Por Liliana Guzmán
¿Qué pasaría si extendiéramos ese idílico período en el que nuestros hijos permanecen al margen de la brutalidad, si pudiéramos proteger su inocencia y prolongar su niñez, extremar los cuidados, cubrir todas sus necesidades, e incluso preservar su cerebro de la frustración, el dolor, e incluso de cualquier estímulo externo?
Aunque parezcan extremas, estas no son ideas tan raras. De hecho, el mercado de los padres que desean “lo mejor” para sus hijos está saturado de productos que rayan en la ciencia ficción: desde la preservación de las células madre para que el niño reciba trasplantes de sí mismo si llega a sufrir una enfermedad catastrófica, hasta seguros educativos que se compran desde que el bebé está en gestación y garantizan su doctorado. Al parecer, el mundo sobreinformado en el que vivimos le ha brindado a la paranoia de los padres un exquisito menú de peligros para sus retoños. Desde hace milenios la respuesta natural al riesgo, al miedo a lo imprevisible, parecer ser el dogmatismo. Creer ciegamente en que nuestras prácticas son las correctas, sin cuestionamientos. Esa visión de la crianza como una serie de reglas incontrovertibles parece extenderse de manera virulenta actualmente. De este germen en apariencia inofensivo, Yorghos Lanthimos crea una fábula monstruosa en su película “Canino” (2009), de la misma manera en que lo hace en filmes como “Langosta” o “El sacrificio del ciervo sagrado”. Lanthimos toma el miedo a fallar en la crianza, nos lo devuelve ampliado al 1000% y nos lo clava en el cerebro.
“Canino” es la historia de un padre que, como cualquiera, quiere proteger a sus hijos de los riesgos del mundo a costa de lo que sea. Incluso de la individualidad y madurez de éstos. Una enorme casa con piscina, jardín y una cerca que oculta el mundo exterior es el claustrofóbico escenario de la familia, conformada por el padre, la madre, un hijo casi adulto y dos hermanas adolescentes. Ninguno de los integrantes de la familia tiene nombre. Los padres han alimentado la curiosidad de sus hijos con mentiras aterradoras sobre los peligros que hay afuera. Para los tres hijos el mundo no existe más allá de su hogar ni ellos existen para el mundo. Están a merced de sus cuidadores. Para los tres jóvenes es incuestionable esa mitología inventada en la que una “vagina” es una lámpara bonita, un “zombie” es una linda flor amarilla y es imposible abandonar la casa a riesgo de sufrir una muerte terrible, a menos que se salga dentro de un carro. Según la leyenda inventada por el padre, los hijos podrán abandonar la casa paterna cuando se les caigan los incisivos. Ese será el signo de madurez para enfrentar los peligros del mundo.
Aunque en la película el efecto de esta relación familiar es un humor negro-azabache, bastaría mirarnos en el día a día para ver cuántos códigos sociales practicamos y creemos ciegamente, cuántos prejuicios y verdades a medias repetimos como robots porque así se nos ha enseñado o impuesto, y lo hemos aceptado ciegamente sin preguntarnos si quiera si lo que nos están diciendo es verdad. Así de ridículos debemos vernos para quien nos observe de afuera.
A través de ese riguroso ejercicio de eliminación del mundo, el padre se ha convertido en el dios de esa tierra de fantasía, con tres Peter Pan condenados con brutalidad a no crecer. A pesar de ser casi adultos, los tres siguen actuando las mismas obras infantiles que representan desde niños para sus padres, continúan jugando los mismos juegos, siguiendo las mismas rutinas. Sus vidas sólo cumplen tres propósitos: divertir a sus padres, amarlos ciegamente y obedecerles. Los hijos no son más que mascotas.
El equilibrio enfermo de la familia se rompe con la presencia de una intrusa, una mujer que simboliza el mundo exterior con todos sus matices, y cuya entrada al mundo familiar es permitida para cumplir una parte del aprendizaje: la sexualidad del hijo mayor. Esta presencia terminará siendo la debacle de la precaria armonía del lugar, forzando aún más las reglas del mundo inventado, llevando al espectador al límite de sus propias creencias y prejuicios.
El cruel final, que no adelanto para que no se pierdan esta joya del cine griego, deja un mal sabor extraño y familiar que se relaciona con nuestros propios dogmas. A pesar de lo sólido que parece, un dogma no es una roca firme. En su inflexibilidad está su tendencia a partirse. Al construir civilizaciones enteras sobre dogmas, se corre el riesgo de que éstas se derrumben al mínimo cuestionamiento, así como le pasa a nuestra civilización en este momento. Nuestras viejas tendencias se derrumban. Sería bueno detenernos y encontrar unas nuevas, menos “caninas” y más humanas, para variar.
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