Hay escritores que las modas literarias no han podido sepultar en el olvido y que de pronto con el paso de los años resurgen dentro de nosotros venciendo los prejuicios lanzados sobre obra por la mala crítica. La ideología política extrema nos prohibió ser sentimentales, nos impidió legitimar las lágrimas y esa fuente de conocimiento renovado que son siempre los pesares. Pero nunca he dejado de escuchar la voz de mamá llamándome para que, a medida que crecía la desilusión sobre el mundo, pudiera contar con un espacio secreto para entregarme a mis ensoñaciones. Es lo que me sucedió cuando leí, William Saroyan, que usted había muerto y debí detenerme y recordar lo que para mí había significado leer sus historias asociadas a mi escenario de tapias de ladrillo, solares, al paso lento de los trenes cerca de mi casa, en lo que fue mi adolescencia, pero también la presencia de las calles citadinas, aquellos inolvidables apostadores a las carreras de caballo apostados en algún bar, aquellos estupefactos y gordos comerciantes y sobre todo las comunidades de niños y adolescentes que buscan una verdad esencial como aquella que Tobey descubre en“La comedia humana”: “Yo no supe que los niños tenían madres y padres hasta que empecé a ir a la escuela y oí al resto de niños hablar de ellos. Yo pensaba que todos estábamos solos en el mundo, como yo, y se empezaba la vida sin ayuda de nadie. Supongo que después de enterarme me sentí mal durante mucho tiempo”. De inmediato se podría pensar, por el título de la novela, en el vasto proyecto de Balzac pero el aire doméstico que usted le imprime lo impide pues prefiere en esa voz baja propia de los grandes poetas recordarnos que también en las vidas sencillas de las familias modestas se da la comedia de los humanos pero discretamente, sin la histeria de los grandes burgueses que deben escenificar sus odios, su avaricia. Lo terrible en este relato de la bondad y la ternura como desafío de lo humano es el papel decisivo que alcanza la dimensión, hondamente transparente, de la vida cotidiana: la tarea de Homero de entregar telegramas a las familias que han perdido al padre, a un hijo o un familiar en la guerra –su hermano Marcus, presencia en la ausencia, está en la guerra– lo convierte en el emisario de la tragedia bajo aquella aplastante rutina donde parece que nada malo pudiera suceder. Cuando el automóvil en el film de Scorsese “El soldado Ryan” se detiene ante una casa y descienden los oficiales, la cámara muestra desde arriba a la anciana que al recibir la noticia de la muerte en la guerra de sus dos hijos dobla las rodillas y cae conmocionada.
La modestia, recuerda Chesterton, nos permite mirar la realidad desde abajo y descubrir así, el panorama que la mirada del soberbio no logra contemplar al mirar por encima de los hombros. Aquí no se da, como en la llamada “gran novela”, ni grandes acontecimientos ni grandes caracteres y la Historia se limita a seguir esta rutina debajo de la cual palpitan sin embargo las preguntas esenciales. ¿No sucede algo parecido con los films de Frank Capra y sus modestos héroes caseros? El primer libro de cuentos de Álvaro Cepeda Samudio “Todos estábamos a la espera” con ilustraciones de Cecilia Porras era un homenaje a Saroyan y a este discreto universo donde el desamparo crece con los años como una verdad que debe llevarse con el pudor debido y donde afloran los vacíos lugares de estas constataciones existenciales. ¿Hablo de aquello que al respecto de la obra Rossellini se calificó como el “realismo interior”? ¿Es políticamente reaccionario el amor a la familia? Me refiero al lenguaje que se opone desde los sentimientos del afecto a las abstracciones del realismo social. Lector de los más intrascendentes sucesos de la vida diaria, usted Saroyan, tiene la inefable capacidad de recordarnos la obligación del regreso a casa, de recordarnos que tenemos una familia para aquel perdido muchacho que es descrito en su prodigioso cuento “Como un cuchillo, como una flor, como absolutamente nada en el mundo”.
Con cariño,
Darío Ruiz Gómez
El impacto en nuestras vidas de niños acercàndonos a la preadolescencia, el impacto de William Saroyan, una emociòn producto del primer encuentro con el escritor en el zaguàn de una casa que ya no existe pero que se sembrò inclaudicable en mi memoria. La carta de Darìo Ruìz Gòmez a Saroyan me ha devuelto a esa mañana en que me enredè en los textos del diario El Espectador guardados con celo por mi padre en el lugar màs fresco de la casa, lugar en el que resultaba delicioso leer sentado o parado sin percibir el paso de las horas. Saroyan estaba intocado en el magazin literario al lado de Clarice Lispector y se me develò bajo el tìtulo de "El increìble Saroyan", cotidiano y cercano a mis experiencias de niño, nitido tal cual lo devela el escritor Ruìz Gòmez. Las calles sin pavimentar torturando mis pies camino de la tienda a hacer los mandados mientras cruzaba bajo los acacios sumergido en mundos de ensueño no eran la vida de un solitario niño pues tenìan lazos con los "hijos" de Don William a quienes visitaba seguido para releerlos en el tabloide tres veces por semana. Su voz se quedò conmigo para siempre y no se fue nunca, reaparecìa en cada esquina, en la imposibilidad de tomarme una cerveza en las fuentes de soda de los dìas de mi adolescencia porque andaba sin cinco en el bolsillo, los personajes del ùnico cuento leido de Saroyan en esa època, estaban conmigo en los dìas de las discusiones polìticas cuando llevar el dùo de amigos a cantarle una serenata a la novia que no sabìa que yo era su novio fue condenado inmisericordemente por mis amigos de la izquierda, ellos consideraban con radicalidad que llevarle una rosa o serenata a la muchachita que amàbamos era medieval.
ResponderEliminarLa rebeldìa, el desasosiego, la incomodidad, la furia polìtican siguen hiervendo en mis venas, no hay calma, mientras el niño creciò pero no abandonò ni dejò perdido en algùn pliegue del pasado a Saroyàn, siempre ha estado ahì, y es delicioso entrar a una venta de libros de segunda y hallar en inglès, las Fresno Stories, una de las tantas publicaciones del añorado autor que ya no tienen en sus estantes las librerìas de moda en la ciudad. Gracias a ustedes por publicar la carta de Darìo Ruìz Gòmez, un bocado de placentera memoria.