Liliana Guzmán Z
En la cultura occidental la muerte ha sido desprovista de su riqueza. En Oriente, por ejemplo, es una celebración, el cambio de una vida a otra como quien cambia de disfraz, o incluso la preciosa posibilidad de alcanzar la iluminación. Aquí, entre nosotros, “ciudadanos del mundo”, obsesionados con valores pasajeros y frívolos como la juventud, el éxito y la belleza, la muerte tiene un solo tono, una sola emoción, y tiene también el sabor único de la tragedia. Sin embargo, la escritora mexicana Laia Jufresa logra renombrarla en tonos emotivos que van desde el humor hasta el tormento, y en sabores que no se limitan a los que comúnmente identificamos, sino que echa mano de uno nuevo, cuyo nombre titula su primera novela: “Umami”.
“Umami” cuenta el transcurso de la vida de los habitantes de una vivienda multifamiliar en Ciudad de México, antes y después de enfrentar dos muertes casi sucesivas. La primera, la innombrable, es la de Luz, una niña de seis años que muere ahogada de manera inexplicable y dolorosa en un lago de Estados Unidos. La segunda es la de Noelia, una exitosa y excéntrica cardióloga en sus cincuentas que muere de cáncer. Ambas pérdidas son narradas a través de voces diversas, bien escogidas, que no se permiten naufragar en el padecimiento de sus dolientes. Una de ellas es Ana, una prepúber empeñada en sembrar una milpa en la terraza de su casa. Otra es la del narrador que acompaña a Marina, una joven pintora que compone colores con palabras, mientras intenta vencer cada día su desidia por la comida. Un tercer narrador sería el viudo de Noelia o “Alf”, como lo llama Ana, un antropólogo pensionado que ha sido condeno a una vejez vacía. Sin embargo, la voz más escalofriante del relato es la de la niña muerta, quién cuenta con la mayor ternura las últimas vacaciones de su vida.
Ésta última es, sin duda, desgarradora, descarnada, y conmovedora, sin llegar a caer en el doloroso cliché de la autosuperación. Este recurso logra su equilibrio, su sobriedad y mesura, gracias a las otras voces, las cuales permiten inyectarle otros sabores, otras texturas y, por supuesto, otros dolores, a la desdicha. Resulta un complemento excelente el humor con el que el viudo invita a hablar a su esposa fallecida a través de un computador en el que escribe sus memorias, antes de que se las arranque la senilidad. Su visión sosegada llena de esperanza y amor de la muerte de Noelia.
Ana, por su parte, se convierte en los ojos de una familia apagada por la desgracia, en el tono desenfadado e irresponsable en el que vive cualquier preadolescente, sin detenerse en la presencia espectral de la madre, ni en la ausencia del padre. Ana permite, con su propia vivacidad, relatar que la vida sigue, brota, se siembra, incluso en una matera llena de tierra con plomo. No se aferra a la tragedia. Simplemente convive con ella. Narra, a su vez, la presencia de Pina, su mejor amiga, quien es abandonada por su madre. Y la de Marina, que abandona también a su familia. La reflexión que ambas historias dejan es la de que abandonar es morir un poco, dejar también un vacío en forma de interrogante, o al menos es esa la impresión que deja en mí la lectura.
Es de resaltar el angustiante uso del tiempo. Las manecillas del reloj van acercando la crudeza de la tragedia al presente, hasta revivir, en cada capítulo, un retazo del momento previo a la muerte de la niña. Resulta inevitable y contagioso el deseo de posponer el final para que Luz nunca muera.
La escritora logra, con sencillez y pulcritud narrativa, un relato entrañable sobre esa falta que cometemos con frecuencia al dar por sentado que sabremos qué hacer con la pesadez y el mal sabor que deja la muerte, cuando mirarla a los ojos es, no sólo la desnudez más aterradora, sino el momento intrínseco de la vida. Laia Jufresa invita a saborear la muerte y a descubrir que tal vez no haya maneras mejores ni peores de enfrentarla, sino fórmulas químicas que permitan que algo tan terrible sepa a glutamato monosódico, como las golosinas.
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