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Cien flores amarillas para Gabo (II)




Segunda entrega del homenaje de Revista Corónica a la vida y obra del fabulista de Macondo.

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Daniel Ángel*

La obra de Gabriel García Márquez representa mi juventud: pasión, poesía, rupturas y la imagen de su mostacho. Y recuerdo la primera lectura que hice de Cien años de soledad arrojado en el silencio de un pasillo interminable del colegio de curas donde estudié y en las escalinatas de la Catedral primada de Bogotá hasta que me atrapaba la noche, y la lectura de El amor en los tiempos del cólera, regalo de mi madre para una navidad, que devoré de un solo zarpazo un 24 de diciembre de hace muchos años, y los cuentos de Ojos de perro azul y de la Triste historia de la cándida Eréndira en la dulce voz de mi profesora de noveno de bachillerato. Sin embargo, fue El otoño del patriarca el libro que me enamoró de su obra, tendría catorce años y al leerlo lo cantaba hasta quedarme sin aliento mientras soñaba con aquel palacio destruido y con las centellas y mundos inexplorados que el dictador regalaba a Manuela Sánchez, y al leerlo imaginaba el machete legendario de Saturno Santos que secundó y protegió al dictador durante toda su vida. Este libro fue, y ha sido, el poema en prosa más extenso y bello que he leído, además de convertirse en un espejo de mi vida, de la vida de los miles de colombianos y latinoamericanos que todo lo hemos perdido y hemos visto perecer en el aire. Por aquel entonces, todo en la vida me resultaba tan difícil y aquel libro, a pesar de la metafórica verdad que enuncia, me dio esperanzas y me ha regalado el sueño de aquel día por venir en que podamos contar que el país estuvo de fiesta con «la buena nueva de que el tiempo incontable de la eternidad había por fin terminado».

*Novelista.

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John Jairo Carvajal Bernal*

Hace poco hablaba con una joven novelista, Emma Javierre, sobre la obra de Gabriel García Márquez, la conversación, como pasa casi siempre al hablar de García Márquez, inició por Cien años de soledad. Ella señala que aunque le parece una gran obra, le molestaba el uso de algunos adjetivos, muchos para ella (sobraban) innecesarios. Luego de dos tazas de café concertamos que las “grandes obras”, al igual que la vida, le sobran cosas: son como organismos vivos que están destinados a sobrevivir a la ausencia de algunos elementos y a la aprobación de otros. Ahí radica la fortaleza de la obra: en su construcción de un mundo propio desde lo ausente y la exageración (en Cien años de soledad) que, en algunos casos, se logra desde la adjetivación. Javierre mira el reloj —dice— “en poco tiempo debemos irnos”. 
Con los adjetivos llegamos a la novela Celia se pudre: hablamos sobre las conversaciones que (conjeturamos) su autor y García Márquez sostuvieron en los años que fueron compañeros en el diario El Universal de Cartagena y en sus opiniones sobre el uso del adjetivo; en la manera como las tres novelas de Héctor Rojas Herazo influenciaron la obra del Premio Nobel y en como Macondo y Cedrón permanecen en nuestra memoria, con más certeza, que muchos pueblos reales de nuestra geografía. Subrayamos que son obras poderosas, de esas que se pueden mirar a la luz de las ideas de Italo Calvino porque como un clásico “se configuran como equivalente del universo, a semejanza de los antiguos talismanes”.
Concluyendo la tarde sostuvimos que los mejores relatos de García Márquez podían estar en sus cuentos, en aquellos como “Sólo vine a hablar por teléfono” o en su “novela corta” Crónica de una muerte anunciada; relatos a los que no les sobra nada en su estructura narrativa, con personajes dotados de vitalidad,  tan difíciles de proponer en pocas páginas. Relatos con verdadera unidad de impresión. Javierre vuelve a mirar el reloj: “ya son las 5.30, debemos irnos”. Se ríe. “Es la hora de Santiago Nasar”. (Recordé, la de él era en la mañana. No importa) —dijo Javierre mientras se dirigía a la salida— “es mejor irnos, no sabemos que augurios llegan con las horas". 

*Gestor cultural.

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Yeni Zulena Millán*

De Gabriel García Márquez, por preferencia afectiva, dos miniaturas que encandilan: La hojarasca y La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada. Los personajes que dan vuelta al rodillo de estos relatos – el niño y Eréndira, respectivamente – develan la verdadera fuerza, casi salvaje, de lo que llamamos inocencia. Sus momentos de epifanía, anuncios de la desentendida temeridad de Remedios la bella, revelan que lo cruento, lo oscuro, puede resultar en crudo asombro o  en una alegría desgarradora: “Por primera vez he visto un cadáver”, dice el niño, “Creí que un muerto parecía una persona quieta y dormida y ahora veo que es todo lo contrario. Veo que parece una persona despierta y rabiosa después de una pelea”; “Eréndira no lo había oído. Iba corriendo contra el viento, más veloz que un venado, y ninguna voz de este mundo la podía detener”. Supongo que hay algo en ambas historias, cierto alivio al ver que las cadenas invisibles pueden atarse a las palabras para producir explosiones sinceras y encomiables. 

