Jaime Lopera G
Creo que fue en el
café Cardenales, en la calle 18 de Bogotá, cuando nos citamos con un grupo de
amigos tocados por el cine de actualidad. El encuentro fue propiciado por el
periodista Rafael Maldonado Piedrahita quien esperaba hacer una crónica sobre
ese tema y no encontraba demasiadas fuentes para abordarlo. Allí se inició mi larga
convivencia con el cine.
Corría el año de
1960, y allí estaban el manizaleño Héctor Valencia Henao ,
recién fallecido; Carlos Álvarez Núñez, santandereano, quien ya había dirigido
una película sobre Los Hijos del
Subdesarrollo (1975); un periodista que firmaba sus columnas sobre cine
en El Espectador con el seudónimo de
Ugo Barti; el bogotano Julio Roberto Peña, un impaciente vendedor de repuestos que
empezaba a dar sus primeros pasos como productor; y este servidor quindiano,que
a la sazón se descubría como reportero en el semanario La Calle, vocero del movimiento revolucionario liberal, MRL, que
dirigían López Michelsen y Uribe Rueda. Del mismo modo hacían parte del grupo
Darío Ruiz Gómez, Abraham Saltzman y, eventualmente, el diseñador Manuel
Vargas.
Como suele recordar Carlos Alvarez , a cuyo
testimonio me acojo, la principal crítica de cine de aquella época la trazaba el
enigmático Barti: hosco, reservado, como que casi nadie lo conocía en persona pues
no asistía ni a estrenos ni a cócteles, y dicen que ingresaba al cine cuando
las luces estaban apagadas para revalidar su anonimato; su solo seudónimo,
italianizado, era otra forma de disfraz del sevillano Armando Buitrago de cuyo
apellido extrajo el anagrama de Ugo Barti. Sus escritos eran irreverentes, penetrantes
y una prosa de frases cortas con el fuerte aroma de inconformidad con el cual mirábamos
al Establecimiento de entonces.
La tertulia de Guiones, con una u otra chica admiradora
del grupo haciendo barra, era una maravilla. El solo juego de Barti dialogando con
Valencia en torno a una película era sorprendente para los iniciados que
veníamos de provincia. Imaginen esta escena: Barti se sienta frente a una
maquina de escribir y redacta unas líneas; enseguida Valencia lo hace a un lado
y le responde en la misma cuartilla; Barti replica, Valencia refuta, todos nos
exasperamos por intervenir, tomamos partido, nos burlamos de una frase y finalmente
ellos dos, como enajenados, le dan punto final al texto a dos manos que saldrá
sin firma en la siguiente edición de la revista (Ver apéndice al final).
Como Barti era un
devorador de libros y revistas (Cahiers
de Cinema, principalmente) y Valencia un intuitivo para mirar el cine, más
la experiencia como director de Álvarez, nuestro aprendizaje era creciente en
la medida en que abundaban esas sesiones de redacción; luego venían David Serna
y Julio Roberto a poner orden en la sala con sus dictámenes pragmáticos en su
papel de editores que conseguían los pocos anuncios y cerraban cada numero.
Guiones empezó a decaer hacia agosto de
1963, cuando —en vista de la falta de fondos para seguir publicándolo—, se hizo
el experimento económico de sacarla en forma de periódico, con un matiz que parecía
El Espacio. Recuerdo uno de los
titulares: “Aunque usted no esté de
acuerdo, dicen que Brigitte Bardot es un hombre que se cree el general de
Gaulle”. Como esta experiencia también fracasó, por falta de publicidad y
ventas, allí murió Guiones.
Lo que no murió,
recuerda Álvarez, “fue el cine que por esos años llegó al mundo y que Guiones ayudó a descubrir: Hiroshima mi Amor de Alain Resnais es de
1959, Los 400 Golpes de Francois
Truffaut también es de 1959, y Sin
aliento de Jean Luc Godard de 1960. La Aventura de Michelangelo Antonioni es
de 1960, Rocco y sus Hermanos de
Luchino Visconti también de ese año, al igual que La
Dolce Vita de Federico Fellini”.
No conformes con el fiasco
de Guiones, en julio de 1965 apareció
Cinemes, con el mismo grupo y bajo la dirección de Julio Roberto
Peña, quien había producido el largometraje Raíces
de Piedra, vale decir, el primer trabajo que dirigió José María Arzuaga en
Colombia. No obstante, Guiones fue la
primera revista contemporánea del cine y reflejaba sobretodo el mundo que se
vivía a principios de los años sesenta, esa década alucinante con su música,
sus modas, sus drogas sicodélicas, su liberación sexual, el Ché en la selva y
la apoteosis de Woodstock. Luego la política me alejó de ellos, pero mantuve (y
mantengo) amistad con esos inolvidables pioneros de la crítica cinematográfica.
*******
Apéndice
DIALOGO A DOS MANOS
Un ejemplo del
dialogo a dos manos de Barti-Valencia es este:
“—Belmondo (en Sin aliento) ha debido buscar que ella
lo quisiera.
— ¿Cómo? ¿Diciéndole
“quiéreme o me mato”, como dicen los boleros y los tangos?
—No. Belmondo no quiso
obligar a Patricia Franchini hacia él, no intentó persuadirla a la fuerza. Se portó como
un niño. La amaba de veras, por lo tanto la respetaba. Si el
amor no nacía en Patricia, no había que hacerle. Debía brotar por voluntad de
ella, espontáneamente, libremente. Belmondo no necesitaba un amor burgués.
Necesitaba vivir el amor.
—Ha debido buscarse otra
muchacha.
—No. Eso era traicionar
los sentimientos. El estaba enamorado de Patricia. Luego era con Patricia con
quien tenía que hacer el amor. Otra cosa era el simple vicio, como las uniones
de Ferzetti y Lea Masari.
— ¿Entonces usted aprueba
el amor de Belmondo?
—Claro. Es un amor
triste, pero es amor. Belmondo es un hombre que cree aún en la bondad de los
hombres. Un niño, ya está dicho. Un hombre enamorado es un niño. Como Ferzetti.
¿Acaso en Ferzetti no lo denuncia el llanto? La diferencia es que Antonioni ve
el amor con una pizca de esperanza y Godard no. Antonioni cree que puede
existir un hombre y una mujer que tras duras pruebas llegan a entenderse, es
decir, a comprenderse mutuamente. Godard no. Godard no cree en el amor
correspondido. Godard cree que el hombre ama, intensamente, y que para no
renunciar al amor, ama en las circunstancias que lo condicionen. El film de
Antonioni es optimista, el de Godard pesimista. O mejor, realista.
— ¿Usted está de acuerdo
con esa idea de Godard?
—Totalmente.
— ¿Entonces se declara
vencido?
—Me declaro humano”.
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