Por, Yeni Zulena Millán
Escobar Giraldo, Octavio. Historias clínicas
¿Cómo podría describirse un hospital? Quizá como un exceso de luz; una luz blanca y filosa, un ojo sin párpado que trocea y clasifica capa por capa a todo el que se ve obligado a entrar allí. Si lo que nos empuja a sus entrañas es encontrar el alivio, no pocas veces termina descubriéndonos dolores peores; llagas solapadas en el paliativo de no hallarnos a solas, de encontrar algo –una tarea, una discusión, un affaire – que nos impida bajar la cremallera y ver el cadáver que nos aguarda pacientemente.
Con Historias clínicas Octavio Escobar despoja a aquel no lugar de su niebla aséptica y su inmunidad olorosa a cloroformo; revierte el proceso de pacientes y diagnósticos, cuya presencia se reduce a la simulación cartácea, y cede la voz a los humanos frágiles, los salva de la despersonalización de los formularios, los uniformes, los diálogos neutros en los que cada quien sabe que el otro está pensando sólo en su propio tiempo.
Los treinta y seis poemas que componen el libro aparecen como puertas elegidas al azar, abiertas en momentos de sincera desnudez de sus ocupantes: “El señor de uniforme […] / sabe que dentro crece la miseria y cinco / seres humanos que acomodan sus miedos en cada cuarto” (p. 9, Alejandro, 5 años); “Soy tan visible que soy invisible. / Como Dios. (p. 14, Lucía, 22 años).
Los rostros imaginados pasan como si alguien los barajara velozmente; los microcosmos residentes se entremezclan con los de los recién llegados: momentáneos, resignados, pensando en el más acá como la parte más desagradable del purgatorio; allí son ellos el pesado fardo que sus parientes intentan arrastrar cuesta arriba: “Ya no aburro a los médicos con mis preguntas sobre hierbas. / Ahora quiero que me digan de dónde quedó pegada mi vagina, / qué pasara cuando Orlando se ponga muy ganoso y empuje” (p. 38, Gabriela, 42 años); “Todo el mundo cree que eres un triste caso de fontanería” (p. 48, Fabio, 56 años).
Ante las recetas de incertidumbre, del silencio del cuerpo y los relojes, el ajustar cuentas con Dios, con el oficio, o consigo mismo parece más que recomendable, necesario; desangrarse un poco, ver el veneno, puede bastar para aceptar que se está vivo: “Dos hígados, ¡Oh Señor!, para este suicida de la espera, / para este suicidado de la cámara lentísima, / que aún espera su fricción de alcanforados” (p. 33, Alberto 53 años); “Duda de su oficio, muchas veces carcelario e infecundo” (p. 16, Armando, 51 años); “Hoy, yo y nadie más. Ruega por mí, reza por mí. Hoy. Ya” (p. 61, Magdalena 58).
“Salir del hospital no es lo mismo que salir de la cárcel”, concluye un recién victorioso hombre a quien podemos imaginar con su orden de salida en la mano, “aunque te devuelve la inocencia” (p. 36, Andrés, 43 años); curarse también implica aprender sobre nosotros y sobre los otros, encontrar el evidente parecido y hallar en él cierta esperanza; fundarla en el aquí y el ahora, o en el hecho de que no seremos del todo olvidados: “En su abdomen, en el pecho, los caminos del bisturí son un / tatuaje victorioso. (p. 22, Clara Inés, 7 años); “Sobre la camilla, / los pies hinchados siguen el tango que está sonando / en su memoria. (p. 27, Jorge Julio, 88 años).
Puede que vivir a veces no sea más que rodar un poco sobre la telaraña interminable; no obstante, sabernos escuchados, leídos, nombrados, obra como una medicina imaginaria, tremendamente efectiva; un réquiem de feliz sabor para aquel anónimo a quien dejamos bajo esta dedicatoria de Escobar Giraldo: “Innominado, innegable, circunnavegas la connotación perenne, connatural, innata con la muerte” (p. 62, NN*).
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