Apreciado José Martí,
Es curioso pensar que un día
usted soñó a Cuba desde esta piedra: que me prefiguró desde entonces, como
ahora yo prefiguro al futuro lector. Horas de caminata por Central Park me
dejan la certeza de que no es un monumento lo que busco: es al Martí vivo al
que quisiera encontrar de pronto; al mismo que a los dieciséis años le escribía
a su madre desde la cárcel asegurándole que sus versos no serían huecos y
artificiosos, sino sinceros y útiles; al mismo que entendió, en parte a la
fuerza, en parte voluntariamente, que desde lejos se observa mejor, que la
Patria es algo que se lleva dentro y no un suelo sobre el que se camina; al
mismo que desde muy joven sabía que moriría pronto, mas no en vano. Curioso ir
descubriéndolo, ir poco a poco recreándolo desde sus palabras, para advertir de
pronto que entre más miramos su realidad más entendemos la urgencia de cambiar
la nuestra, que hemos levantado muchas estatuas pero perseguido escasas ideas,
o que aunque figuras como la suya nos son útiles y necesarias en la búsqueda de
un lugar desde el cual pensarnos, poco conocemos sobre su verdadera lucha.
Lo imagino caminando por estas
calles, en su pensar muy hondo entre las aceleradas gentes que vienen y van,
sin preguntarse mucho por qué ni a dónde; casi puedo ver sus ojos maravillados
ante la exuberancia de una ciudad que a todos recibe, pero que a nadie le
pertenece; casi puedo figurármelo a usted, cuestionando el creciente afán de
consumo, insaciable, inútil: ahí vio al monstruo, y le conoció las entrañas. Me
esfuerzo en encontrarlo, pero se me escapa. Me dejo caer sobre una de las frías
sillas de pavimento que reposa sobre la acera del parque, en la que no sé si
irónicamente o con fundamento llaman “Avenida de las Américas”. Ya dispuesta a
retornar mi camino a casa, giro la cabeza en mi intento por descubrir en qué
calle me encuentro. Soy un desastre para las direcciones, y ya empiezo a pensar
que me he pasado por esta silla varias veces. Ahí lo veo, justo detrás de mí lo
veo, o veo más bien una imagen de su imagen: un enorme hombre de bronce que con
un brazo sujeta la rienda de su caballo mientras que con el otro se cubre la
que parece ser una herida en el estómago. Es la misma escultura que naufragó
por años en busca de un lugar en el cual ubicarse, después de que su autora la
donara al régimen de Batista días antes de que fuera derrocado por Fidel
Castro; la misma que el 10 de octubre de 1964, fue decapitada por un grupo de
exiliados cubanos; la misma junto a la que muchos pasan sin preguntarse,
siquiera, a quién representa. Ya lo
sabía: no es ahí donde lo encuentro.
Lo imagino, en cambio, sentado en
su escritorio, buscando la forma exacta, libre de pomposidades inútiles; lo
imagino pensando su realidad, leyéndola en los detalles, preguntándose por qué
es, entre todo lo que nos ha sido impuesto, aquello que podemos llamar
“nuestro”; lo imagino escribiendo mucho, escribiendo siempre: aun cuando –como
le aseguró una vez a su hermana Amelia– tenía siempre la vida a un lado de la
mesa, la muerte al otro, y su pueblo a las espaldas. Lo imagino en medio de uno
de los discursos que solía ofrecer en las fábricas tabaqueras de Tampa; casi
puedo sentir la admiración de todos: usted fue siempre coherente con sus ideas,
y supo entregarse a ellas. Tal vez por eso un día un campesino afirmó que,
aunque no había entendido nada de lo que había dicho, estaría dispuesto a
hacerse matar por usted, y tal vez por eso también el que después sería llamado
el “padre del modernismo” lo señalaría como su maestro. Así lo veo: tanto
intelectual dedicado como hijo ansioso de aprobación; así hermano amoroso como
político apasionado; lo veo poeta buscador de belleza, pero de una belleza que
debía hacer, en su contemplación, siempre al hombre mejor. Lo veo hombre que no
separó nunca las ideas de la acción, y escritor que supo sabiamente advertir
que las palabras son, también, una forma del hacer.
Dejo caer nuevamente la mirada
sobre la estatua. Su muerte se me hace absurda, ingenua, innecesaria; si bien no
soy quién para juzgarla, nada en ella me resulta heroico. Entre lo poco que
sabemos, se nos dice que desobedeciendo los consejos del general Máximo Gómez,
decidió abandonar las tropas, acompañado
solo por su ayudante –que paradójicamente se llamaba Ángel de la Guardia–, para
lanzarse al combate en el que recibió tres heridas mortales. No sé qué lo movió
a actuar de esa forma, pero en todo caso, sentada en esta silla, en la misma
ciudad en la que vivió la mayor parte de su destierro, mientras lo contemplo
sobre el caballo, me reafirmo en que no es esa la imagen que debemos perpetuar
ahora. No es buscando justificar acciones con las que usted, seguramente, no
hubiera estado de acuerdo, que debemos rescatarlo; ni es esa mirada parcial y
de sumo manipulada la que, desde donde lo veo, vale la pena reproducir entre
las generaciones venideras. Hace falta, en cambio, un reconocimiento justo a su
vida y obra: una lectura más honda, que sobrepase el mito, tras la que pueda
advertirse que la independencia de la que usted hablaba surge primero en el
pensamiento que en el palacio presidencial. Yo no sé si usted buscó su muerte,
de cara al sol como decía, o si la muerte lo sorprendió cuando aún no la
esperaba. Me interesa de usted, en cambio, el Martí vivo que veo caminar por la
acera en dirección a mí, que ya va cruzando la calle, que se me acerca y me
recuerda que solo es posible vivir después de muerto cuando se ha sido un
hombre de su tiempo o un hombre de todos los tiempos; usted, sin duda, fue
ambas cosas: por eso, quizá, todavía nos habla.
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