Como todos saben, Gidé rechazó En busca del tiempo perdido cuando trabajaba como lector en Gallimard, y Virginia Woolf el Ulises de Joyce, y Barral se pifió al engavetar Cien años de soledad. Hace un par de años el primer comité de lecturas del premio Tusquets en Argentina rechazó la novela Los Ejércitos de Rosero. Solo hasta que un editor de planta decidió echar una ojeada a los descartados encontró el libro que acabó por ganar el premio y ser un pequeño éxito para la editorial en español y en inglés.
Pues bien, el oficio del lector de editorial, por no apuntar al centro de la diana (el editor) sigue dejando en entredicho lo que se edita y lo que se deja de editar y la desaparición del oficio en nuestro tiempo. En 2007, en Londres, un autor aburrido de coleccionar rechazos editoriales decidió enviar en lugar de sus propios textos las novelas de la consagrada Jane Austen a 17 editoras y, para su salud mental y su asombro, resultó que todas las editoras rechazaron las novelas de Austen sin misericordia.
Lo triste, es que sólo una editora, la Jonathan Cape notó el truco.
Dice la nota:
El mal sabor que queda en la boca es si tal y como están concebidas las editoriales hoy, con cifras, estudios de mercadeo y tendencias, la mayoría de autores clásicos serían descartados por ser inversiones de riesgo. La hipótesis más inquietante es si esos mismos autores clásicos, de estar vivos hoy, esperarían a que una editorial tuviera la gentileza de leer su manuscrito para publicarlo.
Pues bien, el oficio del lector de editorial, por no apuntar al centro de la diana (el editor) sigue dejando en entredicho lo que se edita y lo que se deja de editar y la desaparición del oficio en nuestro tiempo. En 2007, en Londres, un autor aburrido de coleccionar rechazos editoriales decidió enviar en lugar de sus propios textos las novelas de la consagrada Jane Austen a 17 editoras y, para su salud mental y su asombro, resultó que todas las editoras rechazaron las novelas de Austen sin misericordia.
Lo triste, es que sólo una editora, la Jonathan Cape notó el truco.
Dice la nota:
Curioso “experimento” el que ha llevado a cabo David Lassman, un escritor británico al que las editoriales rechazaban una y otra vez. Harto de que su manuscrito titulado El templo de la libertad no fuese publicado a pesar de haberlo enviado a numerosos agentes y editoriales, decidió “plagiar” a Jane Austen. Así, cogió sus obras Orgullo y Prejuicio, La abadía de Northanger y Persuasión; las retocó un poquito, cambiando los nombres de los protagonistas; firmó con un seudónimo, Alison Laydee; finalmente, envió dicho popurrí a dieciocho editoriales. La respuesta: todas rechazaron el texto, pero la friolera de diecisiete lo hicieron sin darse cuenta de que habían caído en la trampa. Tan sólo la editorial Jonathan Cape respondió al presunto autor recomendándole que leyera la obra de Austen. El resto la rechazaron, con las palabras que imagino utilizan para la mayoría de sus casos. Como ejemplo, la respuesta de la editorial Penguin (las partes entre corchetes son simuladas según fuentes de la noticia): [Este manuscrito presentado es] realmente original y de interesante lectura, [aunque no adecuado a nuestros intereses editoriales] Curioso, ya que precisamente Penguin ha editado las obras de Jane Austen. Más que nada, esto me lleva a preguntarme cómo leen algunos editores los originales que les llegan.
El mal sabor que queda en la boca es si tal y como están concebidas las editoriales hoy, con cifras, estudios de mercadeo y tendencias, la mayoría de autores clásicos serían descartados por ser inversiones de riesgo. La hipótesis más inquietante es si esos mismos autores clásicos, de estar vivos hoy, esperarían a que una editorial tuviera la gentileza de leer su manuscrito para publicarlo.
Creo que se autopublicarian y ya está. La literatura se convirtió en un negocio tristemente célebre. Algo así como vender chorizos en cualquier calle.
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