue un año vacío, en que nadie trabajó, esperando las leyes que regularan el trabajo. […]
Confesamos que no podemos prescindir de un movimiento de inquietud recelosa. Hace poco leíamos unos párrafos de un “Elogio de la Ociosidad”, de Bertrand Russell, publicado en Harpers Magazine de New York. Russell participa de la opinión ya extendida en el mundo, pero sin expresión pública, de que el trabajo es el mal esencial de esta época. En efecto, echando una mirada sobre los millones de desocupados, involuntarios todos, es imposible castigarlos por su ociosidad.  ¿A qué se debe? ¿A su pereza? No. A que hay quienes trabajan demasiado. Russell, que nació en una generación que creía que la ociosidad era la madre de todos los vicios, se arrepiente, reniega, y se instala con un concepto revolucionario. La ociosidad es más bien una madre de orden, de tranquilidad, de economía ajustada. Pero es difícil hacer que el hombre no trabaje. Reducir a la ociosidad a un ciudadano es arduo. ¿Qué otra cosa son las cárceles, sino métodos para impedir que los hombres trabajen? [...]

–Lucas Caballero Calderón, Klim (Boyacá 1913- Bogotá 1981).  Un comentario editorial de El Tiempo del 16 de julio de 1981, al día siguiente de su muerte, resume el quid de su éxito: “su pluma incisiva, aunque llena de gracia, sabía descubrir en el ser humano esos defectos que duelen íntimamente, soportados solo por aquellos que con igual humor enfrentaban el dardo que su pluma lanzaba cotidianamente”.

Su talento sin igual fue capaz de crear un léxico propio para referirse a lo íntimo y, ante todo, para ejercer la sátira contra la clase política. Entre los nombres en clave mordaz se pueden evocar: el “bonitico” (el pene), el “cuaderno” (el trasero); Harmano Gulito (Julio César Turbay Ayala), el Compañero Primo (Alfonso López Michelsen, casado con una prima del periodista, Cecilia Caballero), Herr General Kamacho Leiva –Ministro de Defensa responsable de la aplicación del tristemente célebre Estatuto de Seguridad, en una época en que la tortura, las detenciones arbitrarias y una desaparición forzada no se le negaba a nadie–; Carlos Alberto (Lleras Restrepo); Bruno Bernardo (Bernardo Gaitán Mahecha, profesor de Derecho de la Universidad Javeriana, exalcalde de Bogotá y exministro de Justicia de López M.); Álvaro Álvaro (Álvaro Gómez Hurtado); Tamarindo Ardilla (Carlos Ardila Lülle); Stay Free (el exministro turbayista Jorge Mario Eastman. Este pereirano para saciar su ira por la “injuria”, retó a un duelo con arma de fuego al periodista Klim por ponerle un apodo de toalla higiénica. Aunque era hijo de un militar, Klim solo sabía disparar los dardos de la ironía, no obstante se las ingenió para sobrevivir las tres veces en que fue retado a duelo en diferentes épocas, la primera por el general conservador Abel Casabianca, que había combatido en la Guerra de los Mil Días); Pinina Santofimio (Alberto Santofimio Botero)…   

El episodio más conocido es el que lo convirtió en víctima de la auto-censura del periódico donde escribía hacía varios lustros. Transcurría el penúltimo año del “Mandato claro” de López Michelsen y Klim arreció su enfrentamiento con el gobernante. Hasta el punto que dizque consideró la opción de renunciar. Hubo una reunión en palacio a la que asistieron Hernando Santos C., subdirector de El Tiempo, Lleras Camargo como expresidente, el ministro de Gobierno y el Presidente de la República; veladamente se insinuó que Klim sería el responsable de esta crisis política por sus ataques persistentes, como la denuncia de señalar un interés particular en la construcción de una carretera que incrementaba el valor comercial de una hacienda en los llanos propiedad de Juan Manuel López, hijo del mandatario, deterioraba más la credibilidad del gobierno ya en declive, etc. Entonces sucedió que en marzo de 1977, el subdirector no publicó una columna en donde Klim insistía con sarcasmo en el tema. Caballero Calderón renunció inmediatamente por considerar que se trataba de una acción contra la libertad de expresión, y fue contratado para seguir escribiendo en El Espectador.

CONTINUARÁ…

*Profesor transitorio del Departamento de Humanidades de la UTP, periodista y escritor de biografía. 

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Cien años de La montaña mágica, DW