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Lina Meruane y los viajes hacia la sangre

Meruane, Lina. (2013). Volverse palestina. México D.F. CONACULTA. 72 páginas.

Por Yeni Zulena Millán


Lina Meruane, la pluma contundente detrás de Fruta podrida (2007) y Sangre en el ojo (2012), en Volverse palestina abre las puertas a un relato personal a manera de crónica de viaje; un ir hacia adentro, hacia la sangre y las raíces, un repaso de la vida y la historia familiar, una novela fragmentada. Dividida en tres pasajes (parajes resultaría más acertado) en “La agonía de las cosas” hace una radiografía del pasado a manera de mural en ruinas, perdido en el color de las generaciones trashumantes, de afectos sinceros y reticencias no confesas; “El llamado palestino” describe el inevitable camino que tienden las premoniciones, cómo el destino se revela a través de las conversaciones y las personas casuales, en apariencia; “Palestina en partes”, el meridiano cero, una oportunidad de salvar la deuda, repartir las preguntas y arriesgarse a encontrar el rostro deslavado de la realidad como única respuesta.

Una cita introductoria de Edwar Said resulta la llave idónea del relato: la diáspora es impronta para el pueblo palestino. La idea del regreso no deja el ánimo neutral; a su padre, según lo refiere la escritora, “Quizás le espante la posibilidad de llegar a esa casa sin tener la llave, tocar la puerta de ese hogar vaciado de lo propio y lleno de desconocidos” (p. 12); regresar es tomar una antorcha casi extinta y esperar orientarse con ella hacia un fuego que quizás ya sólo sea imaginario. Al hurgar en su pasado, su apellido la lleva a una pista falsa en el paisaje sahariano: “Líneas más abajo aparece por fin la palabra. Meruane: otro lago salado y seco que no debe importar o ha sido olvidado” (p.14); la pregunta sería si en realidad existe una correspondencia entre la palabra particular y las múltiples identidades que se arropan bajo ella para aliviarse de la noche de lo anónimo.

Empeñada en el reencuentro del rastro hospitalario de la infancia, convence a su padre de ir en busca de la provincia abandonada. Lo que descubre es el desaliento: “Mi hermano menor se asoma por el agujero de la puerta y no distingue nada. Está oscuro…, dice;…como una tumba” (p. 22), “Miramos ese apellido algo oxidado un par de minutos hasta que se nos gastan las sonrisas de un instante ante la cámara. Mi abuelo o su nombre o su apellido quedan precariamente afirmados en una reja de metal” (p. 25). La dimensión de lo pretérito, cuando se sitúa en el presente, cuando se hace palpable, rara vez es la edad dorada que hemos preferido imaginar; por regla, es un animal que se arrastra, que nos ve de lejos como el lebrel que ya no puede seguirnos, y se resigna a su desventura mientras le alcanza lo inamovible.

“Usted es una palestina, usted es una exiliada” (p.28). Una primera punzada llega en boca de Jaser, un taxista entre muchos, que resulta ser el indicado para darle el mensaje de la Palestina que la requiere; la sangre, raíz en posesión, indiferente ante la vida en la diáspora, se vuelve savia, bulle en revoluciones ante la canción ancestral de la lengua compartida. El llamado insistente la lleva a pensar en la escritura como vale de pago; en principio parece poder dejarlo en manos de alguien más, pero el conflicto se interpone, la duda la empuja: “Ir o no ir, esa será mi disquisición a partir de su oferta. Ir y escribir, o no ir y nunca dejar mi Palestina por escrito” (p. 29).

Se decide. Un episodio en el aeropuerto le da una muestra de lo que habrá de venir: la intimidación como forma normalizada de la autoridad; el exiliado como territorio desprendido, como la harina de sus coordenadas. Ya en Palestina, sus conocidos cumplen como tajantes Virgilios, la tarea de enseñarle la geografía de un país fragmentado: “Nuestro mapa está lleno de interrupciones” (p. 56) afirma Ankar; “Lo que importa es no perder la posibilidad del regreso. Que decidieras quedarte, por ejemplo” (p. 59) sugiere Zima; “Son malos […] el final de Israel ya está cerca” anuncia Maryam. La lección que redondea su perspectiva, se presenta en Hebrón, otra ciudad sin nombre; Alan, educado en el sionismo en la lejana Chicago y convertido luego en activista, revela la diferencia entre ver y vivir la confrontación: “[…] desde lejos esas convicciones eran fáciles. Pero vine a Israel, y vi lo que estaba pasando, y entonces desperté” (p. 63).

Volverse palestina, tal y como lo designa Lina Meruane, es un intento por enmendar “una historia llena de agujeros” (p. 33), por volver tangible la causa que ha llevado a su familia a ser parte de un pueblo que se transforma capa por capa para engañar al olvido. Las palabras entre ambas latitudes desbrozan el impacto de la metamorfosis artificial del exilio; hombres y mujeres trasplantados beberán otras aguas, transformarán otras sustancias, proyectarán otras sombras. Si la nostalgia o el celo les alcanza antes que el impulso de dar vida, su polvo no volverá a abonar los cimientos de la tierra arrebatada.

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