Por: José Rodolfo Rivera
La memoria es un espejo del pasado. El presente, por mucho que lo asimilemos, o sin importar con qué fuerza se instale en nosotros, termina yéndose, escapando a los confines del olvido. Lo que nos sucede es efímero, el instante es el punto de fuga. Lo que nos sucedió ya es más real, vuelve a nuestra vida gracias al recuerdo. La memoria lo fija. El imprevisible presente del que fuimos testigos o protagonistas, vuelve desde algún lugar de eso que llamamos olvido, y se hace verdad en nosotros. En el principio fue el verbo, pero antes existió el recuerdo: lo verdadero es lo inolvidable.
Esto sucede con más fuerza ante la enormidad de la catástrofe. Cuando la tragedia irrumpe en el sosiego de nuestro presente, y se nos va la vida en nuestro empeño por sobrevivir, el instante pasa ante nosotros como un destello blanco y vacío. El trágico acontecimiento vivido, se convierte en un ensayo para la ceguera. Y esto es horrible porque precisamos ver, recordar, contemplar el fatídico presente, mirarnos en él, para comprender, recuperar el sentido de lo amado, lo vivido, lo perdido. Recordar, porque lo inolvidable es lo que nos hace humanos.
El 25 de enero de 1999, sobre la 1:19 de la tarde, nos vimos devorados por la enormidad de la catástrofe. Sentimos el terror, la angustia, el dolor, el miedo. Y Armenia fue el epicentro del desastre: durante los 28 segundos que duró el terremoto, corrimos como locos, aterrados y enceguecidos, sin otro espejo que nuestro propio miedo, sin tiempo para mirarnos, para comprendernos. Luego del minuto 29, todo fue zozobra, más dolor, más miedo; nos quedó luego evocar el espejo del pasado, acudir al dictado de la memoria.
Parte de ese espejo proyectado hacia el pasado, de ese esfuerzo inusitado de volver a habitar lo terrible para asimilarlo y hacerlo de nuevo humano en la memoria, es la novela Montañas azules (2016), de la periodista y escritora calarqueña Juliana Gómez Nieto. En sus páginas, junto con el retrato de la enormidad de la catástrofe, convive el pálpito de la ciudad: “Cuando entraron a Armenia la ciudad estaba en sombras…”; y convive también el sentir de la montaña: “Ayer vimos la montaña mecerse; algo que pareciera imposible ahora mismo. Lo que no entiendo es como algo tan terrible puede ser a la vez tan bello”. Catástrofe que se nos cuenta también como un viaje: “Cada uno en ese caminar se fue sumiendo en un viaje interno y profundo”.
Somos testigos del dolor, la angustia y el miedo a partir de tres historias que, aunque contemplan el desastre de la ciudad visto desde el esplendor de las montañas, retratan también el más íntimo desastre: el derrumbe material, espiritual, de lo humano: la familia; en la primera historia, Sandra y su hija Ángela caminan por la plaza de Calarcá, ya casi derruida, en busca de su padre; y surge la sensación del miedo: “Sintieron una extraña vibración bajo sus pies que llegó hasta la mesa haciendo que se chocaran las tazas, y que fue aumentando hasta convertirse en un intenso rugido que sacudió toda la casa”.
Su hermano César, que camina a pie desde Pereira, al llegar y ver a su familia ilesa, siente el hálito de la vida en medio de la muerte: “Todo estaba más vivo que nunca: sentía la sangre correrle por las venas”. Y, como si fuera poco, Ángela, la niña, se asoma por primera vez al pasmo de la muerte: “Fue en ese momento cuando se dio cuenta que era a su propio papá al que buscaba en medio de los muertos y se le empañó la mirada”.
En la segunda historia, Dora, una elegante ejecutiva, y Leidy, su empleada doméstica, nos retratan el dolor ante la impotencia de lo trágico. Dora viene a visitar a su padre, a quien Leidy cuida en el edificio que se derrumba por el terremoto; la ciudad, Armenia, es entonces un completo caos: colapsan las calles, se derrumban como fichas de dominó casas y edificios, y entonces en Dora, como tal vez en todos los demás, el miedo es sobre todo físico: “Sintió una vibración que viajaba desde el centro de la tierra y que le atravesaba la columna vertebral hasta llegar a la coronilla”.
En la tercera, Rubén y Margarita, un matrimonio sin hijos, que viven en la Tebaida, nos reflejan la radiografía de un doloroso pasado: Margarita viene huyendo desde niña de la violencia bipartidista de los años 50, que asesinó a su padre; Rubén, por su parte, también luchaba por dejar atrás un pasado de violencia más patriarcal. A través de ellos, lo trágico es visto desde el dolor íntimo, casi existencial: “Pasó horas sumido en rezos. Cada tanto la tierra se sacudía levemente. Recordó que de niño le gustaba tirarse en el piso cuando temblaba para escuchar ese mismo sonido que ahora le causaba angustia”.
Al final, en Montañas azules, la memoria de lo trágico se nos muestra como espejo del pasado, nos permite contemplarnos ante la enormidad de la catástrofe, que es también la enormidad de lo humano. Y ante el recuerdo del desastre vivido, vuelve a nosotros lo verdadero, es decir, lo inolvidable, para que no tengamos que lamentarnos con Rubén, al final de la novela: “¿Quién era entonces si nadie lo recordaba? ¿Cómo recuperar eso perdido si ya no estaban los otros, esos que podían dar cuenta de quién era él?”.
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