*Poeta.
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Jerónimo García Riaño*

No es mi libro preferido de Gabo, pero es el que recuerdo con mucho cariño: Crónica de una muerte anunciada. Porque a pesar de que pasó por mis manos de manera obligada por un profesor de español, fue el libro con el que me acerqué  y  conocí las letras de Gabriel García Márquez. Además fue el primer libro en el que leí una palabra, que para aquellos años de infancia me parecía ajena al mundo literario, imposible de que existiera escrita: Marica. Y con esa palabra comprendí que Crónica de una muerte anunciada era esa obra con la que descubrí la libertad de la literatura, lejos del juicio moral y educado con el que nos dijeron desde niños que teníamos que hablar,  esa connotación que tenía para mí esa palabra se desdibujó después de encontrarla en el libro. Sentí que la podía decir sin ningún problema a grito herido en la calle… Entendí con esa novela que escribir es un espacio de resistencia poética, de las manifestaciones de la vida  a través de la narrativa.
A partir de esa obra, empecé a esculcar los libros de Gabo en la biblioteca de mi padre, tal vez buscando más palabras como esas. Pero descubrí que tal vez mi viejo no era muy amante del Nóbel, así que leí lo único que encontré: Ojos de perro azul y El coronel no tiene quién le escriba. Luego me alejé por muchos años de la literatura de Gabo, hasta que volví a ella a través de Cien años de soledad: la bella dama que cumple sus primeros cincuenta, porque con toda seguridad, pasarán muchas lunas celebrando la larga vida de esta novela.  

*Cuentista.

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Juan David Torres Duarte*

Con cierta frecuencia, el nombre de García Márquez se endurece por exceso de uso. Se limita su trabajo a un conjuro: adjetivos magníficos, una inclinación evidente hacia la fantasía, verbos grandilocuentes y un trote narrativo continuo, que exige la entera atención del lector. La fórmula es maravillosa, pero ha eclipsado parte del valor de su obra. Cien años de soledad lo catapultó en el sentido más literal: lo lanzó contra un muro y produjo, al mismo tiempo, una explosión infinita y un entierro indecente. Todo cuanto tuvo que ver con García Márquez desde entonces fue medido a partir de ese libro. La crítica literaria ha decidido fomentar ese mismo mecanismo.

Sin embargo, García Márquez está por encima del registro de Cien años de soledad. Esa obra termina una etapa y quizá un tono: un escritor, en algún punto de su existencia, tiene que aprender a darse un tiro en el pie. Con El otoño del patriarca, García Márquez demandó dicha ejecución. Esa novela, creo, tiene un brillo particular, muy diferente del resto, por varias razones. Primero, fue la demostración de que García Márquez, como escritor, podía superar la imaginería de Cien años de soledad y producir un molde nuevo. Segundo, es una muestra de valentía: se requiere de una voluntad bárbara para cargar contra los lectores —que esperaban una segunda parte de Cien años— y contra sí mismo. El mercado editorial esperaba la continuación del éxito. La supervivencia de la fórmula. En cierto sentido, El otoño del patriarca es una novela de castigo: es la muestra de que destruir —destruirse— es una de las formas de la creación.

La última razón es su forma. Dividida en pocas partes y en párrafos concentrados, su arquitectura es única en toda la obra de García Márquez. Su música es un remolino imparable —hay que leerlo en voz alta, como a la vieja usanza—. Su manera de adjetivar y su devoción por las imágenes poéticas —“(Los gallinazos) removieron con sus alas el tiempo estancado en el interior”, escribe en el primer párrafo— le entregan un tono de novela épica, de vieja tradición heroica, pero contaminada, de cabo a rabo, por un olor a muerto resguardado. Es una novela épica sin la redención del héroe. Es una negación del éxito, de la felicidad, de ese primer folclor alegre que se le atribuyó —y se le atribuye todavía sin ruborizarse— a Cien años de soledad.

*Periodista.

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Fabián Buelvas*

Leí Cien años de soledad en 2001, cuando tenía 15 años. Empecé un martes a las dos de la tarde y terminé al día siguiente a las cuatro de la mañana. Mamá, que había notado el ensimismamiento que me produjo su lectura, me ordenó a medianoche que no fuera al colegio y terminara la novela. Ella no lee, pero tiene una profunda reverencia por los libros de la que muchas veces me aproveché para no ir a clases. Una semana después lo releí y mamá me volvió a alcahuetear la gracia.

En ese entonces me gustó la certeza con la que García Márquez describía eventos fantásticos, como si su voz fuera suficiente para sustentar la realidad. Sus comparaciones aparentemente sin sentido (recuerdo “manos de gorrión”), eran ciertas porque él lo decía. Después me pareció que lo más valioso era la creación de un mundo único, original y al mismo tiempo familiar, con su historia fundacional, sus maldiciones generacionales y su destrucción inevitable. En la universidad fue un texto imprescindible para entender a este país loco que seguía encontrando regocijo en matarse, como si al hacerlo inventara la rueda. Las guerras interminables, los colores de los partidos políticos y la imagen de José Arcadio Segundo dormido entre los muertos de una masacre, me resultaban más dicientes que los libros de psicología social. 

En los últimos meses, por cuenta del proceso de paz con las Farc, he leído aquí y allá una versión feliz del final de la novela: esta vez Colombia tendrá una segunda oportunidad sobre la tierra. Cuando pienso en el final de Cien años de soledad no veo oportunidades perdidas ni huracanes destruyendo un pueblo: desde la primera vez que lo leí se encarnizó en mi cabeza la imagen del último de los Buendía, el portador final de la maldición, un “pellejo hinchado y reseco que todas las hormigas del mundo iban arrastrando trabajosamente hacia sus madrigueras por el sendero de piedras del jardín”. Un bebé indefenso, incapaz de salvarse, condenado a morir por una maldición legendaria que no comprende. Cada vez que leo el final feliz, en discursos y titulares de prensa, vuelvo a recordar al niño.

Pero todavía no sé qué significa.

*Cuentista.

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