El suplemento Radar del diario argentino Página 12 publica dos breves fragmentos de Yoga, el libro más reciente de Emmanuele Carrère publicado en Francia y que ha envuelto al autor en una polémica al tener que reescribir desde la ficción los fragmentos censurados por su ex esposa Hélène Devynck. Dice la nota de Ana Fornaro:
Este año Carrère y Hélène Devynck -periodista televisiva francesa- oficializaron su divorcio después de 13 años juntos y salió a la luz que, como parte del contrato de separación, la periodista podía leer y censurar la novela antes de su publicación. Entonces marcó todos los pasajes donde aparecía -era un personaje recurrente de sus libros anteriores- y se borró de la historia. Para darle forma a la historia sin esos pasajes, Carrère, autor que declaraba no mancharse de mentiras literarias, tuvo que recurrir a ellas. Despista, inventa personajes, cambia nombres, altera temporalidades, y publica un libro muy imperfecto y atrapante; el más descarnado, hipertextual y metaliterario hasta la fecha. Así lo anuncia al principio: “Un libro sobre el Yoga y la depresión, sobre la meditación y el terrorismo, sobre la aspiración a la unidad y el trastorno bipolar. Cosas que parecen no ir juntas pero en realidad, sí, van juntas”.
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Al acercarse a sus 60 años, según cuenta el narrador de Yoga, y tras vivir una década de placidez matrimonial y vital, se imaginaba publicando un “librito sutil y sonriente” que recogiera su experiencia con las prácticas de tai-chi, yoga y meditación vipassana -en occidente también conocida como mindfulness- a las que dedicó casi la mitad de su vida. La idea se le ocurrió al ver el interés que despertaba en los entrevistadores -en libros como El reino ya había alentado algo- y le seducía competir con los éxitos de ventas de autoayuda. Sería una exploración didáctica. Pero todo se complicó con una depresión clínica, y quien buscaba no la iluminación pero sí cierta integración terminó recibiendo sesiones de electroshocks. Entonces, como dice Cortázar en Rayuela: este libro es muchos libros, pero sobre todo dos libros.
La primera parte es, en efecto, una suerte de ensayo sobre el yoga y la práctica meditativa. Arranca con su inmersión en uno de esos retiros donde se medita diez horas sin parar, se desconecta del afuera totalmente y se sale transformado. Esa iba a ser su excusa narrativa para arrancar con el relato y, en parte, por eso se inscribió. Entre las primeras postales de esos días extraños se mezclan sus recuerdos, lecturas e iniciaciones en artes marciales y filosofía oriental a lo largo de los años. Y también, quizás la parte más interesante de esta introducción, un intento de elaboración de diversas definiciones de la meditación: un abanico de variaciones sobre algo que está más allá del lenguaje, o más bien, contra el lenguaje. Quienes conocen la literatura de Carrère saben que convive -o al menos su personaje- con la voracidad de los obsesivos y un ego desmedido que no disimula. Llenar ese vacío fue parte de su búsqueda meditativa así como lo fue su conversión fanática a la fe católica veinte años atrás.
Crisis, melancolía y salvataje espiritual: un cocktail para nada original y que sólo sería un panfleto new age sino fuera que Carrère es un escritor muy hábil, de una inteligencia profunda, que no suele quedarse chapoteando en la superficie. Entonces, así como lo hizo en El reino con el catolicismo, en Yoga va a fondo, investiga y lo narra en pequeños capítulos donde se mezclan anécdotas personales y literarias a la manera de esas fábulas budistas. Pero quien buscaba el equilibrio termina pecando de exceso y, como los dioses griegos cuando se mandan alguna, es castigado.―Ana Fornaro Radar
¿Fuera de peligro?
por Emmanuel Carrère
Traducción de fragmento: Ana Fornaro
Tomado de Radar
Estas líneas desilusionadas las escribí en la primavera de 2017, dos años después de los hechos que cuento, en un cuarto del hospital Sainte-Anne donde, entre dos electroshocks, intentaba mantener a raya mi espíritu errático y deteriorado entretejiendo este relato. Pero no es bajo esta luz cruel que veía las cosas en esa noche del 7 de enero de 2015 mientras una lluvia tupida acribillaba la tierra blanda y negra del jardín y acostado en la cama estrecha de mi bungalow, en una granja aislada del Morvan, esperaba la hora de la cena. En ese momento me veía, quizás no como un hombre tranquilo, apaciguado y sereno, no del todo, no todavía, pero al menos como un hombre que no era más patéticamente neurótico. La salud psíquica, según Freud, es ser capaz de amar y trabajar y desde hacía diez años para mi sorpresa me había vuelto capaz. Si me lo hubiera predecido cuando era joven no lo habría creído. No esperaba tanto de la vida. Pero venía de escribir seguidos, sin largos y torturantes intervalos de sequía, cuatro libros gordos que mucha gente consideraba buenos, y agradecía al cielo, cada día, por un matrimonio que me hacía feliz. Luego de tantos años de errancia sentimental, me veía llegado a buen puerto. Creía que mi amor estaba a salvo de las tormentas. No estoy loco: sé bien que todo amor está amenazado -que todo, de todas maneras, está amenazado-, pero me figuraba esta amenaza viniendo del exterior, ya no más de mí. Freud tiene una segunda definición de la salud psíquica, tan sorprendente como la primera: es que no nos dejemos tomar más por el malestar neurótico, solamente por el malestar ordinario. El malestar neurótico es aquel que nos inventamos nosotros mismos bajo una forma terroríficamente repetitiva, el malestar ordinario es aquel que nos reserva la vida bajo formas tan diversas como imprevisibles. Nos viene un cáncer, o peor, uno de nuestros hijos tiene cáncer, perdemos un trabajo y caemos en la miseria: malestar ordinario. Por mi parte, no tuve prácticamente malestar ordinario: hasta el momento no había atravesado un gran duelo, ni problemas de salud ni de dinero, hijos que hacen su camino y tengo el raro privilegio de ejercer un oficio que me gusta. Pero respecto al malestar neurótico, no le temo a nadie. Sin presumir, estoy excepcionalmente dotado para para hacer de una vida que tendría todo para ser feliz un verdadero infierno, y no voy a dejar que nadie hable a la ligera de este infierno: es real, terriblemente real. Sin embargo, contra todo pronóstico, me parece que me pude escapar. Parecería que enero de enero de 2015 pudiera decirme estoy a salvo. Soy prudente, claro, no me regodeo, sé que quizás sea una ilusión, pero una ilusión que dura desde hace diez años, ¿sigue siendo una ilusión? ¿Qué es lo que hace que este momento de la vida me sea tan favorable? ¿A qué se debe este progreso? ¿Al psicoanálisis? Francamente, no lo creo. Me la pasé casi veinte años en divanes sin resultados notables. No, pienso que, simplemente, se debe al amor. Y quizás a la meditación, al yoga: empleo estas dos palabras de manera indiferenciada. Pienso que el yoga y la meditación, como el amor y el trabajo de escribir, van a acompañarme, sostenerme, llevarme hasta mi muerte. Sitúa el último cuarto de mi vida, ya que estadísticamente estoy ahí con casi sesenta años, bajo la invocación de esa frase de Glenn Gould, tantas veces anotada en sucesivas libretas: “El objetivo del arte no es la descarga momentánea de una secreción de adrenalina pero la construcción paciente, que dura una vida entera, de un estado de quietud y maravilla”.
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