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Historias clínicas, unos poemas




Poemas del libro de Octavio Escobar

Octavio, 58 años
Hace quince días un dolor en el pecho cerró sus ojos.
Todo se hizo precario, sudoroso.
Lo sostuvieron los pinchazos,
la inflexibilidad de la camilla,
el oxígeno en cuya existencia ya no cree,
la voz y las manos que conoce.

Los últimos años han reñido por novios,
horas de llegada y salida,
cigarrillos de mútiples especias;
por una caja de anticonceptivas que según ella compró
para cuadrar el ciclo,
por semestres perdidos o apenas ganados.
Han arruinado fiestas, aniversarios, paseos,
y cavidad por cavidad han dividido el miocardio materno.

No volvieron a fútbol ni a buscar algodón de azúcar los domingos,
ni a ver juntos películas de terror,
ni a amar, en lamentable sostenido,
con Nino Bravo y Sandro de América.

Sin embargo allí están sus manos,
la voz aniñada diciendo que lo quiere,
y los pulmones maman de la mascarilla
con el desespero de un recién nacido,
y vencen la terquedad de las costillas.

Amanda, 30 años

La médica le recuerda que es la tercera vez que tiene
una infección venérea; recalca que debe mandarle
tratamiento a ella y a "su señor marido".

La médica le informa, por tercera vez, que las bacterias
aparecieron en el examen porque "su maridito" tiene
relaciones sexuales con otras mujeres.

Por tercera vez mira a la médica con deseos de explicarle
que la vida es otra en un barrio de invasión
con quince casas que miran temerosas el paso del río.

Alejandro, 5 años

El señor de uniforme
le ordena que no juegue más tirando monedas contra la pared.
Se sienta en el suelo e imagina la habitación
donde están curando a su madre.
Debe ser amplia, bonita,
llena de cosas que él podría quebrar.

El señor de uniforme
le ordena que se levante del piso porque obstruye el paso de la gente.
Camina dos pasos y vislumbra, como si la viera en televisión,
la habitación donde está hospitalizada su madre.
Tiene las paredes muy limpias,
alérgicas a la mugre que siempre ennegrece sus dedos.

El señor de uniforme
le ordena que se haga a un lado y no joda.
Lo mira temeroso, triste porque no podrá conocer
la habitación donde están atendiendo a su madre.
Las enfermeras deben ser luminosas, de piernas infinitas,
y él podría colarse bajo sus faldas.

El señor de uniforme,
a cargo de todos los niños que:
padres/madres, tíos/tías, hermanos/hermanas, vecinos/vecinas
dejan en consignación,
sabe que dentro crece la miseria y cinco
seres humanos que acomodan sus miedos en cada cuarto.

Irene, 43 años

Hacía diez años que no me daba rosas.
Siempre ha sido un hombre preocupado,
el mundo sobre sus hombros.

Y ahora tendrá que cargarme a mí.

Me duele saber que habrá días
en los que tendrá que limpiarme el culo.

Usará guantes,
lo sé.
Toallas húmedas,
lo sé.
Pañitos alcoholados,
lo sé.

Estará limpiando mierda mientras ve los muslos que durante meses
no le permití tocar,
pasará las manos a centímetros de la vagina que no pudo penetrar
hasta que me llevó al altar
y sentirá asco.

Lo que hagan las enfermeras con mi culo no me importa.
Me importa ensuciarlo a él,
que hoy me trajo rosas,
que hoy,
después de todos los eclipses,
recordó que me ama.


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