El número 81 de la revista Arcadia incluía un dossier dedicado al arte y la literatura Gay en Colombia. Entre las infografías sobre obras producidas por poetas, pintores y novelistas Gay, reseñas literarias e iconografías que han sentado precedente, apareció un reportaje de Camilo Jiménez con Gustavo Álvarez Gardeazábal. Una visita al duque en sus dominios:
Gardeazábal no es de las personas que entran a un lugar, sino de las que hacen una entrada. Camina majestuoso, recio, mientras sonríe y saluda de mano con apretón. Desde su altura, no más de 1,65 m, parece querer llenar el lugar. Y dispara:
—¿Y cómo es un especial gay? ¿Sacan a Sánchez Baute? Él vive de ser loca, y lo administra bien.
Son legendarias su lengua afilada y sus ocurrencias. En una reseña de la novela Las cicatrices de don Antonio, Luis H. Aristizábal cuenta que en un congreso de escritores, después de la intervención de Gardeazábal, alguien del público se despachó contra el escritor, “a quien tildó lo menos de inepto, renglón seguido rechazó su presencia ante tan digna asamblea como algo insultante para el prestigio de las letras, y pidió casi a gritos que el escritor tuviera la decencia de no volver a escribir en su vida”. Álvarez recibió la andanada sin despeinarse, y cuando el energúmeno al fin se calló contestó con voz tranquila: “Ya te dije que te pago el lunes”.
Está acostumbrado a esos ataques desde los años setenta, cuando era un exitoso profesor de literatura en la Universidad del Valle y un escritor honrado por los lectores con muy buenas ventas. En la Facultad de Letras fue polémico por sus posturas radicales contra los marxistas y la derecha, al mismo tiempo y por todos los medios. Entre el 70 y el 73 publicó una novela por año, que provocaron entusiasmo entre lectores y críticos colombianos y extranjeros: La tara del papa, Cóndores no entierran todos los días, La boba y el buda, Dabeiba. Fueron publicadas en España por la editorial Destino. De esto Gardeazábal se ha ufanado antes, destacando que ni entonces ni ahora ha tenido agente literario ni ha hecho parte de ningún grupo. Cuando le pregunto por esta circunstancia, me contesta sin titubear:
—Lo único que hay que hacer es escribir bien. Si uno escribe bien, lo leen. Y en la época juvenil, que es cuando uno escribe con más fuerza, si se escribe bien se pasan los retenes. Ahora la literatura colombiana se llenó de mediocridades, porque los escritores tienen que publicar una novela cada dos años para cumplir compromisos comerciales.
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