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Correspondencia abierta (IV)



Querida Ágatha, pude haber enviado esta carta antes de tu muerte. Previo a aquel triste inicio de 1976, ya había bebido, a tragos cada vez más cortos, apremiado por dilucidar tus tramas de tenues pistas sembradas en cada párrafo y  por saber quién o quiénes fueron los asesinos, las adictivas pócimas de tus relatos policiacos; no obstante, salvo algún anónimo de retorcida caligrafía, dirigido a Patricia T., sección femenina en el colegio del barrio, iniciando el bachillerato, excepto una que otra tarea escolar redactada con desgano, y lacónicas postales cruzadas con mi primo Edilberto, becado en una universidad gringa, no había escrito entonces una línea.

Bueno, querrás enterarte del motivo de mi mensaje, más de cuarenta años después del inicio de tu sueño eterno. Bien, hace poco recibí en el buzón (hoy día ya no consiste en la romántica urna con cerradura y pedestal donde coincidían facturas, avisos comerciales, o mensajes de enamorados, ni está en el exterior de las viviendas, sino en un artículo electrónico personal, portátil, receptor-emisor de mensajes a la velocidad de la luz, con un diminuto teclado y minipantalla semejante al televisor. ¿Creerías? Igual cumple funciones de teléfono, procesador de datos, y puedes comunicarte, con su auxilio y al instante, con cualquier lugar en el planeta)… prosigo; recibí de un amigo a quien mucho aprecio, la invitación para escribir una carta dirigida al escritor o escritora de mi elección. ¡Simpática ocurrencia!, fue mi idea de momento. Durante horas cavilé sobre cuál podría ser el destinatario de la misiva, sin decidirme. De Verne a Sábato; de De Amicis a Gabo; de Varguitas a Valle Inclán, a William… a ellos y a algunos más, algo tendría para decirles. El mismo proponente, enterado hace tiempo de mis tempranos hallazgos y posteriores intermitencias de lector, vino en mi auxilio. ¿Por qué no le escribe a Ágatha Christie?  Fue el instante de la redondez. ¿Cómo no habérseme ocurrido antes escribirte a ti, Ágatha, merecedora como nadie de mi admiración y reconocimiento, quien en la oportunidad justa, exacta, señalaste el mejor, el cierto y único camino?

Cursaba el tercero o cuarto de secundaria cuando supe de ti. Una conversación de colegas educadores, para pocos audible, en el internado donde huía del despotismo materno, me reveló tu nombre y oficio. Uno de los contertulios, cura católico, con ademán de culpa asumida, confesó en voz alta, ser lector de tus libros. Requerí de años de trasiego como descifrador de, no solo tus ediciones en español, sino de cuanto impreso cruzaba por mi vista, para comprender la razón de los gestos de infractor en quien confiesa leerte, de las reticencias que suscita Christie, Á. en las élites del intelecto. Lo tuyo, tu extensa obra escrita, la de tus antecesores, cada uno con su personaje emblema -como lo fue Hércules Poirot para ti-, Conan Doyle (Sherlock Holmes), el mismo Poe (August Dupin), la de tu contemporáneo Dashiell Hammett (Sam Spade), inventor de la novela negra –hoy se le confiere cierto glamour a este nuevo sub-género-, a ojos del academicismo hispano y de cierto sector del latinoamericano, carece de estatura literaria. Alfonso Reyes, respetado polígrafo mexicano de quien seguramente jamás oíste hablar ni leíste sus trabajos, escribió un reivindicativo texto mediando el siglo XX, el de tu vida y triunfos. El ensayo titulado, “Sobre la novela policial”, contiene asertos como: “Interés de la fábula y coherencia en la acción. Pues, ¿qué más exigía Aristóteles? La novela policial es el clásico de nuestro tiempo”.  Años después decía haber improvisado, haberse apresurado en la emisión del concepto.

No perturbarán en cualquier caso tu reposo los rigores analíticos de los académicos; a lo sumo, si no hubiera obrado en tu rostro el ácido de la muerte, les dedicarías una sonrisa de flemática condescendencia. Tampoco a mí preocupan; no fungiré aquí como contradictor de eminencias; prefiero emplear estos párrafos en la emotiva evocación, en la manifestación de gratitud. Ignoro si entre los propósitos que impulsaron tu labor de escritora, además de buscar tu propio divertimento y el del lector, mediante ficciones linealmente anecdóticas, retadoras para espíritus inquietos, inquisitivos, gustosos de la urdimbre de detalles, estuvo el de estimular (inspirar, dirán otros) el apetito de imberbes o su factible aptitud hacia la creatividad escritural, pero ciertamente, por lo menos en mí y en bastantes más, a lo largo de casi un siglo, obró el brebaje. En ocasión reciente, refundidos entre cachivaches en el mercado de pulgas de Bogotá, hallé varios ejemplares de tus “clásicos” (sesenta y seis en total, publicados), impresos desde mediados del siglo anterior por Editorial Molino, Selecciones de Biblioteca Oro, formato de “bolsillo”, 16 x 11 centímetros y 250 páginas en promedio. Mi colección de juventud, de media centena de tomos, víctima colateral en una torpe separación afectiva, habrá perecido a dientes de polilla en alguna mansarda. El ritmo cardiaco se alteró mientras alcanzaba al vendedor la magra suma pedida por tres títulos, y escapaba hacia una banca de parque para reencontrarme con tu gran Poirot, expolicía belga, chaparro, cabeza ovoide, simétrico mostacho, y alto contenido de células grises, agudo observador de la naturaleza humana, quien luego de desplegar sus intrincados procesos deductivos, desechando pistas evidentes y tejiendo en cambio las más sutiles, reunía a los implicados del caso en algún salón aristocrático de la campiña inglesa, con arquitectura y amueblamiento victorianos, presente casi siempre el inspector jefe Japp, para revelar con exasperante minucia la trama asesina y su autor, o autores, quienes apabullados por la argumentación del detective terminaban confesando.

Es curioso, no conservo de ti, en el recuerdo, una imagen precisa. De las trajinadas en la red, me gusta aquella donde luces como dulce adolescente; tu nombre era, Agatha Mary Clarissa Miller; aún no conocías a Archibald Christie, ni habías tramado tu publicitada desaparición tras la ruptura de ese matrimonio desigual; no habías escrito todavía tu saga policiaca ni las obras de teatro interpretadas sin pausa durante décadas; na eras entonces “la escritora más leída después de la biblia”, como muchos te distinguen hoy.

Ágatha, ¡gracias!


Hugo Hernán Aparicio Reyes

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Cien años de La montaña mágica, DW